¿Por qué el bien humano es político?

Muchos católicos, por desgracia, viven intentando despojar a la fe católica de su inseparable proyección política y esquivando sus consecuencias prácticas sin contemplaciones

Apoteosis de la Monarquía española, de Luca Giordano (imagen del Museo del Prado).

Al hilo de las reflexiones anteriores, pudiera el lector preguntarse por qué consideramos el bien común humano como una cuestión política y no como un asunto del que solamente deben preocuparse las distintas sociedades menores a las que pertenece cada hombre, como su familia o su gremio. Si ya hemos concluido que el hombre necesita vivir en sociedad para alcanzar los diversos bienes humanos, ¿no bastaría con atender únicamente a sociedades menores como la familia o la comunidad de vecinos de un municipio? ¿No son suficientes estas sociedades para obtener el bien común completo del hombre? Podría ser tentador para muchos contestar con un sí rotundo. Hoy algunos hablan de la familia como de un fuerte amurallado donde uno puede ser autosuficiente tanto física como espiritualmente, sin necesitar otras sociedades superiores ni mucho menos al conjunto de la comunidad política, que queda convertida, en el mejor de los casos, en un ente superfluo e innecesario y, en el peor, en un obstáculo o impedimento para lograr el bien de la familia. La realidad, sin embargo, es bien distinta. Aunque ciertamente debe constituir un terreno fértil para el cultivo de numerosos bienes humanos, materiales e inmateriales, la sociedad familiar no puede, por sí misma, lograr el bien común completo del hombre.

Como hemos adelantado ya, la vida social del hombre se organiza alrededor de las distintas sociedades a las que pertenece: la familia, el barrio, el gremio, el municipio, la región… Son las llamadas sociedades intermedias o menores, que se van disponiendo a modo de círculos concéntricos hasta llegar al círculo más grande, que abarca a todos los demás: la comunidad política. Lo explica Widow en la misma obra que venimos comentando:

«La sociedad que reúne, no a las personas individuales directamente, sino a todas esas sociedades en las que la persona participa para acceder a los bienes propios de su vida es la que se denomina comunidad política. […] Será la política esa sociedad de sociedades en la que el hombre encontrará la posibilidad de difundir perfectamente el bien humano del cual participa. Se llama, entonces, sociedad política a aquella que reúne todos los bienes humanos y los ordena de modo que perfeccionen efectivamente a cada individuo y sociedad menor».

El bien humano es un bien político porque «las relaciones sociales existentes para conseguir diversos bienes particulares quedan integradas armónicamente en una sociedad superior». Esta estructura arquitectónica permite que los distintos bienes que persigue el hombre en cada una de las sociedades menores se encuentren de alguna manera ordenados al fin último, al Bien Común más alto. La vida del hombre no consiste, pues, en alcanzar una serie infinita de bienes no relacionados entre sí, independientes unos de otros, sino en, por medio de esos bienes, ir acercándose progresivamente al bien común completo.

Widow concluye el segundo capítulo de su obra haciendo alusión a esa actitud política consistente en una búsqueda incansable de bienes particulares en diversos ámbitos (sanidad, educación, transportes, relaciones internacionales…). Todo en busca de un supuesto progreso que no acaba trayendo más que una permanente insatisfacción, al no llevar nunca a la comunidad política hasta su verdadero fin: que los hombres que la componen alcancen una vida virtuosa y, con ella, la felicidad. Como en el atleta que corre veloz sin saber cuál es su meta, late en el fondo de cada hombre un insistente ¿para qué? o ¿hasta dónde?, recordándonos que todos esos bienes son bienes humanos reales precisamente cuando se integran con otros tantos bienes de orden espiritual y forman una unidad con ellos. Aquí radica el papel fundamental de la comunidad política, a la que Santo Tomás llama comunidad perfecta: armonizar las distintas sociedades intermedias para que, cada una según su vocación particular y sus bienes específicos, se encaminen al bien común completo del hombre.

Recordando cuál es el verdadero fin de la comunidad política, advertía Jean Ousset sobre el «defecto de hacernos ver únicamente el individuo que se pierde y hacernos olvidar la sociedad que muere, o más bien presentarnos esa ilusión de que la sociedad será reconstruida por los individuos sin restauración de las instituciones». Contra los que afirman que el orden social será cristiano cuando los hombres se hayan convertido, Ousset nos recuerda que «la sociedad es el gran medio, la gran condición del perfeccionamiento humano individual y general a la vista de la unión divina». El orden político natural y cristiano, con sus instituciones y sociedades intermedias restauradas, es el contexto más propicio para que el conjunto de los hombres encauce su vida hacia la virtud. Escribe Pieper que «la virtud es, como dice santo Tomás, ultimum potentiae, lo máximo a que puede aspirar el hombre, o sea, la realización de las posibilidades humanas en el aspecto natural y sobrenatural».

En conclusión, ningún católico debería justificar su falta de interés político diciendo que lo importante es preocuparse de las personas concretas y no del conjunto de la sociedad ni de la restauración de las instituciones: no sólo son preocupaciones inseparables, sino que precisamente la restauración del orden social es el medio por el que los hombres pueden lograr los bienes naturales y sobrenaturales que les permitan alcanzar el fin para el que han sido creados.

Muchos católicos, por desgracia, viven intentando despojar a la fe católica de su inseparable proyección política y esquivando sus consecuencias prácticas sin contemplaciones. Creen que llevar una vida piadosa e ir a Misa diaria —acciones, sin duda alguna, meritorias— suprimen la responsabilidad política que pesa sobre los hombros de cualquier católico. Así, se preocupan de intrincadas cuestiones litúrgicas o memorizan el santoral de cada día, mientras se desentienden por completo de la realidad política en la que se inserta su vida. Piensan, quizás, que al no vivir ya en la España sangrienta de 1936, los católicos no tienen ningún papel que cumplir en lo que respecta a la vida pública. Tantos jóvenes pensarán que aquello de la política era cosa de sus abuelos, que tuvieron que sufrir los saqueos y las amenazas en primera persona, pero no de las nuevas generaciones, a quienes les ha tocado vivir una época más de batalla cultural que de batalla política. Algunos quizás creen que la vocación política llama a unos pocos iluminados, pero que en ningún caso es deber de todos interesarse por la situación de su sociedad mayor. Habrá otros, finalmente, que pensarán que España se salvará únicamente por medio de oraciones —imprescindibles, desde luego—, olvidando las acciones necesarias en el ámbito natural. Ámbito, lamentablemente, despreciado por muchos católicos que se afanan en vivir una vida tan espiritual —espiritualista, en realidad— que uno diría que van a echar a volar en cualquier momento con tal de no pisar el áspero terreno de combate.

Nieves Sánchez, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta

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