Vaya por delante que me gusta mucho El despertar de la Srta. Prim. Me parece una novela muy original, a la par que enraizada en la bellísima tradición que encarnan Jane Austen y George Eliot; y muy necesaria, pues plantea las preguntas que, precisamente, los humanos del s. XXI deberíamos procurar responder(nos).
Pero, por más que me gusten los personajes, la historia e incluso el marco, no me gustaría vivir en San Ireneo de Arnois. O, mejor dicho, podría gustarme en exceso y, no obstante, no me parece el cuadro ideal para criar niños. En especial si la idea es criar niños que tengan algo que ver con el mundo real. San Ireneo de Arnois es un Tradilandia, neologismo importado del neo-francés de extracción tradi y que se emplea para designar una población en la que una inmigración masiva de familias católicas tradicionales ha conseguido revertir la tendencia secularizadora general en un municipio dado, en suerte que, dejando la horrible, laica y republicana civilización detrás, uno tiene la impresión de haber regresado a la Francia de Luis XIV o, al menos, a algo que se le parece mucho.
No vamos a insistir, al presente, sobre las opciones benedictinas de las que ya tratamos cuando procedimos a realizarle la autopsia al dodo comunitario. Autopsia, porque el dodo ideológico de Rod Dreher y sus seguidores nace muerto, por la enorme y creciente dificultad de encontrar abadías benedictinas que se presten a ejercer de pararrayos espiritual de una comunidad de residentes. No vamos a insistir, pero ése es, precisamente, uno de los problemas (y no el menor), de San Ireneo de Arnois: que su existencia precisa de una pujante abadía benedictina en los alrededores y, algo aún más inverosímil, que la citada abadía se encuentre, paradójicamente, en un estado de relativo laxismo en cuanto al seguimiento de la regla de San Benito, de suerte que los Reverendos Padres benedictinos tengan un nada despreciable apostolado exterior a la abadía. La opción irenea habría resultado más creíble (aunque, ciertamente, menos literaria) si nos hubiesen planteado que la autoridad moral del pueblo la ejerciera un clérigo secular, lo cual es, por cierto, el estado normal de las cosas.
Pero incluso haciendo abstracción de ese detalle, que no deja de tener su importancia, sin embargo, creemos que, en esta serie de artículos sobre la verdadera y la falsa idea tradicional de vida sencilla y campestre, los pueblos tradicionalizados de manera artificial tampoco nos parecen la solución.
Hay un primer inconveniente que salta a la vista de cualquier viajero del mundo real que visite un Tradilandia (en Francia, en Alemania, en Estados Unidos…): uno puede esforzarse sin cuento por mantener a la mayoría de la población al margen del mundo exterior; siempre habrá quien deba enfrentarse con él, aunque sólo sea para obtener un puesto de trabajo que le permita mantener con vida su utopía a escala de entidad local. Y eso siempre ocasiona problemas, porque habrá quien, hipnotizado por los aires de paz, de buena vecindad y de moral pública y privada que embalsaman sus cotidianos quehaceres en San Ireneo de Santa Irene, acabe por olvidar que vive en una isla, rodeado por la mar bravía del Camino Sinodal, de la pugna feroz (y económicamente disparatada) de Trump y de Harris y de la laïcité (en español, «anticristianismo de guante blanco»). Y, más aún, quien acabe por censurar que, en la utopía tradicional, ciertos elementos de disrupción vayan a ganarse el pan precisamente junto a los enemigos de las utopías tradicionales.
No faltará, tampoco, quien considere que la vida en Tradilandia exige, necesariamente, renunciar a todas las comodidades y avances técnicos que nos ofrece el mundo moderno, precisamente en tanto que son modernas; y que sólo puede adquirir carta de ciudadanía en Nueva Jerusalén de Santa Ernestina (pueblo mucho más nuevo que La Carolina y La Carlota) quien se comprometa a dedicarse exclusivamente a labores del sector primario. Podrán, entonces, los partidarios del bucolismo moderado, que reconocen que la vida del campo es fundamental (en un doble sentido de necesaria y de pilar o cimiento de la vida verdaderamente comunitaria), al tiempo que confiesan que internet no es intrínsecamente malo ―como quien esto firma y quienes esto leen―, alegar que la autarquía agropecuaria es inviable, que ciertos avances técnicos son indispensables, que no todo el mundo puede permitirse vivir de espaldas al 99% del planeta, que los católicos, por tradicionales que seamos, no somos, en fin, amish que rezan el rosario. Quienes tales argumentos presentan, habrán de sufrir el anatema por parte de quienes mantienen viva Tradilandia con sus delirios de autarquía, sostenida con discretas importaciones de materias primas del mundo exterior.
Hay un segundo y aún más importante inconveniente: Tradilandia no representa la realidad y no me parece el colmo de la sensatez presentársela a los niños como tal. Es evidente que no hay que educar a los hijos como los educan las gentes del mundo, ni exponerlos sin medida alguna de protección a los horrores morales e ideológicos que pululan por doquier, como los espíritus que infestan el aire o como el león que busca a quién puede devorar. Pero resulta de todo punto conveniente que los futuros adultos sepan que esas cosas existen, que son peligrosas y malas y que hay que evitarlas, al mismo tiempo que hay que procurar convertir a todos, buenos, malos y acatólicos a la verdadera religión. Si bien es cierto que la educación en Tradilandia evitará (quizá, es sólo una probabilidad) que nuestros hijos caigan en según qué vicios, no es menos cierto que, si se les mantiene, de manera totalmente ingenua, al margen del mundo real, tarde o temprano acabarán por descubrirlos (porque, de nuevo, no somos amish que rezan el rosario), y que el efecto rebote puede ser infinitamente peor. Eso dejando a un lado que también tenemos un deber de dar buen ejemplo y de procurar convertir y conducir por las sendas de la virtud incluso a las gentes que no son nuestros hijos ni nuestros compañeros de exilio voluntario.
El anhelo de comunidad, de los tradicionalistas o de quien sea, ha de elegir, necesariamente, una de estas tres posibilidades: Por un lado, aceptar unívocamente la llegada inexorable del Progreso y, en consecuencia, resignarse estoicamente a la imposibilidad de retroceder a formas de organización social más humanas y más razonables. Coherentemente, el tradicionalista de tal pelaje asistirá a Misa de siempre los Domingos (probablemente en alguna parroquia modernamente tradicional, tipo Ecclesia Dei) y el resto de la semana vivirá como cualquier otro ciudadano «normal»; si le queda algo de tradicionalismo político, por afecto familiar, lo empleará en sostener causas folclóricas como la CTC.
Por otro lado, el tradicionalista melancólico puede negar unívocamente todo cuanto tenga que ver con el Progreso, mezclando rabiosamente los avances técnicos con las modificaciones sociológicas y políticas; ignorando, por cierto, que éstas han tenido lugar con ocasión de aquellos y no como su consecuencia: una sociedad ideológicamente abierta (es decir, en la que ya no se busca ni se proclama la verdad, sino exclusivamente el consenso), es una sociedad que se desarrolla con mayor facilidad en un mundo en el que existen X y WhatsApp, pero ni WhatsApp ni X tienen la capacidad de transformar ni las conciencias ni las sociedades, no nos engañemos. Y, en consecuencia, el bucólico inconsciente deberá huir del mundo refugiándose en una sociedad artificial (pero muy artística) en forma de Tradilandia, en la cual no tendrán cabida ninguna de esas cosas, cuya existencia se mantendrá en el más absoluto de los secretos para aquella joven parte de la comunidad aún no contaminada.
En fin, puede uno decantarse por la alternativa más compleja, pues exige distinguir, separar, definir y elegir con paciencia y sabiduría, que consiste, precisamente, en considerar qué hay de verdaderamente progresista en el Progreso y qué es sólo un espejismo. Porque también la vida bucólica, sencilla, campestre y tradicional puede beneficiarse, de manera moderada e inteligente, de ciertos avances técnicos. Del mismo modo que una cierta comunicación con quienes no comparten nuestra fe ni nuestras ideas puede ―dejando aparte el deber de caridad― no sólo ser absolutamente necesaria para nuestra vida cotidiana sino, incluso, muy beneficiosa.
Quizás, al menos yo así lo creo, San Ireneo de Arnois no es un lugar filosófico en el sentido de una utopía que ciertos católicos ingenuos pretenderían edificar. Tal vez, como muchas grandes obras de la literatura, El despertar de la Srta. Prim no mira al futuro, sino al pasado, proponiéndonos una sociedad ficticia que debería servirnos para tomar impulso en la verdadera restauración de la sociedad católica; que no consiste en una reserva antropológica bien custodiada, autárquica, construida a la sombra de una abadía cuyos monjes, a lo mejor (e, incluso, muy probablemente), no tienen el menor interés en que estemos ahí (porque, de lo contrario, probablemente, no serían monjes), sino en reformar la sociedad en la que ya nos encontramos. Los tradicionalistas también estamos a favor del Progreso, porque progresar siempre es posible en todas las actividades humanas: nada es perfecto, aquí en la tierra. La diferencia principal entre nuestro progreso y el de los progresistas es que el nuestro tiene un ojo puesto en lo que nos han enseñado nuestros mayores, sin que eso signifique, necesariamente, que queramos obcecarnos en vivir exactamente como ellos, especialmente si ello exige la experiencia circense en que puede convertirse toda Tradilandia.
Quizás El despertar de la Srta. Prim es una obra literaria en el mejor sentido de la expresión, es decir, que contiene preguntas, no respuestas. San Ireneo de Arnois no es una solución milagro al problema de la insociabilidad fundamental del hombre moderno, sino la constatación misma de esa insociabilidad, pues apela a un sentimiento profundo que, muchos, no sabían ni que albergaban: nos gustaría vivir como viven sus habitantes. Plantear, en bellísimas páginas, ese malestar del hombre contemporáneo, es la labor del escritor. Responder y sanar ese malestar, es misión de otros.
G. García-Vao
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