Los Cien Mil Hijos del Tribunal de Justicia de la Unión Europea

Como pedirle a los que nos trajeron el liberalismo y la revolución que vengan a llevárselo

Logo del TJUE y Carles Puigdemont.

No vamos a fingir que la carrera armamentística entre los dos principales contendientes de las elecciones presidenciales de los Estados Unidos no nos parece importante. Es sumamente importante, tanto más cuanto que todos los países de Occidente se juegan mucho. Washington es nuestra metrópolis colonial, algo que no deberíamos olvidar. Pero como aún faltan luengas semanas para que las cosas comiencen a ponerse serias; y como todo el mundo sabe que Kamala Harris es Satán vestida de satén, no nos parece que haya mucho más que añadir. Además, para hacerse una idea de lo que este columnista pueda pensar de su rival, basta con que lean Mil Mileis: el esquema del loco al volante se reproduce con escasas diferencias a un extremo y otro del istmo de Panamá.

Cumplido este penoso deber de reconocer, una vez más, que los occidentales somos tan súbditos de la Casa Blanca como los granjeros de Indiana (que se lo digan a los siempre independientes y antiamericanos franceses, que se han dado un festín de ideología woke con café, copa y puro en los JJOO), pasemos a asuntos más interesantes: la derecha española.

La derecha española sólo aventaja a la izquierda española en una cosa. Pero ahora mismo no nos acordamos de qué, así que pregúntennoslo la semana que viene.

La derecha española, como la izquierda, —tanto las parlamentarias como las que actúan en sede judicial, que también existen— tiene un grave problema con la soberanía. Con la soberanía auto proclamada de ciertos elementos rojo-separatistas de los antiguos Condados Catalanes; que es problemática, pero también ridícula y de curación fácil con una dosis lo suficientemente abundante de Historia y de sentido común. Y, sobre todo, con la soberanía de los diversos poderes del Estado español. Soberanía que proclama con mucho empaque la Constitución de 1978 y que echa por tierra con su frío y burocrático estilo bruselense el Tratado de Maastricht (entre otros).

A la derecha, como a la izquierda, les gusta tener razón. Y, cuando no la tienen, que suele ser casi siempre, les gusta muchísimo que se la den. Les entusiasma que el pueblo español les dé, para su sorpresa, la razón en las urnas; les fascina que el aparato judicial les dé la razón en sus sentencias. Aunque, en este caso, sin sorpresa alguna, en el momento en el que se trate de alguna alta instancia jurisdiccional, nombradas todas a dedo congresístico. Y, cuando las instancias nacionales no sirven, hacen como que se conforman con que las instancias internacionales les den la razón. Conformidad fingida, claro: enemigos como son de la soberanía nacional, nada hay que les complazca más en su vil y ruin desprecio de todo lo que es español y bueno que un valeroso juez, politicastro o intelectual de relumbrón transpirenaico les diga que tienen razón.

La derecha española, como la izquierda, son como Fernando VII.

Hago un paréntesis programático: no sé cuál es la génesis ideológico-etimológica de la palabra, ni si los primeros en utilizarla fueron pensadores tradicionales y católicos de hace no sé cuántos siglos que tal vez cuenten con el carné de «Tradicionalista químicamente puro», que algunos, últimamente, han dado en repartir, con más descaro y alegría que utilidad y oportunidad. Si no se trataré de un vocablo de raigambre tradicional, adecuado en la boca y en la pluma de un signatario carlista (que dignatarios, ya van quedando muy pocos), diré que lo uso por ser más conocido y más corriente que otros sinónimos de muy alambicada sinonimia y porque uno escribe para un público que sabe leer el castellano leal, sin estar seguro de que comprenda en toda su fecunda espesura el castellano jurídico-filosófico que, si uno supo, ya hace tiempo que ha olvidado. «Soberanía», para lo que nos ocupa, es la autoridad suprema sobre un cuerpo político; soberanía que quizá no predicaran ni cultivaran los Reyes carlistas de antaño y de la que quizá no gozó jamás la católica Reina Doña Isabel, por ser vocablo liberalón y afrancesado. Pero que es la que reclaman los independentistas catalanes y de la que se envanecen los diversos poderes del Estado español, porque la Consti dice que son soberanos, aunque el Tribunal de justicia de la Unión Europea (TJUE) diga que tampoco es para tanto.

Y, por otro lado, yo no sé si los carlistas debemos tener una posición firmemente favorable a los Cien Mil Hijos de San Luis y a Fernando VII, que no era capaz de mantenerse en el trono de sus mayores sin el apoyo sanguinario del memo de su primo Luis XVIII y de sus zuavos jacobinos reconvertidos en monárquicos por obra y gracia de Monseñor-Monsieur de Talleyrand-Périgord. Pero a mí no me caen bien ninguno de esos señores y, a riesgo de incurrir en la pena de ex-Comunión-Tradicionalista laeta sententiae [sic, que a algunos nada les gusta más que la limpieza de linaje carlista, del que ni presumo, ni he presumido, ni presumiré nunca], osaré decir que, si los voluntarios realistas de 1822-1823 no podían vérselas con los liberales, más nos hubiese valido una España liberal que una España francesa. Que tanto monta, por otra parte…

Volviendo al que se supone que es nuestro tema, a la derecha española los voluntarios anti amnistía no le han dado las satisfacciones que esperaba. Ni las veleidades catalanófilas del PSOE han puesto a Feijoo en la Moncloa, ni las humillantes claudicaciones del Estado central en Cataluña han provocado la catarata de rebeliones entre los «socialistas de bien» (un oxímoron del calibre de «populares de luces largas») que el PP esperaba. Los diversos recursos contra la Ley de Amnistía no parecen tener grandes esperanzas de prosperar, con un TC copado por magistrados que le deben la bolsa (y, probablemente, la vida también) a Pedro Sánchez.

No importa. Las decisiones sabiamente tomadas por el Congreso de Estrasburgo, en el que se reunieron todas las potencias europeas para poner fin a las veleidades de los Estados europeos individualmente considerados, prevén que una instancia supranacional superior a todas las instancias nacionales, por «Supremas» que éstas se pretendan, resolverá los más espinosos asuntos que la aquilatada experiencia de las diversas jurisdicciones nacionales en examinar las intrincadas sutilezas del derecho propio no puedan enfrentar. La Unión Europea ha sentado un principio fundamental, que todo el que sostiene su sistema acata con una afectación de orgullo patrio tan entrañable como patética: un juez finlandés, uno búlgaro y uno chipriota poseen una autoridad natural, europea y hasta divina, en lo que a la recta interpretación del derecho interno español se refiere: «¡Que sentencien ellos!». (¡Sí! ¡Pero no a nosotros!).

Así pues, valientes hijos de la patria española, una e indivisible: no temáis. La UE parece mostrarse contraria a la amnistía y el TJUE ya ha dado los primeros vagidos de fallo contrario a esta sinrazón socialista. El PP y VOX se regocijan: ¡viva Europa y muera Ferraz!

De lo que nadie parece o de lo que nadie quiere darse cuenta, es de que, si hemos llegado hasta aquí, a leyes de amnistía enredadas en intrincadas madejas de internacionales manejos con fugados ginebrinos y bruselenses es, precisamente, gracias a Europa. La misma Europa que nos persuadió a todos de que la «Euroorden» de detención, sería tan exquisitamente acatada por los países Serios, Respetables y Progresistas del norte, como se le exigía a los Pobres, Católicos e Ingobernables países del sur que la acataran. La misma Europa que, cautivando a Puigdemont, cautivó a todo el juristerío internacional con filigranas penalistas de patio de guardería, afirmando que España era bien dueña y soberana de perseguir los delitos políticos que su lúbrica imaginación jurídico-falangista le propusiera; pero que Bélgica no era menos dueña y soberana de no enviar a España cargados de cadenas a los criminales de pensamiento que se le reclamasen, con Euroorden o sin ella.

Esa misma Europa, señoras y señores, es la que, según VOX, el PP y los jueces y magistrados españoles que pertenecen a la Asociación Profesional de la Magistratura (APM) y que apoyan el nombramiento de juezas del PSOE como presidentas del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en aras del consenso, va a declarar la ley de amnistía inconstitucional, según lo que un sueco, un holandés y un luxemburgués (u otros juristas de reconocido y castizo prestigio) estimen que es la «adecuada interpretación de la Constitución Española en el marco europeo».

Como pedirle a los que nos trajeron el liberalismo y la revolución que vengan a llevárselo. Como traerse a los franceses con el duque de Angulema a la cabeza para desfacer el entuerto que provocaron los franceses con el duque de Abrantes a la cabeza.

¡Viva la soberanía! ¡Abajo la amnistía!

Bienvenidos al siglo XIX.

G. García-Vao

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta