De la doctrina tradicional a la apostasía de la apoliticidad del Reino (y II)

la restauración de la política católica tradicional no niega la obra de la gracia; por el contrario, se somete a ella

Puedo convenir en un punto: nuestras democracias son inmundas y es muy posible que sin la formación y el temple necesarias naufraguemos en el intento de cristianizarlas y acabemos descristianizados. Era lo que el P. Feijoo había ya marcado en una de sus consejas: la política es ocasión de pecado. Pero para ser pecado es imprescindible que el hombre intervenga y con torcida voluntad.

Las democracias difícilmente permitirán usar de sus instrumentos a fin de que Jesucristo reine; pero Él no reina si nos refugiamos en nuestras casas o asilamos en nuestros prioratos. Si los primeros cristianos hubieran cedido al error de ver a Roma como un poder diabólico (como algunos creían), permaneciendo en las catacumbas no hubieran logrado la conversión del Imperio. Y si, tras las invasiones bárbaras, los cristianos hubieran desistido de combatir y convertir a sus jefes y pueblos, la Cristiandad naciente no se hubiese consolidado y expandido.

Aún peor, estos señores reniegan del magisterio que ellos mismos defienden, el sano y tradicional preconciliar. Muchos son los textos de ese magisterio que afirman la conveniencia y la necesidad de una política católica, de un orden político católico, etc. Citaré un solo pasaje de Pío XII que lo reafirma: «De la forma dada a la sociedad, conforme o no a las leyes divinas, depende y deriva el bien o el mal de las almas, es decir, el que los hombres, llamados todos a ser vivificados por la gracia de Jesucristo, en los trances del curso de la vida terrena respiren el sano y vital aliento de la verdad y de la virtud moral o el bacilo morboso y muchas veces mortal del error y de la depravación»[1].

¿Es que esta doctrina ya no es actual? ¿Acaso el magisterio está todo sometido a la historicidad de modo que lo que era verdad doctrinal hace sesenta años ya no lo es? ¿No es contradictorio que al tiempo que se afirma la imposibilidad de la Realeza social y política de Cristo –que es doctrina tradicional– se argumente contra las doctrinas postconciliares por haber abandonado la tradición?

Los que así piensan amputan la naturaleza en razón de la actualidad: del hecho que la política democrática sea mala caen en el dictum de que toda política hoy es mala[2]; ergo, sólo hace falta la capilla que puede inclusive hacer las veces del Estado.

No se rechaza únicamente la acción política católica, se denigra también a los que quieren defenderla. Me ha tocado, por ejemplo, atender a las injurias ventiladas por un crítico al libro Iglesia y política, mostrando no solamente sus mentiras y lecturas sesgadas sino además los improperios que se nos aplicaba.

Todo católico que hable de política –se aducía– se vuelve sospechoso de ser liberal; y si insiste en el intento, ya no es sospechoso, la prueba está consumada: es un liberal, un democristiano. Se nos acusa de liberales por buscar transigir con el mundo moderno, como si fuéramos unos sobrevivientes del ralliement, una suerte de personalistas inconfesos, seudo tomistas, contrarrevolucionarios pervertidos, maritenianos disfrazados. Hay más: se nos imputa el «entrismo», como si fuésemos sujetos extraños, venidos de afuera, que amenazamos la tradición, una quinta columna que quiere romper la unidad de las familias de esa tradición[3].

Ellos dicen defender la «gracia» al atacar la política y a quienes la procuran, porque está ajena a la gracia. Seríamos como los defensores de una politique d’abord que descuida el aspecto sobrenatural de toda obra humana. Su sobrenaturalismo tiende a imputarnos un naturalismo maltraído.

Nuestros críticos no quieren ver, porque no entienden ni quieren entender, que la restauración de la política católica tradicional no niega la obra de la gracia; por el contrario, se somete a ella; y que no se dirige a desfondar las familias tradicionales sino a defenderlas, porque junto al auxilio de la divina gracia, ¿qué mejor reaseguro para las buenas familias que un orden político católico?, ¿qué mejor método que acompañe la acción de la Iglesia que ese orden católico tradicional?

Concluyo. La negación de la naturaleza es el comienzo de muchas herejías, pues ya en sí misma es una apostasía, un insulto a Dios al despreciar su obra[4]. La apostasía de la apoliticidad del Reino de Cristo niega la naturaleza humana cuando menos en lo que ella tiene de política y rechaza el orden natural de la política como creado y querido por Dios mismo. Al hacerlo, quita del medio las causas segundas que pueden instaurar el Reino de Nuestro Señor y lo deja a merced del demonio.

En este caso, nuestros detractores dicen: «Cristo fue Rey» en otros tiempos, pero hoy «es imposible que Cristo sea Rey». Frente a ellos, repitamos con San Pío X: instaurare omnia in Christo. Repitamos a San Pablo: oportet illum regnare.

[1] Pío XII, Radiomensaje La solennità, 1.º de junio de 1941, núm. 5.

[2] Es lo mismo que decir que el fruto natural del parto es el aborto y de aquí concluir que es mejor no tener hijos.

[3]  Nos descalifican todavía por ser «universitarios» y ellos ejercen la docencia del blog.

[4] Véase mi trabajo «Infidelidad, idolatría y derechos humanos. Una nota sobre las consecuencias del error religioso en moral y derecho», Verbo (Madrid), núm. 551-552 (2017), págs. 7 y sigs.

Juan Fernando Segovia en Cristo Rey y las apostasías políticas, publicado en Verbo, núm. 553-554 (2017).

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