De la doctrina tradicional a la apostasía de la apoliticidad del Reino (I)

olvidan sus promotores que el hombre es un ser social que en su actividad forma diversos grupos sociales y vive en un entramado de cuerpos intermedios muy diversos

Místicos, anacoretas y ermitaños católicos, abandonando órdenes, familias o monasterios han visto en la negación del mundo y de la carne el más elevado sendero de la vida espiritual y la salvación del alma, pero su renuncia no era entendida como un vaciamiento de la realeza social y política del Verbo Encarnado

No trato de ellos ahora, sino de otros –muy frecuentes en ámbitos tradicionalistas– que escapan de la política y la descalifican porque son incapaces de levantar la vista más allá de la ordinaria política democrática. A éstos me voy a referir.

Lo he oído y leído, ayer y hoy, muchísimas veces: no hay más que dos cosas necesarias al católico de nuestros días, la familia y la capilla. Ser buen católico es ser buen padre de familia (si numerosa, mejor) y participar de la vida de la capilla o priorato. Por tanto, nada de política, nada de entreverarse con las cosas políticas en y de este tiempo, pues es inútil y peligroso. «Inútil» pues se cree que nada puede cambiarse en estas democracias corruptas en su substancia; «peligroso» para el alma y la salvación ya que la corrupción obra por contagio y todo aquel que se meta en política terminará infectado.

No importa si quien profiere estas sentencias lo haga en público o en privado; tampoco que sea laico o cura. Hay una mentalidad que repudia toda intromisión de los católicos tradicionalistas en la actividad política. Esta forma de huida ha calado hondo en cierto tradicionalismo religioso católico de nuestros días. Se va formando una mentalidad perversa que cree que basta con tener hijos y educarlos, pues para lo demás es suficiente con la capilla y los curas.

De más está decir que es ésta una variante de la segunda apostasía aquí considerada, la de la «Realeza parcial de Nuestro Señor», pero sus fundamentos no parecen provenir del liberalismo católico ni de la lógica protestante, ya que se afirma como doctrina católica verdadera si bien, al menos, de verdad relativa a los días que corren.

Quiero, al final de esta colaboración, demostrar la incorrección de la impostura, esto es, que esta directiva del entendimiento configura una especial «apostasía de la apoliticidad».

Por lo pronto, olvidan sus promotores que el hombre es un ser social que en su actividad forma diversos grupos sociales y vive en un entramado de cuerpos intermedios muy diversos. ¿Qué decir, por ejemplo, de las actividades profesionales en las que cotidianamente nos movemos? ¿Es que Nuestro Señor no debe reinar entre los abogados o los futbolistas, por caso? «Ah, sí», me contestó un sacerdote, que no por casualidad daba lecciones de moral profesional al gremio de los médicos.

Algunos estarían dispuestos a dar este paso, pero no a ir más allá. Por eso rechazan toda posibilidad de una política católica y, al hacerlo, anuncian una suerte de nueva Cristiandad apolítica en la que Jesucristo reina en todo menos en el gobierno de la cosa pública, que queda así en manos del Enemigo.

Olvidan estos señores que el hombre es un ser político y que esa dimensión es perfectiva de su naturaleza, y que negarla o amputarla es tanto como truncar la perfección que Dios quiere y a la que estamos llamados.

Se creen «realistas» porque se oponen a toda actividad en la democracia, confundiendo la política católica con los partidos políticos. En su pretendido realismo exhiben una doble ceguera: metafísica primero, pues diciéndose tomistas seleccionan unos pasajes del Aquinate y desmerecen otros; ceguera histórica además, pues ¿para qué hablar de la Cristiandad?, ¿qué valor tiene el que haya existido un orden político cristiano?

Juan Fernando Segovia en Cristo Rey y las apostasías políticas, publicado en Verbo, núm. 553-554 (2017).

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