Hace tiempo que diversas obligaciones me impiden comparecer en estas páginas todo lo que me gustaría. Interrumpo mi retiro, sin embargo, para no dejar sin comentario un artículo reciente del exministro Jorge Fernández Díaz publicado en La Razón.
Pluma en ristre, nuestro exministro, hoy columnista, quiere lamentar el «dislate de Mislata» por el que el Ayuntamiento de dicha población, con el apoyo del Partido Popular, ha eliminado de su callejero los nombres de Antonio Molle Lazo, Víctor Pradera y el Obispo Manuel Irurita (del primero se olvida Fernández Díaz, por cierto) en aplicación de la ley de memoria democrática, mientras mantiene, en cambio, los nombres de Dolores Ibárruri o Ernesto Che Guevara. El exministro no es el único político de la derecha conservadora que ha lamentado la noticia, que ha causado un ruido considerable en redes sociales. Ciertamente que la medida en cuestión es digna de reproche y no creo que haga falta explicar a los lectores carlistas de La Esperanza la significación de los nombres retirados del callejero mislatero.
Pero es hilarante que el exministro Jorge Fernández Díaz diga que «esa actuación y esa ley, el Partido Popular tiene el deber de derogarlas nada más estar en condiciones de hacerlo». Y yo me pregunto —y le pregunto a él también— si acaso su partido no estaba en condiciones de derogar la entonces ley de memoria histórica (el cambio a «democrática» ha sido para bien, pues tiene más de democrática que de histórica) cuando formó gobierno con mayoría absoluta contando con él para ocupar una cartera ministerial.
Aunque no necesito una respuesta leyendo lo que escribe a renglón seguido: hay que derogar la Ley, según nuestro exministro, «por ser una auténtica enmienda de totalidad al espíritu de reconciliación nacional que inspiró la vigente Constitución de 1978». Es evidente que el PP y, con él, Fernández Díaz, no estaban entonces, ni están ahora, ni probablemente estén jamás en condiciones de derogar dicha ley si creen que el problema está en enmendar el espíritu de reconciliación nacional que supuestamente inspiró el bodrio constitucional.
Obviando la contradicción que supone que una ley perfectamente constitucional esté en contra del «espíritu» de la Constitución —con ella ocurre lo mismo que con el Concilio Vaticano II, pero a la inversa: los conservadores se han quedado con el espíritu y los progresistas con la letra—, a nuestro querido exministro no parece importarle algo mucho más elemental: la historia y, con ella, la verdad, que es el único cimiento sobre el que se puede construir toda verdadera reconciliación.
Ese es el problema de la derecha (en VOX el panorama no es más alentador). Han asumido el marco mental que el Régimen del 78 ha impuesto con su fraseología. La «democracia que nos hemos dado» es un sainete decorado con atrezo de cartón piedra en el que las palabras «consenso» y «reconciliación» se mueven a golpe de tramoya, mientras la verdad y la justicia se ocultan entre bastidores.
Si la transición es, en palabras del maestro Francisco Canals, «una serie sistematizada y artificiosamente orientada de mentira histórica, política y cultural», es forzoso reconocer que la expresión jurídica más acabada de esa mentira es la Constitución de 1978 y que las leyes de memoria histórica y democrática son sus lógicas consecuencias. Forman parte de un mismo proceso de resignificación de nuestro pasado que comenzó mucho antes de lo que cree el exministro Jorge Fernández Díaz y quienes como él piensan.
Manuel Sanjuán, Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella
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