A los pocos meses de su elección, el Papa Gregorio XVI promulgó la Constitución Apostólica Sollicitudo Ecclesiarum como documento programático en el que consagraba la pauta general que habría de guiar en lo sucesivo las relaciones de Roma con los emergentes poderes liberales establecidos que andaban imponiéndose en los distintos pueblos católicos del antiguo y nuevo mundo desde comienzos del siglo XIX.
Siguiendo la práctica habitual (o, por lo menos, así se estilaba en la Iglesia preconciliar), Gregorio XVI aduce precedentes pontificios para justificar la pertinencia del proceder diplomático asentado en su Bula. El texto jurídico básico en que se fundamenta la postura del Papa tiene su origen en una disposición emitida por Clemente V en el Concilio de Viena del Delfinado, XV Ecuménico, y que fue recogida pocos años después en el Capítulo 4, Título X, Libro V de la recopilación canónica de las Constituciones Clementinas, confirmadas por Juan XXII en 1317. El Santo Padre se limita a copiar a la letra el texto compilado, que reza así: «si [el Sumo Pontífice], por ciencia cierta, de palabra o por escrito, o en constituciones, nombrase, honrase o de cualquier otra manera tratase a alguno con el título de cualquiera dignidad, no se entienda que le aprueba, con este hecho, en aquella dignidad, o que le confiere ningún nuevo derecho». (Traducción tomada casi literalmente de Félix Sardá y Salvany, La secta católico-liberal, 1875, p. 100).
Regla de conducta que será ratificada por Sixto IV en su Constitución Hac in perpetuum, de 1 de febrero de 1475, cuyo contenido extracta Gregorio XVI de este modo: «si alguno fuese reconocido, designado o tratado como Rey o constituido en alguna dignidad por los Romanos Pontífices, ya por sí, ya por sus Nuncios, o a sí propio se diere semejante título, y por cualesquiera otros fuere reconocido, llamado y tratado como tal, y si personalmente o por medio de sus representantes fuere colocado o admitido en algún consistorio u otro acto cualquiera, aun delante del Romano Pontífice, no adquiera por semejantes actos ningún nuevo derecho al Reino o a cualquiera otra dignidad, ni se infiera ningún perjuicio a los otros derechohabientes» (traducción de op. cit., pp. 101-102).
El Papa Gregorio añadía, a su vez, tres ejemplos prácticos en los que sus predecesores habían aplicado esta norma. El primero, referente a la controversia surgida tras la muerte del Rey Alejandro III de Escocia († 1286), cuando los clanes, liderados por el caudillo William Wallace, se levantaron en pro de su independencia contra los intentos de anexión del Monarca inglés Eduardo I. Tras la ejecución de aquél, la contienda la encabezó y continuó el noble Robert Bruce, quien reclamó el Trono escocés frente a las pretensiones de Eduardo II. Gregorio XVI alude a tres cartas que envió el Pontífice Juan XXII en 1320, dos a Bruce de 21 y 27 de octubre (dándole el tratamiento de Rey de Escocia), y otra a Eduardo II también de 21 de octubre, en las cuales les recordaba a uno y otro que las titulaciones expresadas por el Papa habían de entenderse siempre de acuerdo con las prevenciones previstas en el consabido precepto clementino. (Véanse Anales Eclesiásticos, año 1320, parágrafos §40-§42).
El segundo caso, concernía a la disputa que surgió entre el Emperador Federico III y el noble Matías Corvino en torno a la Corona de Hungría tras la muerte de Ladislao V († 1457). Gregorio XVI menciona al respecto un documento de 1459 en que el Papa Pío II, quien dispensaba el título de Rey a Matías, rechazaba las quejas de unos legados imperiales argumentando que «es costumbre de la Sede Apostólica llamarle rey a aquel que tiene [de hecho] el reino» (Anales Eclesiásticos, año 1459, parágrafo §13).
Finalmente, el Papa Gregorio presenta como último ejemplo la llamada Guerra de Sucesión entre el Rey legítimo Felipe V y el Archiduque Carlos. Con relación a ello trae a colación la Alocución que el Papa Clemente XI dirigió a los Cardenales en el Consistorio Secreto de 14 de octubre de 1709 para aclararles el sentido en el que había reconocido como «Rey Católico de las Españas» al Archiduque en virtud de un tratado firmado el 15 de enero de ese año. En esa Alocución confirma de nuevo el uso de esa denominación, añadiendo: «sin embargo, para que se advierta que todo esto se lleva a cabo por Nos rectamente y sin injuria o perjuicio de algún otro, queremos que sepáis que en esta materia Nos seguimos completamente las normas de la Constitución de Clemente V». Y tras repetir de nuevo la prescripción clementina, concluía: «Por tanto, esta Constitución, que, como bien conocéis, con ocasión de contiendas no muy distintas, también aprobaron y renovaron del mismo modo Nuestros Predecesores los Romanos Pontífices Pío II, Juan XXII y Sixto IV, Nos, llevados por el ejemplo de Nuestros Predecesores, adheridos expresamente a ellos, la aprobamos y renovamos asimismo; de modo que, no menos cualesquiera de los nuestros que los de los demás, y especialmente los de ambos contendientes a la sucesión hispánica, los cuales realmente de ninguna manera hemos conocido ni discutido, queden igualmente a salvo e ilesos los derechos: Nos, empero, sin inclinarnos ni a la derecha ni a la izquierda, no nos apartemos lo más mínimo de aquello que siempre hemos seguido, según la costumbre de la Sede Apostólica» (Clementis Undecimi Pontificis Maximi Orationes Consistoriales, Roma, 1722, pp. 69-70).
En teoría está bien clara la directriz canónica consuetudinaria de la Santa Sede: hacer abstracción de la cuestión del derecho o legitimidad, considerando a todas las potestades seculares por igual por el simple hecho de estar ejerciendo eventualmente una jurisdicción fáctica sobre cualesquiera territorios en los que existiese implantada alguna Diócesis. Una decisión disciplinar, sin duda, cómoda y pragmática para la diplomacia vaticana, pero que difícilmente puede entenderse compaginable con el respeto debido a los fueros de la justicia en el campo jurídico-civil; a no ser que uno pretendiese sostener –cosa que nadie evidentemente ha hecho– toda imposibilidad, entre los eclesiásticos, de un conocimiento o juicio racional y objetivo sobre esta materia en cada coyuntura histórica en que se presente.
Lo cierto es que esta directiva, cuando Roma la traslada a la práctica, se encuentra casi siempre con una incomprensión generalizada por parte de los fieles, sean de alto rango o de a pie, sean seglares o clérigos. Podríamos citar, como ejemplo, la reacción del Rey D. Felipe de Borbón ante el reconocimiento pontificio de Carlos de Habsburgo, que Menéndez Pelayo condensa de esta forma: «Varia, como las alternativas de la Guerra de Sucesión, fue la conducta del Papa Clemente XI respecto de Felipe V. Pero en general se le mostró desfavorable, llegando a reconocer por Rey de España al Archiduque, cuando los austríacos, dueños de Milán y de Nápoles, amenazaron con la ocupación de los Estados Pontificios. En represalias, Felipe V, por Decreto de 22 de Abril de 1709, al cual precedió consulta con el P. Robinet, su confesor, y con otros teólogos, cerró el Tribunal de la Nunciatura, desterró de España al Nuncio y cortó las relaciones con Roma» (Historia de los heterodoxos, Tomo III, 1881, p. 45). Las heridas provocadas por estos acontecimientos tardarían en cerrarse varios años, y sólo la buena fe con que siempre se movieron D. Felipe y Clemente XI en sus actuaciones logró que terminaran cicatrizando por completo tras la firma de los capítulos concordados en San Lorenzo de El Escorial el 17 de junio de 1717.
Félix M.ª Martín Antoniano
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