En tiempos de confusión intelectual y moral, se ha erigido un mito que envenena las conciencias y que se difunde como dogma en las aulas de Occidente: la Carta Magna de 1215. Este documento inglés, elevado a la categoría de obra cumbre del «progreso», es celebrado como la primera gran limitación al poder absoluto de los monarcas. Nos dicen que gracias a él se inició la senda hacia el reconocimiento de la ciudadanía constitucional, la libertad y la justicia. Pero esta afirmación, repetida sin crítica en los círculos liberales, no resiste el peso de la historia y de la verdad. Si se compara con el sistema foral español, se revela la insuficiencia y el peligro de aquel pacto inglés, cuyas consecuencias fueron tan devastadoras como invisibles a los ojos de muchos.
El engaño de la Carta Magna
La Carta Magna es presentada como el primer límite al poder absoluto del monarca, una afirmación que delata un examen superficial. Lejos de ser un documento de justicia, este pacto meramente pragmatista fue un acuerdo entre el rey Juan sin Tierra y un grupo de barones para asegurar sus privilegios feudales. No buscaba el bien común, sino la defensa de intereses particulares, revestidos con la aparente intención de controlar los abusos reales. Este acuerdo, circunscrito a establecer sistemas de control fundados en estos intereses, no contenía ningún fundamento moral trascendente, sino que fue simplemente una cuestión de conveniencia. No fue la nobleza movida por principios religiosos o por un deseo de orden justo, sino por la necesidad de equilibrar el poder del rey con sus propias ambiciones.
Lo más alarmante de este mito es que se ha pasado por alto que, siglos antes de la Carta Magna, ya existían en la península ibérica los fueros, verdaderos pactos basados en la ley natural y divina, que limitaban el poder del monarca no por intereses de un grupo, sino para garantizar la justicia y el bien común. Mientras la Carta Magna se enfoca en un acuerdo universal dentro del territorio inglés, los fueros hispánicos eran pactos concretos, particulares para cada comunidad, con un respeto profundo a las tradiciones, costumbres y características propias de cada sociedad menor. Y, lo que es más importante, estaban enraizados en el orden espiritual y en la unidad católica, de modo que no solo limitaban el poder político, sino que también lo orientaban hacia el cumplimiento de la ley divina.
La deriva liberal y la soberanía parlamentaria
Con el tiempo, la Carta Magna sentó las bases de un proceso mucho más peligroso: la progresiva usurpación de la soberanía por parte del Parlamento. Este pacto original entre monarca y nobleza se convirtió en el embrión del constitucionalismo liberal, donde el Parlamento, y no Dios, se convirtió en el verdadero legitimador del poder. Ya no se trataba de una autoridad delegada por Dios, como siempre lo entendió la Cristiandad hispánica, sino de una autoridad legitimada por las instituciones terrenales. Así, la semilla de la revolución fue sembrada: la soberanía dejó de pertenecer a Dios y fue arrebatada por el hombre, representado en el Parlamento.
Este proceso culminó con la ruptura de Enrique VIII con la Iglesia Católica, un acto de rebeldía sancionado por el mismo Parlamento. Aquí se vio con claridad la consecuencia natural del sistema nacido de la Carta Magna: si el poder del rey, de derecho divino, está sometido al Parlamento, entonces este es la fuente última de poder, y entonces también puede erigirse como autoridad para legitimar una separación de la verdad revelada y la ley natural. Fue precisamente este desplazamiento de la autoridad divina hacia el Parlamento lo que permitió a Inglaterra separarse de la Iglesia, legitimando una decisión que jamás hubiera sido concebible bajo el sistema hispánico, donde el trono y el altar permanecían unidos en la defensa de la verdad eterna.
Los fueros: expresión de la justicia y el orden natural
En contraste, los fueros hispánicos, que datan de tiempos mucho anteriores, por lo menos del siglo IX, fueron una manifestación del orden natural y del pactismo cristiano. Los fueros no nacieron de acuerdos pragmáticos o coyunturales, sino de un profundo entendimiento de que el poder político debe estar subordinado a la ley de Dios y al bien común de las comunidades cristianas. Muchos de los primeros fueros tuvieron como propósito fundamental el poblamiento de los territorios reconquistados, en una comprensión de la evangelización y la conquista del territorio en lógica de cruzada, donde el fortalecimiento de los reinos cristianos era inseparable de la defensa de la fe. Lejos de ser simples limitaciones al poder del rey, los fueros representaban la armonía de la autoridad con las necesidades particulares de cada reino o comunidad. Se ajustaban a la realidad concreta, respetando la identidad y autonomía de los diversos pueblos, siempre dentro del marco de la unidad católica.
Cuidémonos por tanto de tergiversaciones anacrónicas. El tradicionalismo político hispánico no defiende una limitación del poder del rey por mero rechazo al absolutismo. No es una cuestión de poder por el poder, como en el caso inglés, donde el Parlamento se erige sobre el rey y, con el tiempo, sobre Dios mismo. El carlismo, por el contrario, ha defendido siempre un gobierno que esté arraigado en la verdad, un gobierno que, si bien puede estar limitado en ciertos aspectos, lo está siempre en función de las exigencias del bien común y del orden natural, que se manifiesta en cada sociedad concreta. Es un gobierno santo, no meramente teórico, porque no responde a ideologías abstractas, sino a la realidad viva y palpable de las comunidades cristianas, tal como lo hacían los fueros.
La traición del liberalismo y el relativismo moral
La lógica que dio vida a la Carta Magna y, más tarde, al constitucionalismo liberal, ha desembocado en el relativismo moral que hoy impera en las naciones postmodernas. En la cristiandad y en el tradicionalismo hispánico, solo Dios es soberano, y toda autoridad humana debe reconocer y someterse a Su ley. Sin embargo, en la Carta Magna se reconoce implícitamente una soberanía del Parlamento, lo cual, ya desde entonces, representaba un cambio fundamental. Este desplazamiento desembocaría, durante la Ilustración, en el concepto de la soberanía del pueblo, representado en el Parlamento, que se erige como árbitro del bien y del mal. Al arrebatar a Dios la soberanía y transferirla a las manos de los hombres, las leyes ya no están orientadas hacia la verdad y la justicia, sino que se amoldan a los caprichos del poder secular. Hoy, las democracias liberales se caracterizan por aprobar legislaciones antivida y antifamilia, que pisotean sin miramientos la ley natural y contradicen el orden querido por Dios. Las aberraciones que sufrimos en la legislación actual, como el aborto, la eutanasia y el matrimonio antinatural, son consecuencia directa de haber erigido al Parlamento como árbitro de la moral, olvidando que solo Dios es el único y verdadero legislador.
Frente a este caos, es urgente recordar el modelo hispánico, basado en la justicia divina y no en el consenso humano. Los fueros son testigos de una sociedad que supo ordenar su vida política y social conforme a las verdades eternas, mientras que el modelo inglés, con su inclinación hacia el poder del Parlamento, abrió la puerta a la secularización y al relativismo que hoy corroen las entrañas de las naciones.
Los fueros no solo limitaban el poder del monarca, sino que lo hacían desde una comprensión profunda del bien común y la ley natural. No para corromper la corona, como sucedió en Inglaterra, sino para fortalecer un reino que, arraigado en la fe católica, supiera servir a Dios y a las almas, tal y como lo exige la justicia.
¡Por Dios, la Patria y el Rey: que vivan los Fueros de las Españas!
Javier Gutiérrez Fernández-Cuervo, Círculo Tradicionalista Leandro Castilla.
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