El mes de la Preciosísima Sangre del único Redentor del género humano es también el mes en que el hombre liberal y «liberado» celebra la Revolución Francesa, con su largo convoy cargado de frutos podridos desde su mismo albor. En este sentido, la blasfema, sacrílega, burlesca inauguración el día 26 de julio de los Juegos Olímpicos en París, solamente replica la podredumbre de las ideas revolucionarias llevadas a cabo desde 1789. Desde entonces, el Estado francés se prostituye y estrangula.
La Conferencia Episcopal Francesa publicó un comunicado de prensa al día siguiente de ese nefasto acontecimiento, no refiriéndose en ningún momento a lo grave de la ofensa a Dios y a la Iglesia Católica ni exigiendo un pedido de perdón público del comité olímpico. Todo se quedó en el lamento por los sentimientos heridos de los cristianos. Vuelven a repetir el discurso de los derechos de los hombres, de sus sentimientos, de la necesidad de una convivencia fraterna y tolerante de las diferencias. Importa el hombre. Pero, ¿y los derechos de Dios? Antes de los cristianos está Cristo, la Divina Majestad de Dios antes que la dignidad humana.
Con motivo del primer centenario de 1789, Monseñor Freppel ―obispo de Angers― escribió un interesantísimo libro sobre lo qué fue la Revolución Francesa y sus amargos frutos esparcidos a lo largo de los primeros 100 años subsecuentes.
Quisiera compartir unas cuantas líneas lúcidas del obispo Freppel sobre lo que, en verdad, al fin y al cabo, fue la Revolución Francesa.
«Lo que se trata de destruir y de borrar hasta el más ligero vestigio, es el reinado social de Cristo. La revolución es la sociedad descristianizada; es Cristo relegado al fondo de la conciencia individual, separado de todo lo que es público, de todo lo que es social; desterrado del Estado, que no busca ya en su autoridad la consagración de la suya propia; desterrado de las leyes, de las cuales su ley no es tampoco la regla soberana; desterrado de la familia, constituida sin su bendición; desterrado de la escuela, donde su enseñanza no es ya el alma de la educación; desterrado de la ciencia, donde no obtiene por homenaje más que cierta neutralidad no menos injuriosa que la contradicción; desterrado de todas partes a excepción, tal vez, de un pequeño rincón del alma, donde se consiente en dejarle un vestigio de dominación. La Revolución es la nación cristiana desbautizada, repudiando su fe histórica tradicional, y pretendiendo reconstruirse, fuera del Evangelio, sobre las bases de la razón pura, que venga a ser la fuente única del derecho y la sola regla del deber. Una sociedad que no tenga otra guía que las luces naturales de la inteligencia, aisladas de la Revelación, ni otro fin, que el bienestar del hombre en este mundo, hecha abstracción de sus fines superiores y divinos; he aquí en su idea esencial, fundamental, la doctrina de la Revolución». (Freppel, Obispo de Angers, La Revolución Francesa con motivo del centenario de 1789, Biblioteca de «La Ciencia Cristiana», Madrid, 1889, p. 21-22).
Y más adelante: «[…] en realidad, el hombre ha ocupado el lugar de Dios, y la consecuencia lógica de todo el sistema es el ateísmo político y social.» (p. 24) «En 1789 es cuando se llevó a cabo en el orden social un verdadero deicidio, semejante a aquel otro que había cometido diez y siete siglos antes en la persona del Hombre-Dios el pueblo judío cuya misión histórica ofrece más de un punto de semejanza con la del pueblo francés.» (p. 27) Por ahora, la sangre de muchos católicos está calentada por la perplejidad del acontecimiento último. Sin embargo, un católico de pieza entera no se debe dejar llevar por sus sentimientos heridos. La cosa transciende a uno. ¿Acaso puede el género humano edificar algo por su bien rechazando a su Criador, Redentor y Vivificador; decidiendo lo que quiere ser cómo si su naturaleza fuera una realidad hueca para ser rellenada con lo que él elija, sin funestas consecuencias? ¡Quimera! Es tiempo de valientes. Basta de respetos humanos. Basta de un catolicismo apocado, que esto no es catolicismo. Es hora de los intrépidos; de los que luchan en la oración, en la formación, en la acción por la gloria de Dios; por hacer valer Sus derechos dónde nos toca vivir».
Quiero terminar con líneas de un diálogo entre un prior de Claraval y el entonces secretario de San Bernardo, ilustrísimo hijo de Francia y de la Iglesia.
«[…] Esos caballeros se dirigían a participar en un torneo. Habían salido en busca del honor, de la gloria y de las sonrisas de las bellas. Se detuvieron aquí para reponer fuerzas. Nuestro abad charló con ellos, se burló de ellos por su vanidad, les habló de una caballería más elevada y de la gloria de Dios, y acabó diciéndoles que en Claraval se mantenía constantemente un torneo de amor. Aunque lo escucharon respetuosamente, se dispusieron a proseguir su camino. Bernardo los invitó a beber una copa de vino; bebieron y partieron; pero antes de que hubiera transcurrido una hora, nuestro portero se vio sorprendido por el retumbar de numerosos cascos. Eran ellos. Llegaron a galope, se tiraron de sus cabalgaduras y suplicaron ser admitidos como novicios en el torneo del amor. ¡Miradlos ahora convertidos en caballeros de Jesucristo! Volver los hombres hacia Dios, convertir las almas mundanas en fieles amantes del Crucificado, hacer que los individuos cortos de vista fijen su mirada en la eternidad sí que es una obra milagrosa. ¡Pues esa es la mayor obra de Bernardo!». (M. Raymond, O.C.S.O., La familia que alcanzó a Cristo, Herder, España, 2006, p. 230).
¡A luchar por amor y lealtad a Cristo Rey!
Teresa Isabel del Valle, Margaritas Hispánicas
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