El hombre es un ser abocado indefectiblemente a la infelicidad, mientras se encuentre aquí, en este mundo. Es un hecho consumado y ni siquiera los más audaces paladines de la bondad natural del hombre (Juan Jacobo Rousseau, de la iglesia reformada de Ginebra, o Francisco I, de la Iglesia católica de Roma) se atreverían a negar que, siempre, en algún rincón del alma del hombre, un anhelo, un deseo, una esperanza, al menos, quedarán sin satisfacer.
Esto los católicos lo tenemos muy claro, porque sabemos que no estamos hechos para este mundo y que sólo en el otro, en la infinita plenitud de la Divina presencia, se nos ha prometido solemnemente que Dios nos «enjugará toda lágrima». Pero no es absolutamente necesario profesar la fe católica para constatar un hecho evidente, que todos los pueblos paganos respetables han sabido expresar con mayor o menor fortuna. Los sublimes versos precolombinos del célebre Tiquitoa, cantan con melancólicos acentos aquello de «no para siempre en la tierra».
Hay anhelos y esperanzas frustrados que son propios a épocas y lugares. Y, seguramente, muchos han servido como acicate, en el infinitamente complejo, aunque simple, plan de la Providencia, para poner en marcha ciertos «movimientos de la Historia».
Los defensores del Progreso, de la bondad natural del hombre y del mejormundismo, se deben a sí mismos el tributo de demostrar, de uno u otro modo, que esas nostalgias, anhelos, frustraciones, son un resto gangrenado de tiempos remotos y menos progresistas y que una adecuada dosis de pensamiento positivo, de diálogo y de caminar juntos podrá colmar al fin las aspiraciones legítimas de todos los pueblos e individuos de este mundo. Nos acusan, ellos, los que sólo creen en la materia (aunque niegan conocerla) a nosotros, los que conocemos la materia y el espíritu, de creer en utopías y en mundos ideales que trascienden la realidad realmente real. Aunque así fuera, al menos nosotros no plantamos absurdas aspiraciones de perfección en este valle de lágrimas. La «utopía» de la Vida Eterna goza del aval del testimonio de un Dios que se ha revelado y que hasta se ha hecho hombre y, hasta el momento, no existe prueba alguna que demuestre su supuesta inexistencia. Y aun en tal caso, nuestras esperanzas de perfección y, por qué no, de plena realización, las seguiríamos fundando en un Más Allá que, al menos, no está permanentemente sometido al despiadado desmentido de una realidad que se resiste a someterse a los tiranuelos del Mundo de las Ideas. Las diversas utopías socialistas, marxistas, liberales, se enfrentan a un principio de destrucción contra el que no es rival la acumulación de sesudas publicaciones universitarias: el hombre, en cuanto hombre, no es ni socialista, ni marxista, ni liberal, sino hombre. Sus legítimas aspiraciones sólo serán colmadas por un bien que se proporcione a su naturaleza misma; y no hay ideólogo en el mundo que sea capaz de pergeñar un bien semejante, porque no hay ideólogo en el mundo que haya, él mismo, pergeñado al hombre. Sólo el Autor de la naturaleza puede colmar a Sus criaturas. Por eso los católicos nos conformamos con nuestras parciales alegrías y con nuestros abundantes sufrimientos. Por eso, los católicos no proponemos soluciones utópicas para el hombre y para la sociedad que le proporcionen una felicidad estable y duradera en el seno de este valle de lágrimas; sino, precisamente, que le proporcionen todo lo necesario para alcanzar la felicidad de la Vida en Dios que, ella sí, es duradera y estable.
La sociedad tradicional no es un proyecto teórico más, basado en los principios, lógicamente irrebatibles, pero absolutamente desconectados de la realidad que algún sesudo pensador —que conocía de memoria el corpus clásico de Occidente pero que ignoraba el nombre de su vecino de al lado— babeó sobre unas cuantas cuartillas, con el lúbrico pero inconfeso sueño de convertirse, algún día, el Gran Arquitecto de la nueva sociedad. La sociedad tradicional, aunque algunos historiadores del pensamiento la coloquen como una más en la serie de las teorías políticas rocambolescas del s. XIX, dista mucho de asemejarse a cualesquiera proyectos idealistas, sean de derechas o de izquierdas. Precisamente porque la sociedad tradicional no tiene nada de idealista y porque los teóricos, que los hay, que han sintetizado magistralmente sus líneas fundamentales, tuvieron siempre un ojo puesto en los Principios inmutables y otro en las cosas que de verdad existen y que no hacen más que mutar. El pensamiento tradicional, cuando dialoga ferozmente con la sociedad contemporánea, no le dice, con frenesí y con ansia, como el comunista, el demócrata liberal y el falangista: «Así, de acuerdo con este Ideal que acabo de sacarme de mi santiscario, es como deberías ser, si quisieras ser perfecta». El pensamiento tradicional se enfrenta a nuestra sociedad con serenidad y compostura, diciéndole delicadamente: «Así es como has sido hasta hace muy poco: esforzándote, con empeño, aunque abocada siempre a un inevitable fracaso final, por acercarte lo más posible a tu propia perfección, que ni podrías alcanzar por ti misma, ni te ha sido prometida en este mundo».
La sociedad tradicional, perfeccionable casi hasta el infinito (al menos, mientras dure este mundo), es el único proyecto de sociedad política que ya ha hecho sus pruebas y que puede presumir de haber existido y de haber tenido un índice bastante razonable de éxitos. Su finalidad última fue siempre, en su escala, la de contribuir a la santificación de los ciudadanos, dando a la sociedad divinamente instituida para procurar a los hombres dicha salvación todas las facilidades posibles, siempre que ello no comprometiera sus propias y específicas obligaciones como sociedad terrena. Dicho en otras palabras, la Monarquía católica debía ocuparse de procurar a la Iglesia todo cuanto ésta pudiese necesitar para cumplir su misión, siempre y cuando tal socorro no fuese en perjuicio de las funciones que, en tanto que Monarquía, tenía encomendadas. Pero todo esto ya lo saben.
El tema que nos ocupa y que nos ocupará durante algunas semanas no es propiamente constructivo, sino defensivo: a los tradicionalistas, con justicia o sin ella, se nos acusa de padecer una rara enfermedad del alma que se caracteriza por un único síntoma: el comunitario. «Un fantasma recorre Europa (y los Estados Unidos): un sombrío espectro en forma de nostalgia por un paraíso perdido que los tradicionalistas aman sin haberlo conocido». Los tradicionalistas somos, así, denunciados como soñadores que se recrean en la pérdida de un mundo que, de hecho, les es completamente ajeno y que, si regresare, ellos mismos no podrían soportar. El tradicionalismo resulta, de este modo, una afección del espíritu de lo más insidiosa, pues se caracteriza por el anhelo irracional de una organización social y política que no puede ser, objetivamente, objeto del anhelo por parte de ningún ser humano normal; o, como dicen algunos, con burda chanza, «yo también estoy de acuerdo con volver a la Edad Media; pero sólo si me toca ser obispo, no como siervo de la gleba». Más aún, el tradicionalismo conduce a la paradoja irresoluble de engendrar en el alma de su huésped una nostalgia subjetivamente inconcebible, pues no se puede rememorar ni echar en falta aquello que nunca se ha conocido: «Desear el retorno de una sociedad cerrada es algo que sólo puede concebirse en alguien que vive y disfruta de todas las ventajas de vivir en una sociedad abierta». Pero, es más, añadimos nosotros: si el tradicionalismo es una nostalgia, un melancólico esperar el regreso de tiempos mejores en los que imperaba un único y común Ideal, los tradicionalistas somos, y hemos sido siempre, los más infelices de los seres, porque sabemos, además, que los ideales son inalcanzables: «Carlismo, sí, pero no para siempre en la tierra».
Los tradicionalistas somos muchas cosas. Pero muchos de los epítetos, de las reducciones grotescas y caricaturales, de las burlas llenas de ignorancia que nos dirigen algunos de nuestros enemigos, pueden inducir a error a algún despistado. Por eso nos hemos propuesto explicar aquí lo que no somos los tradicionalistas, ya que muchas y mejores plumas de esta casa explican con tesón, paciencia y finura, lo que sí somos.
Porque, en fin, los tradicionalistas no somos partidarios de encerrarnos en una especie de secta a escala provincial para dedicarnos, sin mezcla ni contagio con los desdichados infieles, a nuestros peculiares cultos sobre el Trono y sobre el Altar; ni profesamos una doctrina política tan manifiestamente absurda como para pensar que la reforma cristiana de la sociedad deberá llevarse a cabo exclusivamente desde las más altas instancias del poder: creemos en las buenas leyes pero (y por lo mismo), lo que queremos son ciudadanos virtuosos (es decir, santos). Y como sabemos que la santidad sólo se alcanza con plena seguridad cuando ya se han abandonado las traicioneras aguas de este mundo, estamos plenamente convencidos de que la más acabada y perfecta de las Cristiandades no será, jamás, la más perfecta ni la más acabada. Los tradicionalistas no creemos que la Monarquía Católica sea el mejor de los regímenes posibles, porque tampoco creemos que éste en el que vivimos sea el mejor de los mundos posibles, porque ni uno ni otro se han hallado jamás en estado de acabamiento (o de «perfección», en su sentido más estrictamente etimológico). Creemos que el mundo mismo, como la organización política, como la vida moral de cualquier individuo, con ser aparentemente buenos, no pierden por ello un ápice de tensión interna y de combate: aquí nadie subirá a los altares sin haber dado antes el último suspiro. Y a ninguna nación ni sistema político se les ha prometido la vida eterna. La sociedad que defendemos los tradicionalistas es la que tiene más posibilidades de contribuir a la santificación de sus miembros. La santificación es un proceso largo y difícil que bien puede beneficiar de toda la ayuda que la Ciudad pueda proporcionarle, pero, al fin, durará, mas no para siempre en la tierra.
G. García-Vao
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