Carlismo y Tradicionalismo (y IV)

Esta reducción del Carlismo a una mera defensa ideológica de ideales en el orden del pensamiento, y a su configuración como un partido político más dentro del sistema liberal en el orden metodológico, son los frutos podridos de la intelectualidad política «tradicionalista»

Cándido Nocedal (1821 - 1885), Jefe Delegado del Rey de España Carlos VII entre 1879 y 1885. Durante su jefatura promovió la tradicional política opositora carlista de abstención electoral o ausencia de participación contra el régimen revolucionario (en su caso particular, el régimen alfonsino de 1876).

Este origen extrínseco al Carlismo (procedente de los ambientes moderados intrarrevolucionarios isabelinos) de la voz «tradicionalista» para referirse a su Causa y a las familias que la profesan y sostienen, lo confirma el propio Maestro Canals Vidal; y recalca éste que no sólo se trata de la incrustación de un mero nombre, sino que trae consigo la introducción en su seno de una nueva concepción y metodología sociopolíticas en relación a su acción de oposición y enfrentamiento contra la Revolución usurpadora.

Dice así el insigne filósofo catalán (los subrayados son suyos): «El término tradicionalismo usado para designar al carlismo es tardío. No se generaliza hasta después de 1868, al aparecer la causa carlista por primera vez en forma de partido, con el nombre de “católico-monárquico”, con actuación parlamentaria, prensa política, y Juntas orientadas a una acción electoral, por obra de dirigentes procedentes sin excepción de los sectores “católicos” [léase «neocatólicos»] de la política isabelina.

El carlismo históricamente no fue nunca un partido al estilo liberal parlamentario. “Carlismo” no puede nombrar, pues, la concreción en forma de partido del “tradicionalismo español”. Antes al contrario, “tradicionalismo” fue el término empleado al asumir la causa “carlista” hombres de formación política parlamentaria y de ideología y actitud típicamente imitada del ultramontanismo político europeo.

Algunas veces estos hombres propugnaron de nuevo la abstención electoral, como Cándido Nocedal en algún tiempo. Pero no hay que olvidar que toda la estructuración a modo de partido de la causa “tradicionalista” [rectius «carlista»] se deriva fundamentalmente de estos hombres. Es un interesantísimo tema de estudio histórico el de estos orígenes isabelinos –románticos– del tradicionalismo español».

Resulta un tanto sorprendente que el Profesor Canals siga considerando el vocablo «tradicionalismo» como una denominación lícita de la «causa legitimista» a la luz de estos datos históricos acerca de su procedencia extracarlista. El Maestro catalán es bien claro al confesar los «orígenes isabelinos de tradicionalismo español», sin distingos ni reservas. Por ello, todos los caracteres nuevos aportados por esta corriente moderada (de «ideología y actitud típicamente imitada del ultramontanismo político europeo») tendían a transformar y desvirtuar la neta postura de oposición contrarrevolucionaria carlista, sustituyendo su política de non expedit o boicot total al nuevo sistema (im)político revolucionario por una posible incorporación participativa en el mismo asumiendo sus «reglas de juego». Por otro lado, la abstracción teorética o idealista de las realidades concretas defendidas por el Carlismo (Dios verdadero; patrias, reinos, o comunidades políticas históricas españolas; Leyes y Fueros prerrevolucionarios; Reyes legítimos), auspiciada por esta nueva mentalidad «tradicionalista», podía menoscabar o preterir la única y verdadera finalidad próxima o primaria del movimiento legitimista y que define su naturaleza, identidad o razón de ser: la restauración en la potestad política efectiva del Rey o Regente legítimo.

Esta reducción del Carlismo a una mera defensa ideológica de ideales en el orden del pensamiento, y a su configuración como un partido político más dentro del sistema liberal en el orden metodológico, son los frutos podridos de la intelectualidad política «tradicionalista». Canals aduce un ejemplo paradigmático que deja clara la contraposición de perspectivas [subrayado suyo]: «Que todo ello tendía a convertirlo [al Carlismo] en un sentido sin hecho lo prueba, no obstante, que, fuera de los ambientes periodísticos, universitarios o profesionalmente políticos, nadie entiende seriamente por “tradicionalistas” [N. B. designación impropia] más que a “los requetés”. ¿Cree alguien que hubieran podido sustituirse, como fuerza eficiente en el curso de la historia española, los navarros de la Plaza del Castillo en julio de 1936, por escritores balmesianos u oradores “tradicionalistas”? Partido tradicionalista, ya no carlista, fue el surgido del manifiesto de Burgos, de Ramón Nocedal, expresivo de lo que se llamó más comúnmente “integrismo”. “Comunión tradicionalista” fue el nombre resultante de la fusión integrista-carlista de los años inmediatos a la Cruzada».

Da la impresión como si la palabra «tradicionalismo» fuera una especie de fórmula de compromiso a fin de que, cada vez que se adhieren al Carlismo grupos de antigua significación «liberal-pseudodinástica», no tengan que reconocer sus antiguos errores al respecto, cosa a la que se verían obligados en caso de resaltarse la genuina naturaleza legitimista de la Causa Carlista.

Termina Canals su segundo ensayo con este aserto: «Suponer que el “tradicionalismo”, como ideología o doctrina, existió con anterioridad al “carlismo”, y que se concretó accidentalmente en éste al tomar carácter de partido, es a la vez una inversión y un desfase cronológico más que secular». No es que la ideología «tradicionalista» existiera antes del Carlismo, sino más bien al margen del Carlismo; y, en efecto, se incorporó accidentalmente al mismo a través de los publicistas «neocatólicos».

Félix M.ª Martín Antoniano         

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta