En el artículo «Gabino Tejado y la falaz dialéctica entre principios y personas», dábamos cuenta de la visión desvirtuadora que los neocatólicos, aprovechando la crisis coyuntural provocada por el Rey de España Juan III en la década de los sesenta del siglo XIX, hacían del ser o misión carlista, como recurso persuasivo para favorecer la integración, so capa de «unión contra el enemigo», de las familias católicas leales dentro del sistema republicano-isabelino. Decíamos entonces que la capciosa opinión exhibida había de reaparecer otras muchas veces hasta hoy, como medio sofístico el más eficaz para desnaturalizar la causa legitimista y preparar teoréticamente el terreno a la progresiva incorporación de los católicos leales en las estructuras de la Revolución.
Si quisiéramos remontarnos a los orígenes de este engañoso planteamiento en torno a la bandera católico-monárquica, deberíamos fijar el foco en los años inmediatamente posteriores al final de la Primera Cruzada de Restauración (1833-1840), en donde nos encontramos principalmente con la conocida campaña en pro del matrimonio del Conde de Montemolín con la antirreina Isabel como vía de «reconciliación nacional», auspiciada por Balmes desde el semanario (luego quincenal) madrileño El Pensamiento de la Nación (febrero 1844 – diciembre 1846).
Uno de los principales colaboradores del filósofo de Vich en la operación mediática fue el periodista mallorquín José M.ª Quadrado, quien le secundaría desde el diario madrileño El Conciliador, durante su corta existencia entre los meses de julio y diciembre de 1845. Todos los artículos que se publicaron en él aparecen reunidos en el segundo de los cuatro tomos que recopilan sus Ensayos religiosos, políticos y literarios (1893-1896), proyecto editorial que finalmente, tras dos tentativas incompletas en 1853 y 1871, conseguiría llevar a término justo antes de su muerte.
En el artículo «Menéndez Pelayo y la escuela apologética tradicionalista (III)», ya nos referimos a la introducción que el polígrafo montañés estampó en el primer tomo de esta última y definitiva edición de los Ensayos de su buen amigo Quadrado. En ese largo prefacio, tras recordar la participación de nuestro autor en la campaña de Balmes, escribe: «La generosa fórmula que […] defendía no era otra que la reconciliación sincera de todos los españoles católicos y monárquicos, y como medio de lograrla y principio de una política nacional, la fusión dinástica que ahuyentara para siempre el espectro de la guerra civil, haciendo entrar en la legalidad [sic] constitucional al partido [sic] carlista» (p. XLVI. El subrayado es nuestro).
Por otra parte, en el cuarto tomo de los Ensayos, Quadrado recoge todos sus editoriales impresos en el semanario mallorquín La Unidad Católica –órgano de la Asociación de Católicos creada en diciembre de 1868–, que dirigió desde su inicio en marzo de 1869 hasta febrero de 1872 (la publicación continuará un año más, hasta su extinción en febrero de 1873). Debajo de la cabecera del semanario se recogían dos frases extraídas del manifiesto fundacional de la mencionada Asociación, cuya Junta Central comenzó presidiéndola el ex-Marqués de Viluma (otro antiguo destacado colaborador de Balmes) hasta su fallecimiento en octubre de 1872. La primera decía: «Esta Asociación no solamente esquiva sino que rechaza todo cuanto pueda dar ni aun sombra de pretexto para que se la confunda con ningún partido político». Y la segunda recalcaba al respecto: «Sabemos desde ahora que se intentará negarlo; conocemos todo el interés que habrá en aparentar desconocerlo; pero ante Dios y ante la patria aseguramos que ésta es la verdad».
Quadrado, en el preámbulo «Al lector» que pone al principio de ese cuarto tomo, enumera también, entre los temas tratados por él en La Unidad Católica, «la conciliación dinástica en sus recuerdos y en sus esperanzas». Y en relación a esto, agrega: «Acerca de esta última, mal podía negarme a dejar oír mi voz, aunque débil, ya que, atendidas las circunstancias y la disposición de los ánimos, no carecía de fuerza el testimonio de quien había puesto en mejores días, al servicio de la ensayada en 1845 por iniciativa de Balmes, su sincero y juvenil entusiasmo» (p. X).
Sin duda, la principal reflexión que Quadrado dedicó, en aquella primera campaña balmesiana, al carlismo, se encuentra perfectamente compendiada en su editorial de La Conciliación de 4 de noviembre de 1845, que se reproduce en el segundo tomo de sus Ensayos bajo el título añadido: «Las cuestiones políticas en parangón con las dinásticas». Aquí nos encontramos resumido aquel sinuoso habitual discurso del tradicionalismo neocatólico, tergiversador y destructor de la esencia o finalidad carlista, al cual nos referíamos al comienzo de este trabajo. En su primer párrafo afirmaba lo siguiente: «La divergencia en opiniones dinásticas comparada con la que versa sobre formas políticas, si bien tiene la ventaja de ser menos trascendental, pues que respeta el principio y las cosas, difiriendo sólo en la persona que a su frente ha de colocarse, suele ser más profunda y duradera por lo mismo que está personificada, que tiene su asiento en el corazón más que en la cabeza, y que menos soluciones se ofrecen para su avenencia. Las cuestiones de principios, como más abstractas, están al alcance de pocos y se debaten con más calma; las innovaciones en materias de gobierno rara vez dejan de estar secundadas por el espíritu del siglo más o menos bien aplicado; y unas y otras admiten transacción con los descontentos por mil medios que su mismo instinto de expansión y de conservación les inspira, ora sometiendo los espíritus rebeldes con el éxito de sus ensayos, ora atrayéndolos con bienes inmediatos, o con halagüeñas promesas. Pero si es dinástica la cuestión, el combate se encarniza, se estrecha, se apiña alrededor de un individuo: no cabe otra alternativa que todo o nada, triunfar o sucumbir; las instituciones pueden modificarse, los principios fundirse, pero las personas ni mutilarse ni compenetrarse» (Ensayos, Tomo II, pp. 255-256).
Y remarcaba un poco después: «Así pues, no hay que hacerse ilusión; aun cuando se logre en los principios una avenencia de opiniones que ni es imposible ni aun difícil, según creemos haber manifestado, y se acepte por toda la nación con un concurso eficaz y no pasivo el nuevo sistema político, dando entrada a los poderosos elementos cuya falta constituye la debilidad de aquél, siempre quedarán las disensiones dinásticas, que, enajenando los corazones y maleando las voluntades, imposibilitarán todo buen gobierno. Digámoslo mejor; antes que estas últimas se concilien, inútil será esperar y trabajar en el afianzamiento o connaturalización del nuevo orden de cosas; los recuerdos de nuestra guerra civil y de los príncipes proscritos serían bastante para crearle enemigos aunque jamás los hubiera tenido. Las cuestiones de personas son más vivas, las de principios más elevadas; por esto los hombres y los partidos, que se sienten impulsados por aquéllas, buscan enlazarlas con las otras que les comunican una especie de sanción, confirmando con el fallo de la razón el grito de las pasiones. Acallad a éstas, y no queda más que una teoría cuya voz se extingue poco a poco, refugiándose en las regiones inofensivas del pensamiento» (ibid., pp. 256-257)
Quadrado desdeña la fidelidad de los católicos españoles al Rey legítimo, reduciéndola a un simple sentimiento u opinión partidista, fundado en meras pasiones irracionales; mientras que contrapone en su lugar los principios, como únicos elementos racionales y de exclusiva importancia, ámbito propicio para un razonable compromiso y concordia. La conclusión final es clara si uno desea la muerte irrevocable del realismo español: elimínese el deber moral objetivo de acatamiento hacia la persona que en cada momento encarne, conforme a la legalidad, la legitimidad monárquica española, rebajándolo a una simple predilección politiquera o arbitraria, y quedémonos solamente con los puros e imparciales principios teóricos. De esta manera se afianzará, al mismo tiempo, el «nuevo orden de cosas».
D. José M.ª Alsina, quien dedica en su tesis doctoral El tradicionalismo filosófico en España (1985) todo el Capítulo V a la figura de Quadrado, resume a la perfección las deliberadas implicaciones anticarlistas del pensamiento del literato mallorquín, que no es sino el de todos los demás «antiliberales» propugnadores de una especie de «tercera vía» al margen de la Contrarrevolución católico-legitimista –ya sean de activa inclinación en favor de la antidinastía isabelino-revolucionaria o de los dictadores que la sustentan; ya sean de pasiva tendencia hacia la indiferencia ultramontano-vaticanista–, vía que en última instancia siempre se traduce en una aceptación de cualquiera de las ilegales e ilegítimas usurpaciones constitucionales o neo-«jurídicas» que se vienen sucediendo sin solución de continuidad desde 1833 hasta hoy. «El carlismo tuvo arraigo popular –señala el historiador catalán– gracias a su legitimismo dinástico, de tal modo que sin este hecho difícilmente hubiera aparecido en la Historia española un movimiento político semejante, aunque su principal y más profunda motivación fuera religiosa. Podríamos encontrar semejanzas con otros movimientos antirrevolucionarios como la Vendée, los tiroleses de Austria o los cristeros de México. Pero estos casos, después de haber fracasado su levantamiento militar, desaparecen como movimientos políticos. El carlismo, por el contrario, reaparece en la vida política española tras varias derrotas militares y largos períodos de paz en que se afirma que ha perdido toda su virtualidad. Se explica esta diferencia por el hecho de que la defensa de los principios político y religioso está íntimamente unida con la causa dinástica. Por ello Quadrado puede afirmar que, si ésta desapareciera, su presencia se refugiaría “en las regiones inofensivas del pensamiento”. Si se tratara de encontrar el medio para que desapareciera definitivamente el carlismo de la escena política española, habría que seguir aquella política que se propone desde El Conciliador. Hacer que desaparezcan las motivaciones dinásticas y de este modo se habrá conseguido que el carlismo no represente un permanente peligro de desestabilización política» (pp. 214-215).
(Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano
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