Mater Dolorosa

Oh, Doloroso Corazón de María, cuyas penas nunca fueron por Ti, sino por el Hijo en tu santo vientre concebido

Yugada el alma por las penas de sus flaquezas y ruindades, yacía su faz abatida al polvo, como si en el suelo hallase el alivio de sus quebrantos. No obstante, al frente se mantenía, aún esperando ver el raudal de aquel llanto, nuestro Señor en el Sagrario. Mas he ahí, que cuando el Santísimo Sacramento, ya fuera de su sagrado refugio, hizo mover por su gracia divina aquella mirada perdida al oriente, y ante su leve ascenso, antes de encontrar el resplandor del Sacramento, los ojos se toparon con la figura de una Señora en tan insondable silencio, haciendo cesar con estruendo al alma de sus lamentos. Ea, pues, Mujer, de tales quejas mudas, de tus ojos que perlaban, encontraba veramente los ayes que en el corazón palpitaban.

Hízose salir al alma egoísta del dolor que de sí misma sentía, pues ciega había sido, por estar encerrada en sus propios quebrantos, como si el mundo en sus hombros sostuviera. ¡Qué vil y ruin fue su pena, que no hallaba consuelo más que en el gozo de su propio gemido! ¿Te creíste única en tu aflicción? Mírate, alma, miserable y sola, ignorante del dolor que otros sufrían; eras incapaz de ver más allá de tus sombras. Trasciende tus cuitas y no seas más mezquina, que ni las llagas fueron tuyas ni tu sangre la vertida. Deja atrás, alma, tus rencores, tu avaricia y tus soberbias, y procura con el corazón a Jesús, tal y como lo hace María.

Oh, Doloroso Corazón de María, cuyas penas nunca fueron por Ti, sino por el Hijo en tu santo vientre concebido, traspasada por espadas de las propias llagas de Jesús, fidelísima al pie de la cruz, cuando todos los discípulos huían cual ovejas sin pastor por una fe no sostenida. Teniendo al Justo ya difunto entre tus brazos, sin sangre y carne desgarrada, toda la Iglesia Católica se hallaba se reducía a Tu Inmaculado Corazón. Y en aquel sábado solitario, cuando el mundo cubierto de tinieblas creía todo terminado, solo Tú velabas en silencio el alba de la resurrección del Salvador. Y allí no cesaron los dolores, pues vinieron las herejías, y alzóse María como defensora del verdadero Dios, sin ceder un ápice a las mentiras de la Encarnación. Y en el cisma de Oriente, cuando un miembro del Cuerpo se separaba, ahí estabas afligida intercediendo por la unidad perdida y consolando a nuestro Señor. Pasaron los siglos, y del desvarío blasfemo, muchas almas se apartaron de la barca, pero tus suspiros lacrimosos conquistaron otras tierras, ganando así un pueblo nuevo. Advino después la tormenta de la revolución francesa, desatada con un odio implacable contra todo lo santo, cuando los altares, en su furia, fueron abatidos y la sangre de los mártires volvió a teñir la tierra. ¿No vertía entonces María silenciosos cristales de tristeza, como en aquellos días del Calvario? En esa misma marea de impiedad que arrasó con lo sacro, la furia no cesó; siguió su curso, mutando en nuevas formas, germinando en el modernismo como la cloaca de todas las abominaciones. Esta herejía insidiosa, hija bastarda de aquella revolución, no golpea apenas con violencia visible, sino que carcome desde dentro, socavando las verdades eternas con su infernal veneno. Y mientras la Iglesia sufre bajo el peso de estas nuevas traiciones, la Santísima Virgen, siempre fiel, continúa derramando sus lágrimas no por Ella, sino por el Hijo que sufre en su Cuerpo Místico, implorando la conversión de aquellos que se han dejado seducir por sus propias pasiones.

¡Basta ya, alma, deja atrás el pecado! Que tú y yo bien merecido tenemos el fuego eterno, y ansí, aún, está Jesús Sacramentado, esperando que te hagas santo, no para ti mismo, sino para tu hermano y que vivas por fin en tu interior a Su pasión. Oh, María Dolorosa, Madre llena de aflicción, de Jesucristo, las llagas, grabad en mi corazón.

Joel Antonio Vásquez, Círculo Tradicionalista Blas de Ostolaza 

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