La primera parte del artículo puede leerse aquí.
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En vísperas de la Tercera Cruzada de Restauración (1872-1876), Quadrado, con el título de «La bandera y la posición», insertaba en el número de 25 de febrero de 1872 de La Unidad Católica su artículo de despedida como director del semanario, en el que condensaba el criterio que siempre había guiado toda su actuación política. Tras recordar la divisa «neutralista» de la Asociación que anteriormente transcribimos, esboza así su trayectoria particular: «Aspirando como por presentimiento desde 1843 a reunirlos [a los españoles] bajo la enseña restauradora [de la religión y de la patria], cooperando luego por medios más prácticos y por fáciles vías a la grande empresa iniciada por Balmes de extinguir en su foco las disensiones políticas con las dinásticas, la conciliación, aun después de frustrada, aun después de irrealizable, ha seguido formando, no el ideal de mi fantasía, sino la principal convicción de mi entendimiento, el más vivo entusiasmo de mi corazón» (Ensayos, Tomo IV, pp. 448-449).
A su vez, el publicista carlista catalán Luis M.ª de Llauder, en un artículo que, con el rótulo «Tristezas de los doctrinarios», publicó el 1 de abril en el diario barcelonés La Convicción que él mismo dirigía, aprovechaba la ocasión para recordar la verdadera condición católico-liberal que se desprendía de la actitud política de Quadrado y sus amigos. Llauder se alegraba de que, en el plano religioso, Quadrado y los de su facción repudiasen los errores del liberalismo siguiendo las exhortaciones de la Santa Sede. Pero eso no era suficiente: «como el catolicismo liberal es un error religioso-político –razona Llauder–, comprendo que, al abandonar el liberalismo, ha de entrar en la comunión político-católica, y aquí está toda la dificultad. A la Iglesia someten, violentándose, su fe, su conciencia, sus actos espirituales, pero a una escuela política, a un hombre, a una inconsecuencia, como lo llaman, no pueden, no tienen virtud para someterse. Puestos en tan duro trance, han encontrado un expediente que satisficiera su repugnancia, y ha sido predicar una especie de independencia política, una política idealista que no les obligara a una abdicación y que introdujera sus doctrinas en el espíritu de la Iglesia. Y he aquí que […] La Unidad Católica […] se [ha] lanzado a predicar una monarquía sin monarca y unos principios abstractos, no definidos, ni aceptados, y a hacer, en una palabra, política platónica, política negativa; esto es, a combatir sin defender, a derribar sin edificar. Mas de una vez me he recreado leyendo los brillantes artículos del señor Quadrado […]. [Pero cuando] se buscan soluciones prácticas, al llegar a una conclusión real, me he quedado con el filósofo sin encontrar al político. Y ¿qué ha sucedido? Que, cansado de dictar el corazón y la pluma de escribir, ha mirado a su alrededor y se ha encontrado sin auditorio, sin público; ha visto que la repugnancia a formar en la gran comunión católico-monárquica o carlista, es personal, y que el instinto ha llevado a la opinión pública hacia los caminos naturales, sin que sus brillantes escritos hayan podido atajar este movimiento, y sin que de la escuela católico-liberal expirante queden más que gloriosos restos». (Los subrayados son nuestros).
Y concluye Llauder: «No puedo terminar este escrito sin notar el secreto que dejan escapar [Quadrado y los de su partido] de su corazón. Decididos a someterse a la Iglesia, pero repugnando abandonar su escuela política, se resisten con tenacidad a entrar en las filas donde militan los defensores de la monarquía católica; y si bien sus escritos muestran con frecuencia que la experiencia y la reflexión les acercan a nuestros principios, y aun a veces están dentro de ellos, sucede que nos atacan y critican, como si su repugnancia sufriera con hacer que esta tendencia se convirtiera en realidad, como si quisieran estar con nosotros sólo en espíritu, mas no en verdad. […] Mas, por muchos que sean los defectos que le encuentren y las repugnancias que les inspire, no pueden dejar de reconocer que es la única causa, la única escuela, la única bandera que tiene porvenir en España, y en la cual el católico puede esperar tranquilamente la muerte sin que tenga que hacer retractaciones y sin arrepentirse de otra cosa que de no haber luchado por su triunfo con toda la decisión que le era dable».
Quadrado replicó con una postrera colaboración que, bajo el epígrafe «Mis tristezas», se imprimió en el número de 14 de abril de La Unidad Católica. Interpela a Llauder, preguntándole «¿por qué no fija la época en que me haya vuelto doctrinario y liberal? ¿Por qué no aduce los comprobantes?». Y responde el mismo Quadrado seguidamente: «Apoyárase [Llauder] en que no soy carlista; ¿y cree acaso que no hay disyuntiva entre ser carlista o católico-liberal? […] El decir qui non est mecum contra me est, está sólo reservado a la verdad suprema e infalible. “Sometemos a la Iglesia la fe, la conciencia, los actos espirituales”, violentándonos o no […]; pues nada más nos exige Dios, ni abdicación de escuelas meramente políticas, ni sumisión a hombres ni partidos determinados, para ser católicos y monárquicos tanto como los que se arrogan exclusivamente esta divisa». Poco después añade: «Si “la experiencia y la reflexión nos acercan”, si convenimos casi en principios, ¿qué es lo que nos separa? Él me achacará que los dejo abstractos, indefinidos, y yo que los concreta, que los limita demasiado. Gran principio y base de la monarquía es la legitimidad, antítesis de la revolución: en vez de personificarlo prematuramente renovando disensiones que a esta sola aprovechan, ¿no hubiera sido mejor reunir a los que en esencia la reconocen, aunque en su aplicación difieran, contra la intrusión del enemigo común?». Y acaba el publicista mallorquín con estas palabras: «¡Tristezas políticas! […] ¡Ah! Las sentí al frustrarse en 1846 la ocasión única de enlazar las dos legitimidades y de fundir las dos políticas entre las cuales se hallaba dividida la nación […]. Si alguna de las dos [ramas] está destinada a reflorecer, la elección no es mía sino de la Providencia: sea cual fuere su fallo, lo acataré sin prevenciones, y venga de donde viniere la salvación de la patria, la bendeciré con gratitud, siempre profundamente sumiso, nunca a priori entusiasta» (Ensayos, Tomo IV, pp. 455-457).
En fin, siempre la misma falsa y fraudulenta dicotomía: por un lado, elogio del cultivo exclusivo de ideales religioso-políticos en el terreno meramente especulativo, como medio de unión propicio entre los «católicos»; y por el otro, rechazo total de cualquier indagación racional sobre la vera y única legitimidad o derecho en el distintivo orden jurídico-legal de la Monarquía española, en tanto que fuente de sempiternas discordias y desavenencias, y cuya resolución ha de ser preterida o soslayada por el católico; y ello en el caso de que no se niegue la posibilidad de llegar a la verdad en esa materia, como parece indicar su terminante abandono en manos de la «Providencia» (eufemismo con el que, en el fondo, se nos remite a la ideología hegeliana, que induce al católico a no defender de antemano la justicia y a resignarse a aceptar que el «derecho» nace por la sola y nuda fuerza de los hechos).
No obstante, se podría contestar fácilmente a esa engañosa dialéctica, sirviéndonos sin más de las frases y oraciones entresacadas de los propios textos de Quadrado. Poco antes vimos que propugnaba la unión «contra la intrusión del enemigo común». Y si nos volvemos al preámbulo «Al lector» del Tomo IV de sus Ensayos, Quadrado, al rememorar su actividad literaria en La Unidad Católica, confesaba: «¿Cómo había, pues, [yo] de tomar en lo civil voz alguna de bandería, estrechas e impotentes por sí solas para redimir el derecho cautivo y la nacionalidad perdida, y reivindicar, con los aislados esfuerzos y en beneficio de una fracción exclusiva, el secuestrado cetro de los Borbones, entregado al hijo del extranjero y por añadidura del usurpador de Roma? Importaba, hasta lograr sacudir el yugo común, reconstituir momentáneamente una unidad española a ejemplo de la católica, aplazando para más adelante la cuestión dinástica» (p. VIII). Es decir, que Quadrado por lo menos admitía la ilegitimidad auténtica de Amadeo de Saboya; luego, también reconocía que en las cuestiones jurídico-dinásticas o de legitimidad un católico puede formular veredictos fundados racionalmente. Nada impide, por tanto, que el mismo ecuánime criterio usado para dictaminar la correcta recusación de Amadeo, pueda aplicarse igualmente para conocer verazmente a qué persona le corresponde el «derecho cautivo» o el «secuestrado cetro de los Borbones». Por consiguiente, no se trataría de una «voz de bandería» o «fracción», sino de una verdad que puede y debe ser alcanzada por todo católico en un asunto público de capital importancia. Que Quadrado abogara por aplazar sine die su dilucidación, sólo demuestra, o bien su incongruencia, o bien su mala fe.
Por otro lado, en su citado artículo «La bandera y la posición», al recapitular la línea editorial seguida contra los primeros «Gobiernos» del Sexenio Democrático durante su dirección de La Unidad Católica, declaraba: «¿Debía ni por un momento transigir con una revolución, cuyas “conquistas” sin excepción apenas son otros tantos despojos de la Iglesia, y dentro [de] cuyo círculo se denominan conservadores los que meramente tratan de consolidar las hechas, y avanzados los que aspiran a llevarlas adelante, quien más, quien menos, hasta la destrucción radical del catolicismo? Cuando son tan acomodaticias las conciencias, cuando se preconiza por orden establecido y por legalidad constituida el primer momento de descanso y la menor sombra de gobierno que al motín suceden, cuando prescribe en un día el más antiguo y sagrado derecho y en un día se hacen respetables con el título de intereses creados las más indignas usurpaciones, importábame prevenir que el silencio no se interpretara por complaciente homenaje». Antes de nada, es menester subrayar que esta oposición que Quadrado desempeñaba en el Sexenio, era precisamente la que ya venían realizando los carlistas, pero desde el primer momento de la usurpación cristino-isabelina, origen primordial de la Revolución. Lo lógico, entonces, hubiera sido que el escritor mallorquín y los de su bando, si de verdad querían la unidad contra el enemigo anticatólico, se hubieran sumado a quienes ya venían combatiendo contra él desde el minuto uno (como así lo hicieron, por ejemplo, los neocatólicos que honradamente reconocieron y abandonaron sus antiguos errores).
En cualquier caso, vemos que en sus denuncias contra la nueva situación creada tras la «Gloriosa» de septiembre de 1868 incluye: «cuando se prescribe en un día el más antiguo y sagrado derecho, y en un día se hacen respetables con el título de intereses creados las más indignas usurpaciones». Y si bien parece aludir en este caso al enésimo expolio de las propiedades eclesiásticas, nada impide que ese juicio moral objetivo se pueda asimismo extender análogamente a la esfera de la legitimidad monárquica. ¿O es que acaso no se comete una injusticia allí donde se conculque un derecho, sea éste de la especie o modalidad que sea?
Pero la incoherencia de Quadrado llega al colmo cuando, unos párrafos más adelante, decide traer a colación, como argumento de autoridad para sus ideas, una cita del carlista Aparisi y Guijarro. Declara nuestro autor: «Pero la conciliación es imposible, se [me] dirá: enhorabuena, pues entonces es también imposible la salvación de España. Al abrir la tumba a la conciliación, abrid otra contigua a la esperanza. ¿Esperáis en partidos? “Todo partido, lo acaba de decir un testimonio irrecusable, el insigne Aparisi, todo partido, por el hecho de ser partido, no es bueno”. […] ¡Ah! El día en que los católicos españoles se conviertan en partido, o, en otros términos, el día en que se demuestre que sólo un partido tiene derecho a profesarse católico, será día de infausto consorcio que, en vez de levantar el partido a la altura de la religión, rebajará ésta al nivel del partido» (pp. 449-450).
Quadrado sube al estrado como testigo a Aparisi, y califica su testimonio de irrecusable. Pues bien, no puede pensarse mayor testimonio de cargo contra el mismísimo Quadrado y sus postulados. Porque Aparisi, antiguo tradicionalista neocatólico, decidió en 1869 actuar como un católico coherente y sincero, investigando minuciosamente el tema de la legitimidad monárquica española, hasta llegar a la justa conclusión –recogida el mismo año, en una obra titulada precisamente La cuestión dinástica– de la antijuricidad de la espuria y seca rama isabelina, así como del exclusivo favor del derecho de que gozaba la legítima línea carlista. Por consiguiente, si el monárquico Aparisi abominaba de todo «partido político» –como es de obligación en todo verdadero católico contrarrevolucionario–, es evidente que englobaba bajo esa etiqueta revolucionaria a todo aquel que no fuera católico legitimista o carlista, aunque subjetivamente se autoproclamase a sí mismo como «católico».
¿Unión y conciliación entre los españoles que se llaman «católicos»? Por supuesto; pero siempre que sea unión en la defensa de la verdad y la justicia, y no en la común ruina del error y la iniquidad. Esa verdadera unidad la vienen sosteniendo y manteniendo los católicos carlistas desde 1833 ininterrumpidamente contra el Leviatán revolucionario en sus múltiples rostros constitucionales, y a ella son siempre bienvenidos todos los católicos que, consecuentes con la moral natural y cristiana, quieran coadyuvar en la imperativa tarea de la Restauración del Rey o Regente legítimo español.
Félix M.ª Martín Antoniano
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