Lo bueno de vivir en el siglo más progresista desde que se inventó el Progreso (o sea, desde antes de ayer, como quien dice), es que hoy en día casi todas las enfermedades se pueden tratar y curar fácilmente con una u otra pastilla. Pero es que, incluso, las enfermedades del alma, como el conocido wokismo rampante o SHIDA (Síndrome de la Historicidad-Deficiente Adquirida, en su denominación científica) pueden también curarse con una pequeña pastilla; o con mucha pasta, en los casos más graves. Acabamos de comprobarlo: un gravísimo brote de esta siniestra enfermedad, con una prevalencia singular en los antiguos Condados Catalanes, con una sintomatología que va desde la catalanización de Santa Teresa hasta la fobia irracional a los «pueblos mesetarios con baches genéticos», ha sido curada con rotundo éxito en una parte importante de ERC. ERC (Elenco de Ratafistas Contumaces) es el nombre técnico del grupo de valientes ratas de laboratorio que el Hospital Universitario PSC (Plan de Socialización del Cupo) ha curado casi completamente de sus delirios separatistas y de sus alucinaciones colectivas de superioridad racial con una poderosa pastilla de varios miles de millones de euros.
La medida, no exenta de polémica, ha suscitado vivas reacciones a la izquierda y a la derecha. Por su parte, la gente de bien, antes de entrar a hacer valoraciones, ha tenido la prudencia de preguntarse si procede o no procede denunciar el «cupo catalán». Los hechos son los siguientes:
Hay un señor de SUMAR, probablemente el único, que, dicen, sabe sumar haberes y deberes (aliis verbis, el «gurú económico de Yolanda Díaz», pero a mí no me gusta definir a las personas como si fuese relaciones: ése es un privilegio de la Santísima Trinidad). Ese señor, digo, está muy disgustado con el plan catalán y, consecuentemente, a las gentes de bien nos parece prudente pensar que, lo que disgusta a los sumandos debe ser motivo de alegría para el resto.
Nos pasa lo mismo con la furia desatada en las filas del Partido Popular y de su gemelo malvado VOX: lo que disgusta a la gente que piensa que Feijoo (líder del PNV de Galicia y, secundariamente, el mejor aliado político con el que Pedro Sánchez podría soñar) podría ser un buen presidente del Gobierno español, casi necesariamente debería gustarnos a los que tenemos dos dedos de frente.
Por otra parte, a la mayor parte del PSOE, la cosa le parece bien. Y no necesitamos explicar que, lo que al PSOE le parezca bien es, casi sin excepción concebible, contrario a la moral, a la fe, a la razón, al sentido común o a todas esas cosas a la vez.
La confusión es mayúscula; como mayúscula es la «I» en la palabra «pastIlla», cuando quien la escribe son los socialistas catalanes. Por eso, lo que conviene hacer, ante todo, es profundizar en la propuesta de convertir a Cataluña en un Estado dentro del Estado que no invierte sus enormes impuestos en pagar la indolencia, la pereza y la improductividad de extremeños y andaluces (como dijo Artur Mas), o de los inmigrantes ilegales de aquellas regiones; sino única y exclusivamente, las de los propios catalanes y de sus propios inmigrantes.
Y resulta que, en un examen serio de las cuestiones que están sobre la mesa, (si serio puede ser un examen de algo sobre lo que la propia ministra de Hacienda y vicepresidenta del Gobierno no ha dado dos definiciones iguales), el cupo catalán se parece sospechosamente a un cupo, pero, además, catalán. Y eso es algo que, más allá de ideologías de izquierdas, de derechas, de neofascismo de morrión oxidado, de social-comunismo de peluquería y prensa rosa, ataca directamente a uno de los pilares de nuestra actual Democracia ―la buena, la única, la de 1978― que es el único sistema político que ha permitido que España se gobierne sin genocidios desde que nuestros primeros antepasados pintaran Atapuerca. Ese pilar es el de la supremacía de la raza vasca: el del cupo negociado en las urnas, en las comisiones y en las ponencias por el PNV y en las cunetas, en las morgues y en los desguaces por ETA.
El único privilegio económico de alcance regional que puede tener razón de ser en la neo-España del siglo XXI es el que confirma la supremacía de la raza aria de Euskadi sobre los pueblos con baches genéticos de la meseta y, sí, también, del bajo Ebro y zonas colindantes. La cuasi independencia económica es el privilegio inmemorial del pueblo vasco, que resistió siempre a las legiones romanas, a los reyes de Navarra, de Castilla y de Francia y que sólo fue efímeramente sometido a los perversos intereses centralizadores de Madrid por Franco. El invicto pueblo catalán deberá buscar otro reconocimiento, político o crematístico, a su singularidad histórica que no pase por imitar al pueblo vascongado: «El cupo vasco no se toca». No lo digo yo, ni lo duce Urkullu. Lo dice el PP. Y no le falta razón. El medicamento es un error mayúsculo, como también es mayúsculo el Síndrome.
Síndrome es el nombre artístico (o comercial) de un crío resentido metido a superhéroe que un Mr. Increíble con muy poco tacto decidió expulsar de su «Súper-vehículo»; porque Mr. Increíble «trabaja solo». Aquel crío, furioso por la traición de su otrora ídolo, decide dedicar su vida y sus innegables talentos al servicio de una causa mucho más ambiciosa que la destrucción de los superhéroes uno por uno: Síndrome decide acabar con la idea misma de súper-heroicidad por el expediente, sencillo en teoría, de igualar por arriba a todos los ciudadanos, es decir, de convertirlos a todos en superhéroes.
En el inevitable pasaje de la película Los Increíbles (inevitable porque todos los grandes villanos de ficción sienten siempre la insuperable necesidad de explicar detallada y soberbiamente sus planes a sus enemigos) en el que Síndrome da cuenta a Mr. Increíble de sus siniestros planes, le hace saber que ha ideado una serie de ingeniosos mecanismos que le convierten en un superhéroe (resulta evidente que él no lo es por méritos genéticos); Síndrome ha creado un gigantesco y maligno robot que va a enviar a la ciudad, donde desencadenará un terrorífico apocalipsis de destrucción que sólo él (Síndrome) logrará detener, gracias a sus demás inventos. Así, logrará convertirse en un superhéroe mucho más célebre y admirado que su odiado Mr. Increíble; cuando se aburra de hacer el héroe, prosigue, comenzará a ofrecer al público todos esos ingeniosos mecanismos «y -sentencia- cuando todo el mundo sea súper, nadie lo será».
Los políticos del PNV, los más al cabo de la calle en este país (y quizá también algunos miembros avispados del PP vasco) han visto Los Increíbles y han aprendido una valiosa lección. Los vascos, aunque hace mucho que han perdido los superpoderes que justificaban, antaño, un tratamiento diferenciado en el conjunto de la Monarquía Católica (a saber, una inquebrantable lealtad al Trono y al Altar, un temperamento emprendedor y aguerrido que los llevaba a cazar ballenas en Islandia y a descubrir y conquistar las Filipinas, a evangelizar México y a defender Cartagena de Indias, etc.), se agenciaron, con el último cambio de régimen, una pastilla en forma de millones de dinero público que les convertía, ante el ojo inexperto del conjunto de la ciudadanía española, en lo más parecido a un superhéroe político y social de nuestro panorama nacional. Todo el mundo sabía que el cupo vasco no era ningún fuero y que no se justificaba en virtud personal ni colectiva alguna, pero daba el pego y eso bastaba para que ETA matara un poco menos y para que el PNV se contentase con recoger las nueces sin atizarle al árbol. Y eso siguió bastando, también, para que el pueblo vasco, que nunca renunció ni a su superioridad racial ni a su soberanía inmanente, no se entregase a vanos delirios plebiscitarios, votando en un supuesto referéndum la libertad e independencia de Euskal Herria.
En el conflicto vasco, en la guerra sin cuartel que grupos terroristas del Estado español como la Guardia Civil y el Poder Judicial han llevado a cabo con secuestros, extorsiones, coches bomba y balazos en la nuca contra los inocentes sembradores de paz de ETA, un grupo de inteligentes y bienintencionados políticos vascos lograron cimentar una paz duradera en la que las quejas de los disidentes se ahogan con dinero público y con el conocido soniquete de la «singularidad del sistema vasco de financiación». Lo que no es permisible, lo que no es tolerable, lo que resulta contrario al más evidente buen juicio y a la más elemental justicia histórica y territorial, es que la labor infatigable del PNV y de sus satélites, y de ETA y sus víctimas, sirvan, además, para prorrogar dichos privilegios al pueblo catalán. Que será demócrata, sin duda, y que también tendrá una crónica de lucha heroica contra el fascismo castellano, ciertamente. Pero que no es el pueblo vasco de pura raza aria.
La receta de la «autonomía para todos» pareció dar un respiro a las reivindicaciones identitarias más memas en los años 80. A lo mejor, el proyecto a largo plazo y a gran escala del Gobierno de España es el de la insolidaridad autonómica general, y, así,
«Cuando todo el mundo tenga cupo, nadie lo tendrá».
G. García-Vao
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