Los errores del anticomunismo

En nuestros días, abundan lecturas miopes del estado de cosas, hipotecadas con esquemas maniqueos provenientes del universo gringo que reducen la realidad a la libertad o al marxismo

Joseph Stalin, Franklin Roosevelt y Winston Churchill en la Conferencia de Teherán (1943).

En 1952 Aurel Kolnai publicaba en castellano su Errores del anticomunismo. Lo hacía, por cierto, de la mano de una editorial en manos de un insidioso grupo que jugaba —entonces— a una suerte de pseudo tradicionalismo menéndezpelayiano que, como todas las ideologizaciones, pretendía «reconducir» la tradición política hispánica a las turbias aguas del liberalismo dinástico y, a la postre, del conservadurismo.

No siendo imputables al autor estas dobleces, su obra se centraba en la denuncia de los errores de los denominados «anticomunistas» que, bien por diversas formas de tibieza, bien por cobardías optimistas o pesimistas, erraban el tiro. De ello daba cuenta Leopoldo Eulogio Palacios, específicamente sobre la incorrección de trasladar esos juicios al mundo hispánico peninsular, que había sufrido los horrores marxistas en carne propia. Puede consultarse, al respecto, la referencia al asunto del profesor José Miguel Gambra.

Dicho lo anterior, los errores del anticomunismo que pretendo señalar no se enmarcan directamente en los denunciados por Kolnai. Podría decirse, más bien, que se desenvuelven en el terreno aparentemente opuesto, aquel que pregona con ferocidad el combate sin cuartel contra toda forma de comunismo. Estos errores, a mi juicio, pueden dividirse en teoréticos y prácticos.   

Los primeros descansan en la incorrecta atribución definitoria a la negación. Me explico. Tal y como señala Aristóteles, la negación no es definición. Así, la definición de muchos anticomunistas como tales no responde más que a saber lo que rechazan, y no lo que afirman. Esta vaguedad afirmativa es frecuentemente aprovechada por formas ideológicas no comunistas, que llenan el vacío de los anticomunistas teoréticos. Así las cosas, en nombre del anticomunismo se acaban justificando concepciones revolucionarias como el liberalismo o el fascismo. El sofisma de entender que la negación del marxismo constituye una afirmación política conduce, como vemos, a todo lo contrario, pues la política acaba disuelta en un magma de opiniones tan ideológicas y revolucionarias como el marxismo, cuyo nexo es la negación de éste. Podría objetárseme que en este error incurrió el tradicionalismo en la Cruzada de 1936. Y aunque los errores personales no serían motivo de descrédito del ideario, dicha objeción es desacertada. Su incorrección estriba en entender que el tradicionalismo se levantó contra el marxismo como mal excluyente. Rafael Gambra nos recordaba que los carlistas combatieron con fiereza al totalitarismo rojo, sí, pero en tanto lo vieron —acertadamente— como una reformulación de la ideología revolucionaria por antonomasia que había quebrado el orden antiguo, esto es, el liberalismo. Los carlistas, de esta forma, eran anticomunistas en tanto que eran antiliberales antes, por la negación que el liberalismo implicaba, e implica, del orden de las cosas. No así, por ejemplo, los liberales conservadores, asustados de la coherencia con la que los soviéticos habían aplicado sus mismas premisas, o los falangistas, que no combatían al marxismo por socialista, sino por internacionalista.

Por otro lado, encontramos los errores prácticos del anticomunismo. Y es que, en nuestros días, abundan lecturas miopes del estado de cosas, hipotecadas con esquemas maniqueos provenientes del universo gringo que reducen la realidad a la libertad o al marxismo. La naturaleza grotesca de esta estrategia salida de política exterior norteamericana hace años, que la derecha española desde el general Franco asumió sin discernimiento alguno, no merece refutación alguna. Lo que me gustaría subrayar es la enorme distancia prudencial entre dicha postura y el estado actual de las cosas. Don Álvaro d´Ors señalaba que la Guerra Fría finalizó con un intercambio de cromos en el que los norteamericanos asumieron una hegemonía económica sobre la base de un cierto reconocimiento humano a la ideología marxista.

Este contubernio exportado por las organizaciones internacionales bajo la batuta de Washington ha implicado la total hegemonía actual del liberalismo, cuyas premisas han sido radicalizadas por algunos elementos socializantes con ejemplos como la socialdemocracia contemporánea. Así, los anticomunistas hoy claman contra el marxismo venidero identificando comportamientos nacidos del americanismo más grotesco, como ya denunció en su día Thomas Molnar. Fantasmas como la «batalla cultural» disfrazan la realidad de las cosas y dan oxígeno a los anticomunistas en sus escaramuzas contra un hombre de paja concebido para el refuerzo del liberalismo hegemónico.

Paradoja tan curiosa como coherente: el marxismo, nominalmente nacido para acabar con el liberalismo, rectius con la interpretación burguesa de éste, ha convertido la bestia roja soviética en el perro de presa de la plutocracia internacional. Y los anticomunistas, en el pasado combatiendo mal y hoy… no combatiendo.

Miguel Quesada, Círculo Cultural Francisco Elías de Tejada

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