Confieso que el modo de afrontar la crisis que sufre y padece la Iglesia ha sido objeto frecuente en mis reflexiones. Quizá se haya agudizado recientemente por diversos motivos. Junto con los signos de recuperación, que algunos exageran y otros no aciertan a enjuiciar con rectitud, afloran nuevos errores que, incorporados, hacen cuestionarse la integridad de la timidísima recuperación. Quisiera centrar las líneas que me propongo torpemente hilvanar en torno a esta cuestión.
El II Concilio del Vaticano supuso, como se ha demostrado, un hecho histórico de penosas consecuencias. Los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI quisieron moderar con ropajes clásicos la revolución incoada directamente por los modernistas más radicales, que sembraron en los textos conciliares la cizaña que hoy sofoca lo poco que queda de trigo. Por otro lado, la resistencia al modernismo quedó muy fragmentada. Francia, de la mano del arzobispo Lefebvre, fue el campo de batalla de un tradicionalismo fuerte en liza con una jerarquía eclesiástica marcadamente revolucionaria. El mundo hispánico quedó teñido de infelices hechos que fragmentaron la resistencia, tales como el clericalismo en la península o el afloramiento de grupos de reciente fundación, disfraz tradicional y modos sectarios. Un tercer sector, aparentemente fructífero y que merece explicación propia, fueron los Estados Unidos.
Éstos se nos plantean en la actualidad como modelo de acción en el apostolado tradicionalista, lo cual no es nada nuevo; ya León XIII formuló en enero de 1899 su Testem Benevolentiae dirigida al cardenal James Gibbons, contra la tentación americanista. No obstante, el supuesto despertar tradicionalista gringo parece no sólo estar preñado de este error político y teológico, sino que desde la supremacía de la eficiencia –idolatría tan esencialmente estadounidense– pretende exportarlo al tradicionalismo católico universal.
Así las cosas, los grupos tradicionalistas católicos presentan hoy un ramillete de características que es menester exponer y refutar. Primeramente, no podía faltar la dimensión política del americanismo. La neutralidad política pareciera ser la bandera del éxito tradicionalista, colocando bajo el ídolo de la «unidad» los principios más elementales de la política católica. De esta forma, el tradicionalismo sería la «casa común» de una infeliz heterogeneidad que va desde el libertarismo hasta el nazismo, pasando por el grueso de todos los conservadurismos y sus transformaciones o descomposiciones. La llamada «acción» de los católicos tradicionales se ve, pues, asaetada por dos extremos que la sofocan a modo de tenaza: la descomposición en grupos ajenos entre sí que confunden la unidad con la coexistencia, y —muy americanista— la anulación de todos ellos en un marco común.
Por otro lado, la justificación del americanismo político es, si cabe, todavía más nociva, pues se formula desde el americanismo teológico. En este caso, la acción de la gracia queda sometida a la eficacia de la acción, y los órdenes natural y sobrenatural confundidos en un naturalismo que preña todo el razonamiento. Los católicos tradicionales, se nos dice, han de olvidar estas rencillas para permanecer unidos en «lo sustancial». De esta forma, los americanistas plantean que el plano de lo sagrado, que implica la asistencia al templo para la santificación, se lee con lentes profanas. Me explico: los cristianos acudimos al templo para pedir la gracia que sane nuestras imperfecciones y nos permita crecer en perfección; a través de la Iglesia como sociedad visible participamos de los sacramentos, que nos conceden, según nuestras disposiciones, la gracia divina.
Ahora bien, la unidad en el templo, leyéndolo a través de las lentes americanistas, responde a otra realidad. La inexistencia de comunidad política estricta, rectius su subsistencia, en el esquema americano concibe la «comunidad» como su sustitutivo. Los estadounidenses, pues, se unen en sus «comunidades» religiosas como sustitutivo de la sociabilidad natural, pues la relación con ésta es parasitada por el asentimiento al ordenamiento jurídico estatal a través de la tolerancia y la unión al Estado como marco común (lo que explica la devoción por la bandera o el himno en el universo gringo). El americanismo «tradicionalista» participa de este esquema, pretendiendo hacer de sus capillas y familias un subproducto que camufle la inanidad de una auténtica comunidad política. Entendámonos, la capilla o el templo son lugares sagrados de adoración y santificación, no antesalas de clubs o planes de campo.
Es lógico que la adoración en comunidad puede favorecer amistades personales, como cualquier actividad que el hombre realiza en comunidad. Afirmar, sin embargo, que la condición de «tradicionalista» conduce a la pertenencia a la «comunidad» de la que derivan desde las amistades a los noviazgos pasando por las aficiones es una lectura naturalista y americanista de la acción salvífica de la gracia. La «unidad» en estos grupos poco dista de la disciplina hermética tan ajena a cualquier comunidad natural.
El tradicionalismo hispánico, por el contrario, ha simbolizado la negación de esta concepción carismática y americanista del tradicionalismo. La convicción del apostolado político y la fuerza del tradicionalismo de esta naturaleza, esto es, el carlismo en el mundo hispánico, han operado como vacuna a estas lecturas extranjerizantes. El apostolado político nos recuerda el deber de militancia de los seglares «en el siglo», tal y como señala la raíz etimológica del término. La gracia santificante nos ayuda en este combate sobre el que se nos pedirá cuentas que no podemos camuflar con el tiempo invertido en convertir a los seglares en clérigos exclusivamente preocupados de asuntos que no les conciernen. Demos, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, recordando que el César pertenece a Dios y no al «Tío Sam».
Miguel Quesada, Círculo Cultural Francisco Elías de Tejada
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