Finalizada ya la Segunda (y última) Sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, quisiéramos ahondar una vez más sobre el tema de la colegialidad, que constituye una de las bases fundamentales de la «nueva pastoral» promovida desde el Concilio Vaticano II. No en vano Mons. Pietro Parente, en la Congregación General LXXXIV, de 21 de septiembre de 1964, siendo a la sazón Asesor de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, antes de pasar a las votaciones sobre los sucesivos contenidos del controvertido Capítulo III del Esquema De Ecclesia (futuro Capítulo III de la Constitución Lumen Gentium), iniciaba su Relación en defensa de los parágrafos §22-§27 del susodicho Esquema (núcleo esencial de la innovadora eclesiología de la colegialidad) con estas palabras: «Es un honor y un deber para mí exhibir e ilustrar en esta sacrosanta aula ese capítulo de doctrina que, como continuación y complemento del poema interrumpido del Concilio Vaticano I, puede decirse que es como el corazón del Concilio Vaticano II» (Acta Synodalia, III/2, p. 205).
Según la doctrina de la colegialidad –lo recordamos de nuevo– existen en la Iglesia dos sujetos poseedores de la potestad suprema: el Papa en solitario; y el llamado «Colegio Episcopal», conformado por todos los Obispos del mundo, incluyendo al Papa como cabeza del mismo. Puesto que para formar parte de dicho Colegio sólo se requiere la consagración episcopal, el Obispo recibe inmediatamente de Dios, en virtud de la misma consagración, no sólo la potestad de orden sino también la potestad de jurisdicción, ya que entra a formar parte de un sujeto colectivo permanente que goza también –repetimos– de la potestad universal sobre toda la Iglesia. Ahora bien, esta potestad que el Obispo recibe inmediatamente de Dios, se encuentra impedida para su ejercicio, necesitando para dejarla expedita de una misión canónica o mandato apostólico que sólo puede ser otorgada por el Papa. El Papa, por lo tanto, con esa misión canónica, no transmite la potestad de jurisdicción al Obispo, quien ya la había recibido directamente de Dios en su consagración, sino que solamente le deja expedita para su ejercicio aquella potestad jurisdiccional que –insistimos– ya posee el Obispo desde el momento de su consagración.
El por entonces Secretario de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades, Arzobispo Dino Staffa, con fecha de 25 de julio de 1964, redactó y presentó al Concilio el que seguramente sea el más detallado estudio contra esas ideas contenidas en el Esquema De Ecclesia. Su conclusión la deja bien clara desde el principio: «estas proposiciones están en contraste con la doctrina más común de los Santos Padres, de los Romanos Pontífices, de los Concilios Provinciales, de los Santos Doctores de la Iglesia Universal, de los teólogos, de los canonistas, y con las normas seculares de la disciplina eclesiástica. Tal doctrina enseña que la jurisdicción de los Obispos deriva a ellos inmediatamente del Romano Pontífice, y, por tanto, no inmediatamente de Cristo por medio de la consagración episcopal» (Acta Synodalia, III/3, p. 584).
Staffa cita a numerosos Papas cuyas declaraciones dejan bien claro que, los Apóstoles y sus sucesores los Obispos, recibieron y reciben de Cristo la potestad de jurisdicción a través de Pedro y de los Sumos Pontífices respectivamente. Como ejemplo ilustrativo, podemos traer las mismas frases de San León Magno que el Papa León XIII reproducía en el parágrafo §37 de su Encíclica Satis Cognitum (1896). Puesto que la traducción oficial del texto no es del todo exacta, nos serviremos de la que realizó en su día el Arzobispo de Santiago José Martín de Herrera en su Carta Pastoral de 18 de enero de 1897 «sobre la unidad de la Iglesia». Dice así: «Por lo tanto, hay que fijar la atención en que nada se concedió a los Apóstoles separadamente de Pedro, y que mucho se concedió a San Pedro separadamente de los Apóstoles. Al explicar San Juan Crisóstomo aquellas palabras de Cristo (San Juan XXI, 15) dice: “¿Por qué haciendo caso omiso de los demás, habla sólo con San Pedro?”. Responde al instante: “Era el más excelente entre los Apóstoles, la boca de los discípulos, y cabeza de aquella asamblea” (Homilía 88 Evangelio San Juan, n. 1). Porque él solo fue designado por Cristo como fundamento de su Iglesia; a él solo le fue dada potestad de atar y desatar; y a él solo se le dio poder de apacentar. Por el contrario, toda autoridad y dignidad que recibieron los Apóstoles, la recibieron juntamente con San Pedro. En este sentido dice San León Magno: “Todo aquello que la divina dignación quiso que los demás príncipes tuviesen común con él, todo aquello que no negó a los otros, jamás lo concedió sino por medio de él (…) De modo que, habiendo recibido él solo muchas cosas, nada pasó a ninguno de ellos sin su participación” (Sermón IV, cap. 2)» (Imp. y Enc. del Seminario C. Central, 1897, p. 17. Los subrayados son nuestros).
Suele aducirse como prueba del supuesto carácter tradicional de la tesis contraria, la promoción que hicieron de ella algunos Obispos españoles, encabezados por Pedro Guerrero, Arzobispo de Granada, en la tercera y última etapa del Concilio de Trento (enero 1562 – diciembre 1563). Para una clarificación de estos hechos, resulta provechosa la lectura de los capítulos XIX y XX del segundo Tomo de la obra Diego Laínez en la Europa religiosa de su tiempo 1512-1565 (1946), biografía escrita por Feliciano Cereceda S. J. en torno al segundo Prepósito General de la Compañía, uno de los principales defensores del origen divino mediato de la jurisdicción episcopal en el mencionado Sínodo Ecuménico, sobre todo en su célebre discurso del 20 de octubre de 1562. Hay que tener en cuenta el contexto en el que se manifestó la postura sostenida por aquellos Obispos españoles: su sincero ánimo reformador contra los abusos que se venían cometiendo por diversos Papas y su Curia desde los albores del Renacimiento, les podía llevar a adoptar un celo un tanto excesivo en sus propuestas hasta el punto de internarse temerariamente en un delicado tema teológico que afectaba ni más ni menos que a la constitución de la Iglesia, yendo así más allá de lo que exigía la mera corrección en el orden práctico de unos males morales que indudablemente se arrastraban desde hacía tiempo en la disciplina general eclesiástica. En este sentido, es menester recordar que la sugerencia del origen divino inmediato de la jurisdicción episcopal continuamente se mezclaba y entrelazaba con el debate acerca de si era o no de derecho divino la obligación de residencia de los Obispos en sus respectivas Diócesis, uno de los principales pilares de la Reforma católica.
Desde luego, es preciso recalcar que los jesuitas no les iban a la zaga a esos Obispos españoles a la hora de señalar sin tapujos la necesidad de reformas en la Iglesia, comenzando por su autoridad suprema. Así lo testimonia, por ejemplo, el Memorial que envió el P. Juan Bautista Viola S. J. a Marcelo II al poco de subir éste al solio pontificio: «Se me ofrecía, pues, Beatísimo Padre, por primer recuerdo –decía, entre otras cosas, el P. Viola– que el principio de esta universal reformación depende de la reformación de la persona que Vos tenéis. Y porque es más que manifiesto cuántos males ha padecido en nuestros míseros e infelices tiempos la Iglesia de Dios por defectos y afectos de los que eran su cabeza, como cuentan las historias, y Vos, quizás no menos por experiencia que por ciencia, estáis muy al cabo de todo ello, no me extenderé en demostrarlo» (op. cit., p. 122).
(Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano
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