En los últimos días, conforme se va limpiando el lodazal que inundaba las calles de los municipios afectados por la riada, vemos emerger otro fango pestilente: es el fango que escupe el sistema. Con el empleo de la «máquina del fango» (término que cierto personaje utilizó para referirse a los medios de masas) unos intentan inculpar a otros para eludir responsabilidades, se desvía la atención con sensacionalismos oportunistas en programas morbosamente lacrimógenos (pues, por desgracia, no les faltan las tragedias), comienzan las maniobras parlamentarias y los «gestos políticos» …; en definitiva, se pretende alterar el relato. Pretenden negar lo que nuestros ojos han visto y lo que nuestras manos han tocado, quieren que la realidad se confunda con un sueño, pues, en sus palabras y refiriéndose a un acontecimiento reciente de la historia de España: lo que hemos vivido no sería más que «una suerte de ensoñación».
Quieren ocultar que estos días se han vivido dos grandes tragedias: la tragedia de aquellos que han perdido a familiares, sus bienes, su trabajo y sus tierras; y, la tragedia de España, al descubrir de una forma cruel que sus «gobernantes» les han abandonado a su suerte cuando más se les necesitaba. En otras palabras, el sistema ha fallado criminalmente. El propio sistema, en una maniobra ruin y cobarde, incapaz de aceptar su responsabilidad, inicia una evasión acelerada al ver el recibimiento que ha dispensado el pueblo a las sacrosantas instituciones del Estado. Comienza (según nos dicen) a aparecer la ultraderecha por todas partes, sobre todo, entre los voluntarios; hay supuestos desinformadores que quieren propagar bulos y sembrar el caos, y emerge una peligrosísima falta de respeto a las instituciones que amenaza a la seguridad nacional de nuestra muy consensuada democracia. Nos venden que el ejército pondrá todos los medios para no dejar a nadie atrás y que ya han hecho cuanto estaba en su mano, pues si no pudieron acceder antes a los puntos críticos, es porque todo lleva un protocolo y las vías de acceso a las poblaciones estaban cortadas.
Nuestro mundo se caracteriza por tener muy poca memoria: no recordamos de dónde venimos, cuál es nuestra historia, quiénes son nuestros padres, y, en última instancia, quiénes somos nosotros mismos. Espero que las herramientas tan potentes de manipulación del imaginario que tiene el sistema a su disposición, junto con nuestra débil memoria, no nos hagan olvidar las dos tragedias que hemos vivido estos días. No es una cuestión de rencor, sino de justicia.
A continuación, les narramos brevemente aquello que hemos visto y lo que no hemos visto en nuestros desplazamientos a algunas de las zonas afectadas. Nos centraremos especialmente en describir la jornada de trabajo del viernes 1 de noviembre, por ser la más próxima al día de la catástrofe. Posteriormente, diversos miembros y simpatizantes del Círculo hemos colaborado en grupos de voluntarios gestionados por una asociación de parroquias muy bien organizada.
Nuestras tareas comenzaron en las primeras horas de la mañana, cuando una cantidad considerable, aunque no cuantiosa, de voluntarios pertrechados con cuanto tenían a su alcance se enfilaban para ayudar a nuestros vecinos afectados. Hablar de «zona cero» es una necedad, pues la zona cero comenzaba en cuanto se cruzaba el puente sobre el nuevo cauce del Turia y se extendía por kilómetros. Sin saber nuestro rumbo preciso entre tal cantidad de caos y tras comprobar la descoordinación de los grupos surgidos en redes durante los primeros días, optamos por continuar por nuestra cuenta hacia una de las zonas más desamparadas y donde consideramos que podríamos ser de ayuda: Catarroja.
Atravesamos a pie el barrio de La Torre, Benetúser, Alfafar y Masanasa, lo que nos hizo comprender que la calamidad era mayor de lo que creíamos en base a nuestras informaciones previas. Lo que presenciamos es difícil de describir con palabras; vimos innúmeros coches destrozados y amontonados en un amasijo de chatarra (se estima que hay más de 70.000 coches siniestrados), cañas, basura, hierros, tuberías, escombros, fango por doquier, agua turbia, etc.
También vimos a los vecinos y a algunos voluntarios que, desesperadamente, pero con una admirable vitalidad, sacaban de las casas toneladas de barro y todo tipo de objetos malogrados que, a duras penas, por la cantidad de fango y mugre que los recubría, se intuía que en otra vida fueron algo útil en la vida de los hombres.
Vimos a mucha gente sin agua, sin comida, ni luz. Hubo muchas personas que, como en tiempos muy primitivos, llevaban a pulso desde Valencia los suministros. Nosotros mismos pudimos llevar hasta Catarroja algunos víveres en un carrito. No existía un punto claro donde dejar los alimentos, aunque sí que había gente que parecía que de un modo precario distribuía víveres entre la población, por lo que optamos por dejar una parte de lo que llevábamos en una parroquia; el resto lo porteamos hasta Catarroja y allí decidimos cedérselo a una pequeña furgoneta que repartía agua y comida.
Ayudamos a varios habitantes a sacar muebles y pertenencias de los bajos: tirándolos, como quien suelta los escombros en un vertedero, a montañas de muebles y enseres que recorrían las calles. Varios de los hogares devastados eran las típicas casas valencianas de pueblo con unos cuantos años de antigüedad, muchas de ellas habitadas por ancianos. Allí se reunían hijos, sobrinos y nietos para desprenderse de todo, aunque, de vez en cuando, alguno detenía la limpieza porque había encontrado un pequeño objeto por el que guardaba especial afecto. Podemos imaginar la cantidad de recuerdos que yacían sepultados en las montañas de basura…
Fango por todas partes. En algunas zonas, intransitables y peligrosas, era difícil saber la profundidad o lo que había tras el barro, de modo que la gente se desplazaba con palos tanteando el firme. La mayoría limpiaba sin el material adecuado, sin calzado, sin instrumentos de trabajo y sin guantes; aunque, al menos, en ese momento el fango no era aún tan putrefacto como en estos días últimos.
En definitiva, vimos a la gente abandonada vilmente porque no vimos a aquellos que subsidiariamente debían actuar dado que tienen los medios y el poder, esto es, el Estado, que debía aportar orden, auxilio y protección. No vimos en Catarroja a personas uniformadas, por lo que un amigo repetía indignado: «¿¡dónde está el ejército!?». Rondaba por allí algún policía local, pero que en esa situación y dado que muy probablemente era otro desventurado afectado, devenía en uno más de la masa vecinal. En la niebla del caos, algunos lugareños en un par de ocasiones, al ver que éramos un grupo de hombres jóvenes mínimamente bien equipados y coordinados, nos confundieron con militares. Tampoco había maquinaria pesada retirando las toneladas de coches y escombros; lo único semejante, era un humilde tractor que en vez de arrastrar un arado tiraba de una especie de pala, y, tampoco me consta que fuese pilotado por un militar.
Además, en los aledaños de estos pueblos hay una autovía por la que circulaban algunos turismos gracias a unas pocas vías habilitadas al tránsito. Allí, sumidas en el atasco, también se encontraban las ambulancias (con heridos), coches de la Guardia Civil y Policía Nacional.
Aquel epítome del caos pedía desesperadamente un mínimo de orden. Estoy seguro de que hubiesen hecho un gran bien un par de personas, tampoco demasiadas, dando indicaciones sobre cómo y dónde desplazar los escombros, ordenando lo prioritario, restringiendo o habilitando el acceso a servicios urgentes y coordinando redes logísticas. Para desgracia y vergüenza de todos -más aún de los afectados- en un bochornoso espectáculo, el despliegue de efectivos militares por parte del Estado comenzó a producirse, prácticamente, el día 5 de noviembre.
Pese a la desgracia, también hemos podido ver otras cosas que nos invitan a la esperanza, más que nunca, cuando uno a veces tiende a pensar que en nuestro amado país todo está perdido. En esas circunstancias brilló (y esta sí que apareció cuando más falta hacía) una de las facetas más bellas del hombre. Algunos la denominan solidaridad; pero, personalmente, diría que es la virtud patriótica, derivada de la piedad y la caridad, por la que se vence el egoísmo y la Providencia nos invita a sacrificarnos por el conjunto buscando el bien común. Hemos visto a gente de toda condición metida en el fango y manchándose las manos para ayudar a sus paisanos.
Allí abundaba la buena voluntad, pero ésta, por sí misma y desordenada poco puede hacer. Sin embargo, también como gentil recordatorio e invitación a pensar en otros mundos, conforme pasaron los días las iniciativas vecinales y de acción cooperativa se han ido organizando. Principalmente, se ha hecho una gran labor desde algunas parroquias valencianas con puntos de apoyo fundamentales en localidades como Paiporta. Desde abajo, con estas iniciativas se han ido gestando una suerte de primitivos cuerpos intermedios, que han suplido ágilmente el papel subsidiario del Estado mientras éste se ahogaba en su burocracia y sus protocolos.
Sirva este artículo para recordar y no olvidar la injusticia hacia todas las víctimas, la vergüenza de la infamia nacional, y que otra sociedad es posible y necesaria: inspirada por los principios perennes, orgánicos y acordes a la naturaleza humana. No lo olvidemos.
Vicent Peris, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)
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