
Dentro de todos los actos que encierran una sacralidad que sólo los seres humanos gozan, aun teniendo en común con el resto de los seres en su función, se encuentra en un lugar preeminente el comer. Sí, el almuerzo o la cena, el desayuno o un simple vino.
En los tiempos presentes, donde la desacralización de los actos humanos rectos y libres (¡vaya redundancia!) es vicio repetitivo, hemos llegado, en lo cotidiano, a perder el sentido de lo propio, de lo que es constitutivo de nuestra humanidad, con esa filiación divina que nos eleva del fango como creatura de Dios que somos.
Porque, sufrido lector, no es lo mimo comer que alimentarse, no es lo mismo sentarse a la mesa que satisfacer instintos. En sendos casos, lo primero es propiamente humano y lo segundo completamente animal, independientemente de la elegancia del mantel o la calidad de los cubiertos.
Es una observación tan sencilla como olvidada. Siempre ha sido, y debe serlo, el almuerzo la parte central de la familia, de la casa, al mismo nivel que el rezo conjunto a Nuestro Señor Jesucristo. Tanto es así, y tanta es la ignorancia y el embrutecimiento existente, que es necesario recordar las simplezas.
Primero se reza, se bendice la mesa, sea usted o no creyente, Dios existe y el agradecimiento por lo que va a ingerir no le queda eximido ante Quien se lo ha proporcionado. Porque como ser contingente que es usted, que no posee en sí mismo su propia razón de ser, no será necesario explicitarle la contingencia de su comida, mucho más insegura que su existencia propia.
Comer todos juntos y empezando al unísono. Sólo los animales comen de forma individual aún estando en manada o piara. Ellos no esperan, sólo engullen, y cuanta mayor cantidad y más rápido, mejor. Siempre se espera por el último, máxime si ese último es el ama de casa, que con su tiempo, esfuerzo, dedicación y buen hacer es la que lo ha hecho posible, haya lo que haya en el plato.
Nunca se sirve a uno mismo, sólo las bestias obran para sí únicamente. Nuestro vaso o copa, sólo verá nuestra mano una vez rebosen los demás.
No hay más comensales que los que están sentados a la mesa. Parece evidente, pero es tónica extendida invitar a extraños y, por ende, de dudoso o escandaloso comportamiento. Me explico: no se enciende el televisor. ¿Desde cuándo se invitan a extraños a casa? Mucho menos se les sienta en nuestra mesa.
A cada plato, el servicio al otro imperará, amén de una conversación que, por su naturaleza familiar, es obligada, agradable, participativa y comunitaria. Será el momento sobre el que pivota la vida, donde se entreteje lo vivido en la jornada, con sus alegrías y sus asperezas. Esto requiere un bien que no tiene precio y del que la avaricia está justificada: tiempo. Sin prisa.
Y cuando ya hemos finalizado, sorteando la última tentación de caer en un comportamiento animal: bendición, agradecimiento y colaboración.
No nos levantamos sin agradecer a Nuestro Señor Jesucristo lo comido, ni quedan los platos en la mesa como huesos abandonados por los buitres, ni recoger la mesa es tarea de uno sólo: ¡devorado el antílope todos a la cueva!, ¡no!
Y esto tanto en el hogar, como en el restaurante o sobre la manta en un día de campo, o en tras el coche con el maletero abierto tomando un humilde bocadillo de mortadela.
María Dolores Rodríguez Godino, Margaritas Hispánicas.
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