Bucólicas y geórgicas (III): Las costas de Terranova

El enemigo de la tradición política con dos dedos de frente, sabe que está obligado, por sus mismos principios, a ser enemigo, también, de la tradición religiosa

Poster of the film The Grand seduction

El síntoma, el anhelo, la nostalgia; la mirada, ligera e inconscientemente o bien, adolorida y deliberadamente melancólica sobre la vida sencilla del campo, es un lugar literario de primera categoría en nuestra época. Y decimos literario en un sentido muy lato de la expresión. El trazado de las líneas maestras de esta enfermedad del alma que, ya lo estamos viendo, no aqueja sólo a los autodenominados tradicionalistas, nos llevará hoy, de nuevo, al cine.

La crítica del bucolismo ingenuo, como podría llamársele también, de la cual hemos tomado como representante literario a Blasco Ibáñez, puede enorgullecerse, al menos, de su realismo. El antitradicionalísimo más feroz ―y, quizás por ello, el más respetable― no puede desligarse del anticatolicismo. El enemigo de la tradición política con dos dedos de frente, sabe que está obligado, por sus mismos principios, a ser enemigo, también, de la tradición religiosa. No se puede combatir al Rey sin combatir a Cristo Rey. Por eso nos parecen más respetables (más inteligentes, más honestos, al menos coherentes…) los ateos de izquierdas que los demócratas de derechas.

La constatación que hacen autores e intelectuales de la cuerda no puede ser más acertada (y no podemos estar más de acuerdo): la sociedad de tipo tradicional, desvinculada de su elemento vertebrador que es la religión católica, acaba por caer en las más atroces y más descarnadas violencias civiles.

Los naturalistas y los realistas y todos los literatos del s. XIX y principios del XX que, para su gran fortuna, no encajan en ésas ni en otras categorías [¿qué tendrán de común, me pregunto, Figuras de la Pasión del Señor de Miró, y Luces de Bohemia de Valle-Inclán, si no es que a sus autores se les pone a ambos el rótulo de modernistas?] han trazado el retrato de la España bajo el yugo liberal, en la que aún sobreviven modos y maneras del Antiguo Régimen, pero desposeídas ya del contrapeso de la moral, de la censura omnipresente de la Iglesia, en fin, de lo que dábamos en llamar hace unas semanas, el acicate universal para ser buenos que consiste en la amenaza de condenación eterna, si somos malos. Resulta evidente que el Decálogo no basta para hacer buenos a los hombres y que la Iglesia necesita del apoyo del brazo secular para aplicar las leyes de la ciudad católica. Pero no resulta menos evidente que el Estado, que tiene una inmensa capacidad de acción limitada, empero, por el no menos inmenso campo de la conciencia, no puede pasarse sin el apoyo decidido de quien sí tiene poder para obligar en el fuero interno de los hombres. Esto lo sabían los defensores del Antiguo Régimen y lo sabían también los comunistas; lo que pasa es que el rol de Dios, sea en la sociedad en su conjunto sea en la conciencia del creyente, no lo puede desempeñar con igual eficacia la voluntad del Partido, sea cual sea el partido.

La conclusión inevitable, nos dicen, es que hay que abandonar también las viejas estructuras sociales y políticas, desde el momento en que su espíritu vivificador, la fe común, las ha abandonado o ha sido obligado a abandonarlas. Y hacer esta constatación no requiere en el observador estar de acuerdo con ninguno de los principios que han motivado la expulsión de la fe del ámbito público. Lo decimos y lo repetiremos: si Azaña tenía razón cuando afirmaba que España ha dejado de ser católica (lo cual es más cierto hoy que hace noventa años, de ahí la formulación en presente de indicativo), es justo y razonable que las izquierdas quieran proceder a la reforma agraria. Lo que apostillamos nosotros es que la desaparición de la fe en España no es irreversible y que debemos trabajar por su evangelización en primer lugar; o, si lo prefieren, que las estructuras de vida comunitaria que de hecho hasta sus detractores echan en falta en cierto sentido, no han sido irremediablemente arrastradas al basurero de la Historia.

A la honestidad de nuestros enemigos, los antiguos católicos convertidos en revolucionarios, se contrapone, narrativamente (ya hemos dicho muchas veces que aquí no estamos para filosofías), la ingenuidad de quienes también son nuestros enemigos, aunque lo muestren con su altanero desprecio en lugar de con sus diatribas furibundas: los revolucionarios de siempre que, además, son protestantes.

Aunque poco conocido a este lado del Atlántico, existe hoy un pujante movimiento de añoranza de la vida sencilla de las labores del campo (en este caso, de ese inmenso campo que es la mar), que encarna en los pueblos de pescadores de las costas de Terranova, otrora riquísimo vergel de vida ictícola que la sobreexplotación condujo en época muy reciente a paralizar, proteger y reconducir hacia actividades menos invasoras de la vida natural. No entraremos en el debate ecologista en este momento. Lo que nos interesa es cómo esa súbita cesación del modo de vida tradicional de las gentes de la zona ha impactado en la conciencia colectiva y cómo ese impacto se ha traducido en ese vehículo privilegiado de la reflexión humana (porque vehicula, precisamente, todas las preguntas que, después, la Filosofía, debe encargarse de responder), que es la literatura.

El principal problema del mundo anglosajón y protestante es su incorregible optimismo, claro, que le conduce a obviar (por obiter dicta, presuntamente, por falta de coraje intelectual, muy probablemente), las piezas que le faltan al cuadro.

En la interesante (aunque censurable) La gran seducción, un grupo de pescadores en el paro que habitan un pueblecito que es el no va más de lo bucólico en las costas de Canadá, deben persuadir por todos los medios a su alcance (legítimos o no) a un joven médico para que decida instalarse permanentemente en el pueblo, condición indispensable para que una opulenta multinacional construya allí no sé qué factoría, llamada a resucitar la vida laboral de la zona: allí, quien más quien menos, viven todos de los subsidios que el gobierno abona a los pescadores obligados al amarre definitivo.

Todos los habitantes del minúsculo pueblecito, en el que sobreviven, sabe Dios cómo, interesantes vínculos de solidaridad vecinal, acaban involucrándose en la campaña por conseguir médico y fábrica. Queda algo por lo que luchar, ciertamente: El honor perdido de los maridos que ya no pueden mantener a sus esposas, quizá; pero el honor perdido de los maridos no es fuente de amistad ni de buena vecindad; si no se tratara de un filme americano, a lo mejor podríamos sospechar que se trata de una aguda y generosa conciencia de clase, pero la conciencia de clase no suele cristalizar en sobornos al futuro patrón para que venga con sus bártulos a introducir la producción industrial en un rincón de la costa que hasta entonces no había conocido más paisanaje que las casas de tablones. Quizás no quede más que la esperanza de salvar (casi literalmente) los muebles de la antigua sociedad, en la que se pescaba y se iba al pub local a ver el partido, con la esperanza de que, algún día, los peces vuelvan y, con ellos, la comunidad. Porque los pescadores jubilados de La gran seducción no tienen la menor intención de abandonar su pequeño pueblecito y pretenden mantener su modo de vida de la manera más tradicional posible: la sociedad de siempre ha desaparecido, ¡salvemos los pedazos que quedan!

Pero falta algo, además de los peces. Falta algo que, evidentemente (eso lo sabe todo el mundo, empezando por los protagonistas del filme), la nueva fábrica no puede darles: falta una causa común y la común generación de riqueza y de bienes de consumo no puede ser calificada de causa común. Porque lo que queremos decir, precisamente, cuando decimos causa común en este contexto, es causa final. Y las cosas no tienen nunca razón de causa final, ni siquiera las cosas que se consumen en común en una fiesta[1]; los vecinos han podido trabajar codo con codo y cooperar en una especie de efímero trasunto de sociedad tradicional con el fin de obtener puestos de trabajo para todo el pueblo en la nueva fábrica; pero una vez obtenido ese fin que, reconozcámoslo, no deja de ser un poco mezquino y corto de vista, ¿cómo mantener con vida la vida comunitaria?

Las canciones marineras, en las que abunda la película, nos dan un principio de respuesta. La deliciosa Polly Moore, interpretada por el grupo The Dardanelles, narra la historia de un joven marinero que se despide de su prometida antes de embarcarse:

«If God pleases to spare my life, when I return, I’ll make you mi wife»,

Si Dios quiere conservarme la vida, me casaré contigo cuando regrese. Cuando los pescadores rezaban, no digo yo que el pescado abundase siempre y que la sobreexplotación no fuera un peligro real; ni tampoco digo que no hubiese naufragios ni catástrofes marítimas. Cuando los pescadores rezaban, pasaban quizá todas esas cosas y la vida comunitaria de los pueblos de pescadores vivía, quizá, bajo la sombra de las mismas amenazas que han dado con ella al traste hoy; salvo una. Cuando los pescadores (y los arrendatarios de la huerta) rezaban, tenían una poderosa causa común para ser solidarios, buenos vecinos y trabajar codo con codo por el bien por todos compartido; les asistiera el fin la Fortuna o no.

Y cuando faltan piezas indispensables en el engranaje de la sociedad; cuando la iglesia del pueblecito de pescadores de Terranova sirve sólo como una especie de salón de plenos en caso de urgencia, todo optimismo tradicionalista posmoderno no servirá más que para inventar argumentos de película. Simpáticos, sí; que dejan traslucir un profundo y arraigado anhelo de vida sencilla, también. Pero sin esperanza ninguna de tocar buen puerto.

 [1] Véase Trabajo a escala humana I y II

G. García-Vao

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