¿Las «IAs» también van al Cielo? (II)

PENSAR QUE SE OBTIENE EL MISMO RESULTADO AL RECURRIR A UNA HERRAMIENTA DE «INTELIGENCIA ARTIFICIAL» ES ACEPTAR EL PREDOMINIO DE LO MATERIAL POR ENCIMA DE LO ESPIRITUAL

Habiendo recordado que la inteligencia es fuero exclusivo de Dios y de las criaturas a las que Él decida obsequiarla, hay que darse cuenta, con claridad, de que, desde el momento en que le encargamos totalmente a una «IA» aquella redacción por mejorar, aquel resumen o aquella pregunta que uno mismo podría contestar investigando, contrastando y sintetizando, en realidad, estamos renunciando al esfuerzo de una acción individual que podríamos haberla ofreciendo a Dios, para ganar méritos sobrenaturales para el Cielo.

Precisamente, en esos momentos, en esas tareas y deberes de la vida diaria, es que uno se granjea la salvación, como la consiguieron nuestros padres, abuelos, bisabuelos y, en general, todos nuestros antepasados según las labores requeridas por sus deberes de estado. ¡Ahí está precisamente nuestra vida! En nuestros tiempos modernos, tan poco cristianos y cada vez más paganos, muchas veces el «ahorro» del tiempo o del sufrimiento no nos ahorra, sino que, al contrario, nos roba un pedazo de la vida que estamos llamados a santificar. Pensar que se obtiene el mismo resultado al recurrir a una herramienta de «inteligencia artificial» es aceptar el predominio de lo material por encima de lo espiritual, del producto bruto por encima del mérito, ¿o acaso las «IAs» también van al Cielo?

Con todo esto, no condeno su uso terminantemente, ni digo que sean intrínsecamente malas, ni digo que sea un pecado utilizarlas, pero preciso que, como ninguna herramienta es neutra, los modelos de lenguaje de «IA» no son la excepción. Al contrario, recordemos que la herramienta forma a su usuario y, como cristianos, no podemos ser indiferentes ante el profundo efecto que está teniendo esta herramienta en concreto.

Consideremos el siguiente ejemplo: no es malo per se utilizar una calculadora. ¡Claro que no! Y, sin embargo, estamos mal si hace falta una calculadora para saber cuánto son dos más dos. La calculadora moldea a su usuario exonerándolo de la necesidad de computar en su mente, en la medida en que se la use. Nos puede exonerar del trabajo de computar multiplicaciones de millones de unidades, y es lógico, pero también, si nos dejamos llevar, nos puede exonerar de efectuar incluso sumas sencillas de dos dígitos. Si nos hacemos dependientes de ella para lo último, sintiéndonos inseguros o siendo muy lentos al calcular cuánto es treinta y cinco más veintisiete por nuestra cuenta, el resultado es que la herramienta, que debería ayudar y ser accesoria al hombre, nos ha atrofiado la agilidad mental. Al usarla, entonces, tenemos que cuidarnos de que esto no suceda haciendo esfuerzos por computar en nuestra mente según nuestra capacidad, aun cuando sería más fácil y rápido hacerlo en la calculadora.

Al pretender imitar la inteligencia humana y el lenguaje humano, los modelos generativos de lenguaje  pueden «exonerarnos» de prácticamente cualquier esfuerzo intelectual, porque, por su propio diseño, tiende a «exonerarnos» del proceso mismo que implica el pensamiento. Ignorar esta tendencia y hacer uso indiscriminado de estas herramientas equivale a dejarse moldear por ellas y permitir que, así como la calculadora puede atrofiar la agilidad mental, en este caso se nos llegue a atrofiar la inteligencia misma. La solución es simple e idéntica al caso de la calculadora: debemos seguir haciendo por nuestra cuenta las cosas de las que somos capaces sin su ayuda.

Si necesitamos saber de qué va una novela o un libro académico, pues, en efecto, puede que tome un poco más de tiempo, pero hay mérito en investigar, en contrastar, en analizar diferentes resúmenes. Quizás haya que consultar algún foro o alguna guía de lectura; pero, en cambio, ese criterio personal que desarrollemos será realmente nuestro y el tiempo que dediquemos a aprender sobre aquellas materias hará que las interioricemos más. Si se trata de aprender a escribir mejor, nos tomará más tiempo aprenderlo de verdad, pero ¡nuestras palabras serán realmente nuestras y no las de un robot! Y, si realmente faltase el tiempo, ¿por qué no intentar pedir ayuda a un amigo a quien admiramos por la calidad de su pluma?

Recurrir habitualmente a estas «nuevas inteligencias» es restarles mérito y valor a ese amigo, a ese familiar, a ese conocido (o, incluso, a ese desconocido que anda por ahí oculto entre los demás), quitándoles la oportunidad de ayudar. ¡Es erosionar las relaciones interpersonales aún más de lo que ya lo están! No solo aquellas que construimos con arduo esfuerzo y amor, sino incluso aquellas del día a día que damos por sentado, como un universitario que le pregunta amablemente a su compañero si le puede prestar sus apuntes, o un alumno que le pide a otro si le puede explicar un tema que no ha entendido.

Son este tipo de relaciones las que más padecen: aquellas que sin que haya necesariamente una gran cercanía o amistad, son ocasión para crecer en caridad con un tono amable, un «por favor», un «gracias» y un «de nada» acompañado de una sonrisa. Si, por el contrario, nos conformamos con un «de nada» postizo hecho de ceros y unos, sin darnos cuenta nos ensimismamos un poco más al necesitar cada vez menos de los demás, que en buen cristiano se llama prójimo. Y a diferencia de la «IA», el prójimo sí está llamado a santificarse para ir al Cielo, donde está el verdadero progreso de las almas, cuya importancia será motivo de una próxima (y última) reflexión al respecto.

A. F. Ayque Goicochea, Círculo Tradicionalista Blas de Ostolaza

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta