No sólo los fuegos de la ira divina consumirán este mundo. También la calentura lamerá nuestra carne devorándola hasta la ceniza. Los pecados que azotan el mundo serán barridos, y lo mismo los que hollaron nuestras vísceras, nuestros ojos, nuestros labios.
La enseñanza escatológica es útil al cristiano no sólo para prepararle ante los últimos tiempos. Efectivamente, puede ser que nos toque vivir el Juicio Final. Pero, lo vivamos o no, todos tendremos nuestro juicio particular. El Señor pondrá nuestro corazón en la balanza, juzgará si verdaderamente le amamos.
O, por el contrario, su mirada dulce se volverá adusta al observarnos y confirmar si idolatramos los placeres, o las riquezas, o los honores del mundo, o alguna criatura, o a nosotros mismos.
Por eso es útil conocer las postrimerías, porque también a cada uno nos espera nuestra postrimería. Y como no conocemos el momento de la Parusía, tampoco sabemos «ni el día ni la hora» de nuestra muerte (Mateo XXV, 13). Mientras vivimos, el Señor está a la puerta y llama (Apocalipsis III, 20). Pero no siempre: el Dios que prometió la gracia no prometió el tiempo.
El deber para con la fe no es sólo alcanzarla, sino custodiarla, defenderla. «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿hallará fe sobre la faz de la Tierra?», (Lucas XVIII, 8). Cuando venga el Señor a pedirnos cuentas de nuestra vida, ¿hallará fe en nuestro corazón? ¿Qué habremos hecho de nuestros talentos?
Ser conscientes de nuestra fragilidad nos hace trabajar la firmeza. Saber que somos fluctuantes hace que cultivemos unas devociones constantes. Velad y orad, para que no os sorprenda el enemigo en vuestra debilidad (Mateo XXVI).
Porque así como las potestades que resisten al mal caerán (Tesalonicenses II, 6), también el vigor y la fuerza de nuestro cuerpo, que contienen la muerte, serán sobrepasados. Y quizá no sólo las fortalezas físicas, sino que las fuerzas de nuestras facultades superiores flaquearán o incluso capitularán. La claridad de nuestro juicio, que parece un derecho inexpugnable, puede llegar a evaporarse como un fósforo.
En esos momentos finales, con nuestras entrañas deshaciéndose y amagando gusanos, la calavera marcándose para relevar al rostro, los ardores recorriendo nuestra piel y anunciando infierno, vendrá lo más severo. Leemos en los novísimos que los falsos profetas tendrán poder para engañar incluso a los fieles, si se les permitiese, y ni estos soportarían los últimos tiempos si se alargasen demasiado (Mateo XXIV, 22-24).
Preparémonos y pidamos que tampoco nuestro final se dilate mucho, y roguemos al Señor que no nos abandone en ese trance. Que éste, como el fuego apocalíptico, sea crisol purificador que nos hornee para Cristo. Dispongámonos abandonándonos fielmente a su Providencia, pidiendo con confianza: Él no desprecia un corazón contrito ni abandona a sus leales.
Roberto Moreno, Círculo Antonio Molle Lazo de Madrid
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