Bucólicas y geórgicas (II): La barraca cerrada

una sociedad en la que se ejerce una coacción moral sobre los terratenientes para que estos no dejen morir de hambre a sus arrendatarios, es una sociedad objetivamente mejor y más humana que una en la que se ha proclamado la absoluta libertad de conciencia y de religión

Fotograma de la serie de TVE «La Barraca», basada en la novela homónima de Vicente Blasco Ibáñez

Una cierta saludable nostalgia de modos de vida más sencillos y, sobre todo, en los que la vida comunitaria tenía una mayor importancia, parece ser la nota dominante del discurso de los llamados tradicionalistas hoy en día. Una atrabiliaria y absurda aspiración, según muchos, a dar un importante paso atrás, en lo que a los modos de producción, de vida y a las relaciones sociales se refiere, que permitiría, a una casta privilegiada de pensadores tradicionalistas, volver a vivir como señores del Antiguo Régimen, mientras la masa alienada tendría que resignarse, naturalmente, a vivir como el antiguo campesinado. Nada más lejos de la realidad, obviamente, pero la tentación reductora es poderosa.

Uno de los mayores escollos que la propuesta tradicionalista enfrenta siempre —y, de nuevo, no sin razón— es la aparente falta de respuesta a la pregunta que se hacen todos los defensores del pueblo, legítimos o autoproclamados, que se consideran investidos de autoridad para enfrentar nuestras pretensiones de retroceso universal: «Los carlistas habláis de lo que debe hacer el Rey, de los derechos que revierten a la nobleza, al clero, al municipio, etc. ¿A qué se dedicará el pueblo, entre tanto?». O, si prefieren, en una fórmula más plástica como las que estilamos en estas páginas (en las que nos gusta ocuparnos de lo concreto y de lo realmente existente, más que de las infinitas posibilidades de la razón desencarnada): «¿Puedo ser carlista y teletrabajar o si abrazo la Santa Causa tendré que cambiar el teclado por el arado?». O, incluso, «¿Es realmente concebible, desde los principios de la filosofía política tradicional, que existan, simultánea y articuladamente, X[1] y el régimen de concejo abierto?».

Es muy cierto que la inmensa mayoría de la gente no tiene anhelo ninguno de la vida campesina. Es imposible anhelar lo que no se ha conocido. Pero es asombrosa y poderosamente cierto que la inmensa mayoría de la gente aspira, inconsciente (y a menudo conscientemente) a modos de vida y de relacionarse con sus semejantes que, si bien no son endémicos de la vida del campo tal y como existió bajo el Antiguo Régimen, sí que encuentran en ese humus social, político y también económico, un sustrato fecundo y privilegiado para desarrollarse debidamente.

Dos obstáculos se oponen a la correcta inteligencia de este síntoma comunitario. Uno, la supuesta creencia que supuestamente profesamos los tradicionalistas en una Arcadia feliz de santidad, buena vecindad y saludable anarquía del Rey abajo, situada en algún punto indeterminado entre el reinado de Isabel la Católica y la Segunda República. Dos, que el referente de esa sociedad supuestamente idílica y no menos supuestamente tradicional, sea siempre el estado de cosas circunstancialmente existente a finales del s. XIX. Por más conocido y mejor estudiado, ciertamente. Pero con una total y absoluta falta de perspectiva.

En resumen: desde la pura y simple observación de la realidad social, es fácil comprobar que (y es tan fácil que ni siquiera somos los tradicionalistas los primeros en hacerlo) (1) existe, en muchas personas, una cierta nostalgia de vida bucólica y campestre que se ha dado en llamar síntoma comunitario; (2) este anhelo, a menudo inconsciente, suele racionalizarse o hacerse consciente (me permitirán estos términos algo llenos de mugre psicológica), bien como una apelación directa, más o menos romántica y de connotaciones primero estéticas y después —y, si acaso— filosóficas, a una refundación de la sociedad con miras a un pasado remoto. Como, por ejemplo, El despertar de la Srta. Prim, del que será cuestión próximamente. Bien con una reacción calculada contra dicha paleo-sociedad considerada, en el fondo, como fuente de todos los males, sin que, por ello, y esto es lo interesante, deliberada o, de nuevo, inconscientemente, la crítica a la sociedad tradicional deje de transpirar inevitablemente la nostalgia y la admiración, siquiera contenida y reprimida, por dicha sociedad. Es el caso, por paradigmático, de Blasco Ibáñez.

Blasco Ibáñez es anticlerical, progresista y un firme enemigo de las instituciones políticas tradicionales. Y, sin embargo, sin quererlo, quizás o, en todo caso, a su pesar, muestra ser el ejemplo perfecto de que ellos también echan en falta la verdadera comunidad.

La Barraca, bien conocida por el público español, gracias en particular a la serie de Televisión Española es, prima facie, un ejemplo de gran valor narrativo y estético de anti-tradicionalismo. La huerta en la que Batiste y su familia luchan por sobrevivir, es un mundo cerrado, patriarcal, dominado por siniestras convenciones de amor/odio y de amigo/enemigo, en las que se destacan, como los dos polos supremos del poder, el amo, propietario más o menos perverso y usurero de las tierras; y el Tribunal de las Aguas, «monstruo de siete cabezas sobre un sillón de damasco», reliquia imperturbable de una época ya muerta y enterrada que se resiste a emprender las reformas necesarias para adaptarse a un mundo de tranvías y de luz eléctrica.

«Y, ¿no es eso lo que pretendéis los carlistas, con vuestra ingenua oda a la vida campestre y sencilla? Latifundistas que arriendan sus tierras a los humildes trabajadores e instituciones de poder tradicional que se erigen en vox pópuli y en vox Dei, cerrando vigorosamente el paso al imperio del Estado de Derecho».

«— ¡No nos quieren, Gildo!» se lamentará, como le dice, compungido, Batiste, al rucio de la familia, el carlista atormentado por la sombra siniestra del amo usurero y de la hidra de las Siete Acequias.

Pues no, claro que no nos quieren. Tampoco nos querríamos nosotros, si fuésemos así.

Don Blasco mismo, sea con cinismo sea con adorable candor, nos da las claves para comprender que, aunque la España rural de finales del XIX y principios del XX se parezca mucho a la del Antiguo Régimen, un observador, y ni siquiera un observador especialmente atento, podrá notar las inmensas diferencias. De fondo, además, no de forma.

Cuando, con patéticos acentos, el novelista narra al lector la trágica historia del Tío Barret, desalojado de su barraca por un prestamista usurero con el alma más negra que su mugrienta capa, a quien el autor da en bautizar, pérfidamente, como Don Salvador, nos hace un comentario breve, aparentemente insignificante, pero muy revelador: Cuando los antepasados del tío Barret cultivaban aquellas mismas tierras, las arrendaban a unos orondos y rollizos clérigos de Valencia, «a quienes no les preocupaba demasiado  el alquiler», contentos como estaban con ser recibidos por sus arrendatarios con una buena jícara de chocolate.

La mención queda deshilachada como un retazo de historia antigua, pero su sombra se extiende, imponente y autoritaria, sobre el resto de la novela: un propietario que ha hecho voto de pobreza, obediencia y castidad, por más gordo y rollizo que esté (y aun cuando, personalmente, no sea ni casto, ni pobre, ni obediente), se preocupa menos del alquiler que los prestamistas usureros.

Quizá Blasco Ibáñez no lo sepa o quizá quiera, deliberadamente, ocultárselo a sus lectores, para que estos no caigan en la tentación nostálgica. Pero una sociedad en la que se ejerce una coacción moral sobre los terratenientes para que estos no dejen morir de hambre a sus arrendatarios, es una sociedad objetivamente mejor y más humana que una en la que se ha proclamado la absoluta libertad de conciencia y de religión de los prestamistas usureros para que exploten hasta la muerte a sus víctimas.

La Barraca, como muchas otras obras de Blasco Ibáñez y como la inmensa mayoría de las obras que se pretenden anti-tradicionalistas, lejos de criticar el problema en su raíz o de denuncias los principios supuestamente falsos o perversos sobre los que se funda el sistema político tradicional, ponen de manifiesto una verdad con la que todos los tradicionalistas estamos de acuerdo: el cosmos de relaciones humanas, laborales, sociales, económicas y religiosas que existe en el Antiguo Régimen, lo hace sostenido por unos determinados códigos morales y religiosos. Pretender sustituir los principios manteniendo las formas, no sólo está condenado a un estrepitoso fracaso, sino que es y sólo puede ser, la obra de advenedizos inmorales que pretenden servirse de las viejas instituciones para su propio beneficio.

Por supuesto que la situación del mundo rural en España en tiempos de Blasco era catastrófica; se había sustituido, masivamente, a un propietario que, por perverso y malvado que pudiese llegar a ser, vivía de continuo con una espada de Damocles sobre su cabeza en forma de amenaza de condenación eterna. Es evidente que el valor coactivo de la Ley de Arrendamientos Rústicos en la promoción de buenos terratenientes resulta sensiblemente menor al del Decálogo.

En su doliente invectiva contra los implacables rencores de la huerta «cuyo odio es más profundo que el de la misma Naturaleza» Blasco que, por momentos, se convierte en un auténtico enemigo del pueblo, no deja de recordarnos ese carácter moruno, ese aire de morería, de la huerta valenciana que ha abdicado todo principio de caridad cristiana para con el desalojado tío Barret no menos que para con el intruso Batiste, pero que guarda, celosamente, su odio por los amos y su perverso y autodestructivo amor por la barraca cerrada y por las tierras en barbecho. A lo mejor, el problema tiene algo que ver con la falta de fe…

No nos gustan los prestamistas usureros; ni tampoco los campesinos rencorosos. Y tampoco nos gustan los frailes decadentes; pero nos parece justo reconocer (y a los anti-tradicionalistas como Blasco, también), que una sociedad cerrada por las opresoras leyes de la religión católica, es una sociedad en la que, si bien habría también propietarios usureros y Tribunales de las Aguas arbitrarios, pesaría sobre todos ellos la colosal amenaza de la excomunión (¡de la excomunión!). La cólera de Dios deja en enaguas incluso al odio de la huerta. Y no resulta tan descabellada la nostalgia de un semejante vengador del huérfano y de la viuda. ¿Verdad?

[1] Antes, y aún hoy, para todo el universo mundo, Twitter.

G. García-Vao

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