La Iglesia militante debe erigir la Cristiandad en esta Tierra y esta vida, expresión pública del Reinado de Cristo, lo que constituye no una preferencia o alternativa sino una vocación irrenunciable que durante siglos fue capaz de cumplir. Durante los últimos, en cambio, ha ocurrido lo contrario: no sólo se ha vuelto incapaz de cumplirla sino que, viéndose expuesta a múltiples tribulaciones y a la tentación de llegar a una componenda con sus enemigos, ha buscado pretextos para justificar su omisión.
La vida de la Iglesia militante sin la Cristiandad a tal grado es una anomalía, que toda la Doctrina Social de la Iglesia desde el siglo XIX, por poner un ejemplo, no ha tenido otro objeto que la difícil cuestión de guiar la navegación de los fieles en aguas hostiles: las del orden post-cristiano, en realidad anti-cristiano. No se equivoque nadie: tal es la cuestión fundamental de nuestro tiempo.
Y la razón natural es fácil de entrever. Si el hombre es un ser naturalmente social —naturalmente político—, el fiel que crezca en un ambiente no compatible con los dictados de la conciencia enderezada a la Verdad, difícilmente desarrollará las virtudes como debe y nunca se integrará plenamente a la comunidad en que vive, por más que se bombardee su ánimo con sentimentalismo nacionalista, memorice himnos, duerma con un ejemplar de la Constitución bajo la almohada y haga alardes públicos de adhesión al régimen imperante. Siempre permanecerá algo que no termina de cuadrar. Y al tender el hombre no a las «realidades opuestas en tensión» sino a la congruencia, buscará superar los elementos de disonancia. Podría, por ejemplo, renunciar a la fe. Es así como generalmente se resuelve esa crisis.
En las últimas décadas se ha puesto de moda entre los clérigos la idea del retorno al «cristianismo primitivo», con la intención encubierta de deshacer las reformas implementadas por el Concilio de Trento, sustituir gradualmente la teología tomista por fuentes «más fieles a los orígenes» y, sobre todo, para justificar una posición política que renuncia a la Cristiandad para buscar una supuesta «independencia» respecto del poder temporal, pero cuyo verdadero efecto es la gradual subordinación de la Iglesia a patrocinios no cristianos.
¿Pero qué es la Cristiandad? ¿Se distingue acaso del propio cristianismo? Se distingue de él como el efecto se distingue de su causa. Si el cristianismo puede ser definido como la doctrina de los seguidores de Cristo —aunque ello sea una simplificación, porque desde luego es más que una doctrina—, la Cristiandad es la consecuencia de una sociedad que, en cuanto sociedad, vive en congruencia con esa doctrina: en sus leyes, en sus costumbres y en su régimen político. Es decir, en su ortodoxia pública.
Así, si en un país en que el cristianismo es perseguido abiertamente —como en algunos países comunistas y, cada vez más, en las democracias liberales—, hay un reducto de fieles que practican la fe en la clandestinidad, ciertamente no puede decirse de esa república que sus leyes reflejen el espíritu del Evangelio. Es decir, allí no hay Cristiandad. Pero bien podría decirse que hay cristianismo, aunque clandestino y reducido a una mera práctica privada. Pues bien, la gran quimera de nuestro tiempo, de origen protestante pero de ya hegemónica absorción católica, es creer que se puede vivir el cristianismo sin aspirar a su fruto comunitario que es la Cristiandad.
Contribuir a la reconstrucción de la Cristiandad es la vocación primordial de todo laico. Y cuando algún clérigo lo niega, hurtando a sus fieles la posibilidad de tan grande vocación, los reduce inmediatamente a ratones de sacristía, temblorosos ante el orden temporal impío pero ardorosamente prestos a la maledicencia y a los pleitos clericales que en adelante constituyen su obsesión.
Por supuesto, hay quienes justifican tal proceder, afirmando que quienes aspiran a la Cristiandad corren tras una utopía, y ofrecen, en su lugar, componendas cuyo liberalismo es más o menos explícito: esta iniciativa parcial, aquel activismo en defensa de un derecho cuestionable, o algún nuevo tipo de conservadurismo… soluciones todas tan poco originales como postizas. La Cristiandad, en cambio, si la consideramos iniciada con la conversión de los reyes de Armenia y Abisinia (s. IV d. C.) y destruida con el advenimiento de las repúblicas revolucionarias entre los siglos XVIII y XX, tuvo mil quinientos años de existencia concreta y tangible. Con ello en cuenta, dígasenos de nuevo cuál es el planteamiento utópico y cuál el realista.
Se trata, naturalmente, de un dilema en nuestro tiempo difícil de resolver, porque abocarse a la reconstrucción de la Cristiandad significa aceptar legitimidades —las Dos Espadas— que hoy ni siquiera el clero se atreve a proclamar. Y significa, asimismo, renunciar al ánimo de caudillismo o de protagonismo ideológico que, por virtud de nuestra vanidad, con tanta facilidad hace presa de nosotros —particularmente en tiempos democráticos—, reconociendo más bien nuestra condición de súbditos. Se trata, naturalmente, de un dilema interior cuyas implicaciones no podemos agotar aquí.
Por lo pronto, quedémonos con lo siguiente. A quienes preocupe el «retorno a los orígenes» e imagine a los «cristianos primitivos» como una suerte de cuáqueros hacedores de galletas de avena completamente desvinculados de la Cristiandad como objetivo, quizá les sea de utilidad recordar un detalle terminológico de la época: paganus (de pagus, aldea) era el habitante del campo, que para efectos militares era sinónimo de «civil» porque, al constituir la fuerza de trabajo agrícola, no se le reclutaba para las legiones; uso que pasó al cristianismo para referirse al cristiano irenista —el pacifista, conciliador o dialogador a ultranza— que no contribuía a la extensión del Reino de Cristo, por lo que no contaba entre los miles Christi. Y con el paso del tiempo se produjo una nueva extensión del término, aplicándose a los infieles, curiosa coincidencia según la cual, para efectos prácticos, el cristiano irenista y el infiel se consideran indistinguibles, tal como en nuestro tiempo el católico que no contribuye a la restauración de la Cristiandad porque tiene proyectos políticos propios, y el liberal a secas, piensan, actúan e influyen, en la práctica, con idénticos efectos.
Rodrigo Fernández Diez, Círculo Tradicionalista Celedonio de Jarauta de Méjico.
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