Muchos niños crecimos impresionados por el relato del Éxodo adaptado en la película El príncipe de Egipto. La calidad de la música, superior en el doblaje castellano, el dibujo sencillo, la trama compacta, lo verifican.
El filme advierte que muchos elementos están adaptados, no es una representación exacta de la Historia Sagrada. Aunque fue criado en la corte egipcia, Moisés no fue príncipe; igualmente, nunca ignoró ni renegó de la pertenencia a su pueblo, aunque no fue circuncidado en la niñez (Éxodo, II, 3-10); su primer impulso político fue vengar y liberar a los israelitas («Siendo Moisés ya mayor, se preocupó por sus hermanos y entonces fue cuando comprobó sus penosos trabajos», Ex., II, 11), torpe pero conscientemente.
Otra adaptación, no exacta, es que no fue hermano del Faraón. Pero es un acierto didáctico, además de argumental, que la película exagere tanto su cercanía como su oposición. En ese antagonismo, vemos brillar claramente esa pugna de dos ciudades que marca la Historia, que es historia de gracia y de salvación.
Es preciso identificar claramente esas dos ciudades, con sus dos capitanes. No se nos puede escapar la sombra del moderno Israel presente en la dirección de la película. La pugna que marca la Historia no es la oposición entre los gentiles y los judíos. Sino la de los hombres justos contra los injustos, la ciudad o Iglesia de los que aman a Dios contra la de los que se aman a sí mismos: sinagoga, en lenguaje paulino.
El capitán de la ciudad de los justos es Cristo, que en tiempos de Moisés estaba aún prefigurado, prometido. El capitán de los réprobos, ya gentiles o ya judíos, es Satanás.
Es difícil acertar en todo. Esbozar con más claridad esta distinción esencial era cosa imposible para un filme con aquel planteamiento. Y es que la perspectiva de trasfondo es un mesianismo político. Por eso, además de elementos adaptados, el filme adolece de varias omisiones oportunas.
La primera que resulta llamativa es la ausencia de la recriminación de Israel contra el Señor y su profeta, cuando los hebreos están ante el Mar Rojo con el ejército del Faraón a la espalda: «¿Acaso no había sepulturas en Egipto para que nos hayas traído a morir en el desierto? ¿Qué has hecho con nosotros sacándonos de Egipto?», Ex., XIV, 11.
Este amargor veleidoso, el primero que soportará Moisés de unas gentes pedernalescas, sorprendió al profeta. Poco a poco, comenzó a desengañarse de la calidad de ese pueblo elegido, que mantenía un corazón suspicaz y tornadizo aun habiendo visto los milagros más señalados: «¿Por qué teméis? Estad firmes, y veréis la salvación que el Señor os otorgará en este día, pues los egipcios que ahora veis, no los volveréis a ver nunca jamás. El Señor peleará por vosotros, que vosotros no tendréis que preocuparos», Ex., XIV, 13-14.
Muchos episodios de infidelidad protagonizará el antiguo Israel. El peor consistió en la confección del becerro de oro (Ex., XXXII, 1) exigido a Aarón, cabeza del sacerdocio levítico. Éste se entregó rápidamente a la muchedumbre y le reclamó el «oro de las orejas de vuestras mujeres, de vuestros hijos y vuestras hijas», (Ex., XXXII, 2).
Nuestra película finaliza, no obstante, con la imagen de Moisés bajando del Sinaí con las primeras Tablas, contemplando la panorámica de un Israel alegre y festivo. No muestra, convenientemente, la apostasía del becerro. O cómo Moisés quebró las primeras Tablas ante la infidelidad del pueblo (Ex., XXXII, 19). O cómo Dios propone a Moisés destruir ese pueblo y hacer brotar del patriarca otro pueblo que sea leal (Ex., XXXII, 9-10). Esto último, con intención de que Moisés responda con magnanimidad, como hace, implorando por la posteridad de la que nació el Mesías.
La enseñanza del Éxodo, y el ejemplo de Moisés, es que esas dos ciudades cuya confrontación marca la Historia no son los gentiles y los judíos. Esas dos ciudades son la de los hombres que son de Dios y los que no. Dato evidentísimo al poner los ojos sobre el antiguo Israel, como en cualquier otro pueblo natural: el linaje no muda la naturaleza, todos somos hijos del yerro de Adán.
Pues resulta que aquel Israel es sólo el Israel de la promesa, que recibió la custodia de todo lo prometido. Sin embargo, Dios mismo se procuró el Israel verdadero, el Israel del cumplimiento. Que es su Santa Iglesia, y que custodia todo lo cumplido.
Roberto Moreno, Círculo Antonio Molle Lazo de Madrid
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