Escribe a continuación Chesterton: «En un excelente artículo sobre Tecnocracia, en el Church Times, el escritor concluía, correcta o equivocadamente, que no había nada en estas propuestas realmente contrario a la tradición cristiana, excepto la idea de ser regidos por una minoría de meros expertos. Ésa es una noción que yo detesto bastante tanto como él pueda; pero vale la pena mirar en los fundamentos de la detestación. Y hay una cierta analogía entre el más y el menos humano tipo de riqueza redistribuida y el más o menos humano tipo de clase gobernante tolerada. Esto es, hay de una manera un paralelo entre propiedad y aristocracia; aunque nuestra propia teoría de la propiedad popular está basada más bien sobre el principio de democracia. A mí mismo no me gusta la aristocracia, en la medida en que es oligarquía. Pero vale la pena considerar por qué a mucha gente no le preocupa la aristocracia; y por qué sienten que ella no es solamente oligarquía. Y la razón es esa misma atmósfera, que muchos llamarían irrazonable, pero que tiene que ver con si una cosa es sentida como natural. Una cierta especie de minoría social puede a veces apelar de tal forma a lo que es humano en otros seres humanos, que sus privilegios no son muy tomados a mal; pero una minoría de expertos ciertamente nunca apelaría a nada humano en nadie. Muchos han sentido vagamente que un alegre hacendado [squire] vivía la vida que a otros hombres les gustaría vivir. Quizás sólo unos pocos han sido lo suficientemente justos para completar el argumento, al llamarla vida que otros hombres deberían ser capaces de vivir. Pero al menos el hacendado, si tomaba su propiedad como algo que nadie podía disputar, también la tomaba como algo que nadie podía evitar; algo que él mismo no podía evitar. Al tomarla naturalmente, a menudo él hacía sentir a otros hombres como si ella fuera natural. Ahora bien, nuestra posición, como normalmente se declara, es por supuesto la posición de que estamos en contra de los hacendados porque estamos a favor de los campesinos. Pero quizás sería más verdadero aún decir que no estamos a favor de los campesinos; sino a favor de que todos ellos sean hacendados. En el sentido de tono social y dignidad, deseamos tener el más grande número posible de pequeños hacendados. Esto es, no deseamos que los nuevos campesinos se sientan como si su posición hubiese sido nivelada por lo bajo; sino más bien nivelada por lo alto. E incluso la aristocracia, en sus formas populares y exitosas, puede enseñarnos algo sobre cómo la propiedad puede ser entendida en un espíritu grande y liberal. Pero no hay nada de esta normalidad, nada de este nativo aire de posesión, nada de esta facilidad y aceptación de una costumbre universal, en la idea de una aristocracia intelectual de especialistas. Cualquiera que sepa algo de expertos sabrá una cosa con certeza; que ellos siempre tienen inquietudes nerviosas. Que siempre estarán molestando nuestra forma de vida; y, por tanto, siempre estaremos disputando su derecho a gobernar».
El artículo al que hace referencia Chesterton es presumiblemente el que estampó el anglicano Vigo A. Demant, con el título de «Tecnocracia desde el punto de vista católico», en el número de 27 de Enero de 1933 del semanario anglicano The Church Times. Nada que objetar, por lo demás, a las certeras críticas de Chesterton contra la perniciosa ideología tecnocrática en aquel entonces emergente y que se iba a expandir por todo el ámbito occidental tras la Segunda Guerra Mundial. Una vez más puntualizamos que en esas reprensiones no puede incluirse al Crédito Social, cuyas propuestas abogan por el justificado reconocimiento de la condición de propietario (poseedor, como mínimo, de una propiedad mobiliaria) de todos y cada uno de los componentes de la comunidad política.
Finalmente, Chesterton termina su artículo con este párrafo: «No estoy ahora criticando el sistema de crédito, o cualquier sistema por el que se propone justísimamente que los hombres libres tengan riqueza, y no tengan meramente sueldos. Sólo estoy señalando una verdad acerca de la atmósfera moral, lo cual, como la mayoría de cosas morales, es de una importancia práctica mortal. De una u otra manera, al ciudadano que recibe propiedad se le debe hacer sentir como si ella fuera propiedad, y no un fruto caído de un salvaje experimento social, o el resultado de una especie de jugada, o una ventaja asociada con nada salvo una estéril auto-indulgencia. Él debe sentir que por siglos ha estado desheredado, y ahora al fin él ha heredado. Sonará muy romántico y sentimental decir que él ha de sentirse como el heredero que retorna en una novela o un melodrama, con las campanas sonando y los aldeanos regocijándose. Y, como muchas otras cosas que suenan meramente románticas y sentimentales, es crudo, sólido, indispensable sentido común. Si la tradición de propiedad no es preservada así como expandida, no tendrá raíz alguna y se marchitará. Si el hombre no se siente como un heredero largamente ausente, él se sentirá como un hombre hecho a sí mismo; lo cual es demasiado horrible de pensar. Será un advenedizo [parvenu]; y no puedo pensar en nada peor que una nación de advenedizos regidos por profesores».
Una vez más, cualquier creditista suscribiría en substancia todas estas ideas. El problema es querer confundir las proposiciones del Crédito Social con toda esta descripción del modelo tecnocrático-keynesiano de Seguridad Social, que es su más absoluto y total antagonista. Un dividendo no sustituye necesariamente a un salario, sino que ambos son perfectamente compatibles a la vez, como se ve hoy en día en muchas personas que perciben prestaciones dinerarias provenientes de ambos conceptos. Actualmente, cualquier persona está familiarizada con esas nociones de renta financiera a las que llamamos «dividendo» e «interés». Pero, si bien hoy en día disfrutan de ellas sobre todo, de manera usuraria y parasitaria, unas pocas corporaciones financieras, nada impide que se revierta la situación y puedan recibir su herencia debida, a través por ejemplo de la posesión de títulos accionariales (fundamentados en el Crédito Público, no en una Deuda Pública), toda la masa de actuales desheredados de la comunidad política. No hay en ello nada de «un fruto caído de un salvaje experimento social, o el resultado de una especie de jugada, o una ventaja asociada con nada salvo una estéril auto-indulgencia». De hecho, el Mayor Douglas solía usar la expresión «herencia cultural» para referirse a todo ese acervo común intelectual o espiritual que ha permitido la mayor facilidad y agilidad en la producción de todos los bienes y servicios requeridos para satisfacer las necesidades materiales humanas con cada vez menos tiempo y esfuerzo laboral, pero que el defectuoso funcionamiento del sistema financiero contemporáneo impide que sus naturales efectos beneficiosos se verifiquen en las familias que conforman las comunidades políticas, provocando en su lugar los conocidos fenómenos de la economía invertida moderna (como muy bien explicaba el filósofo Marcel de Corte, y que recordamos en el artículo «La economía al revés»): por un lado, despilfarro de una producción convertida en un fin en sí misma; y por el otro, miseria aherrojante en una población artificialmente imposibilitada de acceder libremente a esa producción, o alternativamente obligada, para obtener una porción progresivamente decreciente de la misma, a integrarse en un sistema poco menos que esclavista.
Félix M.ª Martín Antoniano
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