Subsidiaridad: la clave para una sociedad justa y libre

El principio de subsidiaridad, profundamente enraizado en el bien común y las virtudes teologales, tiene vastas implicaciones en todos los aspectos de la vida social

Retrato del Papa Pio XI

Introducción

El principio de subsidiaridad se erige como uno de los conceptos fundamentales en la doctrina social católica, entrelazando la rica tradición filosófica y teológica de la Iglesia con la vida práctica de las comunidades humanas. Desde la Edad Media hasta los tiempos modernos, este principio ha sido defendido como esencial para la organización justa y armónica de la sociedad.

En este artículo, exploraremos el principio de subsidiaridad desde sus raíces más profundas, vinculándolo con la idea del bien común y las virtudes teologales, para descubrir su poder transformador y su relevancia perenne.

El bien común y las virtudes teologales: fundamentos de la subsidiaridad

En la filosofía tomista, el bien común no es simplemente una suma de bienes individuales, sino un bien superior que unifica y perfecciona a cada persona y comunidad dentro de un orden divino. Santo Tomás de Aquino explica que «el bien común es aquello que todas las cosas buscan, pues cada ser tiende hacia su propio bien, pero siempre en relación con el bien de la comunidad a la que pertenece» (S. th., I-II, q. 90, a. 2). Este bien común es la manifestación de la armonía que Dios ha dispuesto para el universo, y es la meta hacia la cual deben dirigirse todas las acciones humanas.

Las virtudes teologales —fe, esperanza y caridad— son las fuerzas espirituales que nos guían hacia este bien común. La fe nos permite reconocer la verdad divina que ilumina nuestro camino; la esperanza nos sostiene en la búsqueda incesante de ese bien último que trasciende lo meramente temporal; y la caridad, la más elevada de todas las virtudes, nos impulsa a amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestros prójimos como a nosotros mismos, integrando todos los aspectos de nuestra vida en un único acto de amor hacia el bien común. Santo Tomás enseña que la caridad «es la forma de todas las virtudes» (S. th., II-II, q. 23, a. 8), ya que es a través del amor que se logra la verdadera unión con Dios y con los demás. Esta unión, reflejada en la comunidad, es el fundamento del bien común, pues no se puede concebir un verdadero bien común sin la caridad que nos vincula profundamente a nuestros hermanos.

La vinculación de la subsidiaridad con el bien común

El principio de subsidiaridad está intrínsecamente relacionado con el bien común porque respeta y promueve la dignidad de cada persona y comunidad, permitiéndoles participar plenamente en la vida social. En lugar de imponer soluciones desde arriba, la subsidiaridad reconoce la importancia de permitir que cada nivel de la sociedad realice sus propias tareas y responsabilidades en la medida de sus posibilidades, contribuyendo así al bien común. Santo Tomás argumenta que «la justicia es la virtud por la cual uno da a cada uno lo que le corresponde» (S. th., II-II, q. 58, a. 1). En este sentido, la subsidiaridad es una expresión de justicia social, ya que asegura que las personas y las comunidades reciban el reconocimiento y la autonomía que merecen en la estructura social. No es simplemente una estrategia de organización, sino un reflejo del orden natural dispuesto por Dios, donde cada parte tiene su lugar y función específicos.

El desarrollo del principio de subsidiaridad en la doctrina social de la Iglesia

El principio de subsidiaridad fue formulado de manera explícita por el Papa Pío XI en su encíclica Quadragesimo anno (1931). Pío XI afirmó que «es un grave error y una perversión del orden social el quitar a las personas y a las comunidades menores lo que pueden realizar por sí mismas y confiarlo a una sociedad mayor y superior» (Quadragesimo anno, n. 79). Esta declaración no sólo formalizó el principio dentro de la doctrina social de la Iglesia, sino que lo enmarcó como una necesidad moral para preservar el bien común y la dignidad humana en una sociedad cada vez más tentada por el centralismo y el autoritarismo. León XIII, en Rerum novarum (1891), había preparado el terreno para esta formalización al destacar la importancia de las asociaciones y la intervención limitada del Estado. Aunque no utilizó el término «subsidiaridad», León XIII defendió que «las asociaciones deben ser libres y voluntarias, y el Estado debe protegerlas sin absorberlas» (Rerum novarum, n. 35). Este enfoque es claramente precursor del principio de subsidiaridad, enfatizando la necesidad de respetar la autonomía y la libertad de las comunidades en la búsqueda del bien común.

Reflexiones contemporáneas sobre la subsidiaridad y el municipio

Pensadores como Danilo Castellano, Miguel Ayuso, Juan Fernando Segovia y Rafael Gambra han profundizado en la comprensión del principio de subsidiaridad, reconociendo su importancia no sólo como un principio organizativo, sino como una defensa esencial de la libertad y la dignidad humana en un mundo que a menudo olvida sus raíces espirituales.

Danilo Castellano subraya que «el principio de subsidiaridad, si no se fundamenta en la ley natural, puede ser fácilmente manipulado para justificar el centralismo y la tecnocracia». Para Castellano, la subsidiaridad es una manifestación concreta del orden natural en la sociedad, donde las comunidades naturales, como la familia, el municipio y las corporaciones, deben ser las primeras en recibir el reconocimiento y el apoyo. Miguel Ayuso argumenta que «la subsidiaridad debe estar intrínsecamente ligada a la doctrina del bien común, no siendo entendida como un simple mecanismo técnico de descentralización». Para Ayuso, la verdadera subsidiaridad respeta la jerarquía natural y la ley divina, asegurando que cada comunidad, puedan contribuir de manera plena y digna al bien común. Juan Fernando Segovia añade que «la subsidiaridad es un principio moral esencial que protege las libertades y las identidades comunitarias frente a las intrusiones indebidas del poder estatal». Según Segovia, aplicar correctamente la subsidiaridad implica un profundo respeto por las tradiciones y la cultura de cada comunidad, comenzando con el municipio, que es la célula básica de la organización social. Rafael Gambra, por su parte, destaca que «la subsidiaridad no es simplemente un mecanismo político, sino una expresión de la justicia social que respeta la naturaleza de las instituciones y su lugar en el orden moral». Gambra enfatiza que la subsidiaridad es fundamental para la preservación de la libertad y la autonomía de las comunidades naturales, como los municipios, protegiéndolas de las presiones del centralismo y la modernidad que buscan destruir la diversidad y la riqueza cultural.

Aplicaciones prácticas y conclusión

El principio de subsidiaridad, profundamente enraizado en el bien común y las virtudes teologales, tiene vastas implicaciones en todos los aspectos de la vida social.

En la política, sugiere que los municipios deben tener la autonomía necesaria para gestionar sus asuntos, mientras que el gobierno central debe intervenir solo cuando sea estrictamente necesario. En la economía, apoya una estructura que fomente la iniciativa local y la pequeña y mediana empresa, respetando la dignidad de los trabajadores y los empresarios. En la educación, defiende el derecho de las familias a elegir la formación de sus hijos y a participar activamente en la gestión educativa. Como nos enseña Santo Tomás de Aquino, «cada parte del todo tiene su propio bien, pero este bien particular contribuye al bien común, y por eso las partes deben ser respetadas en su autonomía» (S. th., I-II, q. 90, a. 2). La subsidiaridad, cuando se aplica correctamente, no sólo es un principio de justicia, sino una manifestación del amor cristiano, que reconoce y honra la dignidad de cada ser humano creado a imagen y semejanza de Dios. Este principio, al ser entendido y aplicado con profundidad y fervor, protege la libertad, fomenta la paz y nos guía hacia una sociedad verdaderamente justa, donde el bien común es alcanzado y vivido en plenitud.

Oscar Méndez Oceguera, Ciudad de Méjico

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