El calendario eclesiástico gregoriano (I)

Gregorio XIII estableció una comisión (congregatio), probablemente en 1572 (el mismo año de su ascenso al solio pontificio), que duraría diez años, encargada de dar una solución a todo este problema

"Retrato de Gregorio XIII" (Lavina Fontana, finales del siglo XVI).

Como ya observamos en el artículo «La determinación del día de la Pascua», el Papa Gregorio XIII, por la Bula Inter gravissimas, de 24 de febrero de 1582, estipuló la eliminación de los días 5 al 14 de octubre de ese año a fin de volver a situar la caída del equinoccio de primavera en el día 21 de marzo del calendario, como en los tiempos del Concilio de Nicea, instituyendo a su vez un sistema por el que se suprimieran tres días bisiestos cada 400 años, permitiendo así evitar de cara al porvenir (o, por lo menos, hasta dentro de varios milenios) la necesidad de tener que volver a realizar una corrección en este punto similar a la de 1582.

Pero la reforma principal atañía al establecimiento de un nuevo mecanismo para la determinación de la fecha lunar en cualquier día del calendario, dato también necesario en orden a la fijación de la fecha pascual. En el artículo citado recordábamos que, antes de la reforma gregoriana, la Iglesia utilizaba, para el conocimiento de la edad lunar en cada día del año, el ciclo metónico, en virtud del cual se comprobaba que 235 lunaciones (meses sinódicos, o contados de un novilunio a otro) equivalían aproximadamente a 19 años solares, y que fue introducido en Roma por Dionisio El Exiguo a partir del año 532 de nuestra era vulgar o cristiana (enlazando con los mismos ciclos metónicos que ya venía usando el Patriarcado de Alejandría desde el 323). Puesto que, tras 19 años, las fases lunares volvían a repetirse exactamente en el mismo día del calendario, bastaba con establecer una tabla con la fecha en la que caían los novilunios del mes de enero de cada uno de los 19 primeros años, en la inteligencia de que esa tabla serviría perfectamente para conocer de antemano el novilunio de enero de cualquier año ulterior, una vez identificado el año metónico (o áureo, como así se le denominaba) que le correspondiere en su respectivo ciclo. Otra forma indirecta para determinar la fecha del novilunio de enero, consistía en la elaboración de otra tabla en la que se atribuía o asociaba a cada año áureo del ciclo metónico un número de epacta, esto es, el número de días que habían pasado desde el último novilunio del año anterior y el día 1 de enero del calendario. O, lo que es lo mismo, la edad de la luna a primero de enero, bastando con sumar una unidad al referido número anterior. No obstante, esta segunda tabla apenas tenía una importancia secundaria para el cómputo eclesiástico lunar previo a la reforma gregoriana, siendo la primera indicada más que suficiente para cualquier averiguación relacionada con esta materia.

Desafortunadamente, la herramienta del ciclo metónico para la determinación de la fase lunar no se podía utilizar perpetuamente, ya que 19 años de nuestro calendario duran ligeramente más que el tiempo de las 235 lunaciones astronómicas, de tal forma que cada trescientos y pico años (o a partir del 17º ciclo metónico) se genera una anticipación de un día de la fase lunar real con respecto a la teórica que dictamina la tabla de los novilunios. La discrepancia acumulada desde el Concilio de Nicea (época en que se empezó a utilizar este método) ascendía a cuatro días en el reinado de Gregorio XIII, de modo que los novilunios del mes de enero ocurrían realmente cuatro días antes de la fecha que se reflejaba en la mencionada tabla, y, por ende, en el propio calendario.

El Concilio de Trento, clausurado en diciembre de 1563, dejó pendientes diversas tareas que fueron confiadas al cuidado de los Sumos Pontífices, entre las cuales se incluía también –al menos implícitamente– la reforma del calendario. Pío IV, a quien debemos la Profesión de Fe tridentina por la Bula Iniunctum nobis de 13 de noviembre de 1564, no pudo abordar la cuestión. Su sucesor San Pío V, a quien debemos la primera edición del Catecismo Romano acompañada del Motu Proprio Pastorali officio de 29 de septiembre de 1566, así como la primera edición del Misal Romano revisado promulgada por la Bula Quo primum tempore de 14 de julio de 1570, sí llegó a tocar algo el asunto cuando llevó a cabo la primera edición del Breviario Romano revisado, promulgada por la Bula Quod a nobis postulat de 9 de julio de 1568. El Breviario, en efecto, incorporaba una reforma, pero de carácter circunstancial. Simplemente establecía una nueva tabla con fechas de novilunios inferiores en cuatro días a los de la obsoleta tabla tradicional, y prevenía la incorporación de un día bisiesto adicional cada 300 años, a contar desde el año 1800, para así compensar la periódica anticipación lunar. Pero lo que verdaderamente se necesitaba era un nuevo sistema de cálculo perpetuo, que no requiriera de remiendos o actualizaciones cada cierto tiempo, sino que sirviera siempre para lo porvenir; y que ese sistema no constituyera un cambio radical, sino que usara de los parámetros computacionales tradicionales de la Iglesia.

Gregorio XIII –sucesor de San Pío V– daba cuenta de toda esta difícil situación al principio de su citada Bula. Siguiendo la traducción que ofrece Rodrigo Alonso de Ávila en su Explicación del cómputo eclesiástico (1631), comenzaba diciendo el Sumo Pontífice: «Entre los gravísimos cuidados de este nuestro oficio de Pastor, no es el postrero el proseguir y, con el favor de Dios, llevar adelante hasta el fin deseado aquellas cosas que el Sagrado Concilio de Trento reservó a [la] Sede Apostólica; y es así que, los Padres del dicho Concilio, entre las demás consideraciones, teniendo cuidado de lo que tocaba a la corrección del Breviario, por falta de tiempo, por Decreto del mismo Concilio, lo remitieron a la autoridad y juicio del Romano Pontífice. Dos cosas son las que el Breviario contiene: la una, es cómo se debe rezar el Oficio Divino, así en los días de fiesta, como en los feriales; la otra, pertenece al curso de los años de la Pascua, y de las fiestas que de ella penden, que se han de medir y regular conforme [a] los movimientos de Sol y Luna. Pues como nuestro predecesor Pío V, de feliz recordación, absolvió y concluyó lo primero, publicando la reformación del Rezado; esto que toca a la legítima restitución del Calendario, que muchos Pontífices Romanos nuestros antecesores muchas veces han intentado, no se ha podido averiguar ni concluir en el tiempo pasado, porque las razones y consideraciones que los hombres doctos y cursados en los movimientos celestiales proponían para enmendar el Calendario, no eran perpetuas o perdurables, ni conservaban inviolablemente las constituciones eclesiásticas antiguas, que es lo que en este negocio principalmente se debe procurar, por las grandes dificultades y casi infinitas que, en la dicha restitución y enmienda, ha habido» (pp. 2r-2v).

Así pues, Gregorio XIII estableció una comisión (congregatio), probablemente en 1572 (el mismo año de su ascenso al solio pontificio), que duraría diez años, encargada de dar una solución a todo este problema. Antonio Lilio, miembro de la comisión, presentó a la misma en 1575 un trabajo manuscrito de su hermano Luis Lilio (o Aloysius) «en que –sigue hablando el Papa–, por un nuevo [ciclo] de epactas por él considerado, enderezado a cierta forma de áureo número, y acomodado a cualquier magnitud de año solar, y todas las cosas que en el Calendario se habían deslizado, mostró con razones constantes, y que duraría por todos los siglos, que de tal manera se podría restituir, que se vea que el mismo Calendario nunca estuviese sujeto a alguna mudanza» (pp. 2v-3r).

Luis Lilio, nacional del Reino de Nápoles, falleció más o menos por el mismo tiempo en que ocurría lo antedicho, o poco después. El matemático toledano Pedro Chacón, otro miembro de la comisión, realizó entonces una síntesis de la propuesta de Lilio, que apareció impresa en 1577 bajo el título Compendium novae rationis restituendi Kalendarium, y que fue enviada a diversos Príncipes y Universidades de la Cristiandad para que a su vez la remitieran a los «peritos matemáticos» y juzgaran sobre ella. El tono general de los Informes evacuados fue de signo favorable. Como ejemplo podemos mencionar el Informe expedido por los comisarios nombrados al efecto en nombre de la Universidad de Salamanca, e incluido en su carta de contestación de fecha 21 de octubre de 1578, el cual ha sido objeto de una edición crítica por la Doctora en Historia Ana M.ª Carabias Torres en su obra titulada Salamanca y la medida del tiempo que salió publicada en 2012 (como curiosidad, está dedicada a Jaime Brufau Prats, discípulo de Francisco Elías de Tejada). Los redactores declaran, entre otras cosas, lo siguiente: «juzgamos que aquella tabla desarrollada de epactas propuesta por Lilio es un descubrimiento docto e ingenioso. Y esto, por varias razones que esta Universidad expuso en otro tiempo más completa y abundantemente al santísimo Pontífice León X, en el año 1515, mientras se celebraba en Roma aquel santo Concilio Lateranense, razones que también ahora de intento pasamos por alto, puesto que han sido explicadas con diligencia por el mismo Lilio» (pp. 267-268. El subrayado es del texto original). De hecho, la mayor parte del Informe no es sino la reproducción completa de aquel otro que se evacuó en 1515, y cuya copia íntegra transcriben a continuación. Asimismo, en su carta de contestación, calificaban aquel Informe de antaño como «respuesta que en todo o en su mayor parte coincidía maravillosamente con los escritos de Lilio» (p. 318).

(Continuará)

Félix M.ª Martín Antoniano      

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