Francisco ha ido a visitar a Emma. La escena, convenientemente inmortalizada por esos mercenarios de la alabanza pública que reciben el equívoco nombre de «periodistas», no deja de tener su encanto; Francisco y Emma parecen ser dos viejos conocidos de tiempos muy pretéritos que se encuentran una última vez, antes de rendirle cuentas al Altísimo, en la discreta terraza trasera de la casa de Emma. Ambos son muy ancianos y están, manifiestamente, en los últimos compases de sus respectivas singladuras vitales: ambos en silla de ruedas y convenientemente abrigados. Emma, quizá más enferma y más delicada, añade a sus atavíos y a una espesa manta que cubre su regazo, una especie de anorak de brillantes colores, un coqueto sombrero y unas gafas de sol. Francisco aún viste la versión más descafeinada y discreta de los atavíos propios de su elevadísimo estado, aunque ya haya remachado el último clavo del ataúd de la dignidad de su cargo, con unas muy explícitas instrucciones para su funeral.
Ambos comparten un par de austeros vasos de agua y una caja de lo que podemos adivinar que son bombones u otra fruslería semejante para aderezar la conversación. Existe una manifiesta cordialidad y simpatía recíproca entre Francisco y Emma, a tenor de lo que se desprende de las imágenes.
Francisco y Emma no son los protagonistas de la última película melancólica sobre el amor entre dos ancianos a las puertas de la muerte. Francisco y Emma son, respectivamente, el Vicario de Cristo y, según la propia calificación que el Vicario de Cristo ha dado recientemente a personas como Emma, una «asesina a sueldo». La perplejidad es legítima. La indignación, de ley.
A veces, los encuentros fortuitos entre personas llamadas a odiarse, producen chispas de mutua simpatía. Si esas chispas las avivan ideas y sentimientos elevados, pueden convertirse en fuego de caridad y pueden resultar muy beneficiosas. Si las aviva el fétido perfume de una ideología, la deflagración puede causar estragos a los protagonistas y a quienes se hallen en derredor.
Es exactamente lo que le sucede al sargento Nicholas Angel, brillante miembro del cuerpo de Policía de Londres que es desdeñosamente trasladado al simpático pueblecito de Sandford, en pago de su genialidad (en este mundo de envidiosos, ninguna buena acción queda sin castigo). Sandford posee todas las cualidades de un pueblo inglés ideal; absoluta y perfectamente ideal…
Enviado con urgencia, Nicholas no ha tenido tiempo de encontrar una vivienda y se ve obligado a alojarse en la coqueta, ideal e inglesísima posada (inn) local. Reinan el silencio y el sosiego en el recibidor, donde un agradable y acogedor fuego de leña recibe a los invitados. En un mostrador algo apartado, ajena a cuanto sucede en su negocio (Sandford es un paraíso ideal[1] de paz y serenidad con un récord nacional de baja criminalidad), una entrañable ancianita parece hablar consigo misma, mientras lee el periódico. Nicholas, no sin cierta perplejidad que aún no se traduce en sospechas de su despierta inteligencia criminalística, se aproxima a la recepcionista. Nicholas está plantado delante de la ensimismada dama, que no se ha molestado aún en levantar la mirada de su periódico, cuando, de repente:
«– ¡Fascista!», clama triunfante y con un deje amenazador.
«– ¿Perdón…?», reacciona, algo ofendido, el policía.
«– ¡Fascista!», repite ella, «Ocho letras: “Partidario de una ideología totalitaria”. ¡Fascista!». La entrañable recepcionista pasaba las horas muertas haciendo el crucigrama del periódico local.
Aclarada esta pequeña confusión primera, Nicholas puede arreglar sus asuntos y firmar en el registro del albergue; la buena señora le ha atendido con cierto aire distraído, concentrada como está todavía en su crucigrama. Antes de despedirse y de subir a su habitación, Nicholas la mira muy fijamente y le devuelve la fineza:
«– ¡Bruja!»
La buena recepcionista, mucho más indignada que sorprendida, apenas puede articular palabra:
«– ¡¿Perdón…?!»
«– Cinco letras: “Vieja malvada y siniestra”. ¡Bruja!».
«– ¡Ah…! Muy amable, muchas gracias». Con su mejor sonrisa de matrona de la campiña inglesa, la buena señora y mejor huésped, se despide de Nicholas hasta el día siguiente.
Las primeras impresiones de Sandford contienen, en germen y so capa de comedia negra, las claves interpretativas de la realidad alta (e idealmente) siniestra del encantador e ideal pueblecito. La muy divertida y bastante genial Arma fatal (de título torpemente traducido) ofrece, también, interesantes críticas a la vida fundada en horrendas convenciones de corrección política; Sandford es el paraíso terrenal de la «gente bien», pero el director, Edgar Wright, acierta también a mostrarnos cómo y de qué manera tan violentamente satisfactoria, pueden saltar las costuras incluso de los más acicalados paraísos artificiales.
El que el Papa lleva tiempo tratando de levantar, también acabará saltando por los aires. Uno no puede llevar a gala indefinidamente un buenismo memo y facilongo con quienes son los más jurados y determinados enemigos de la Cruz de Cristo. Tarde o temprano, uno de los dos bandos en liza deberá, o quitarse la máscara, o pasarse en gran pompa al campo contrario. Sabemos, por revelación divina, que la Iglesia, en tanto Iglesia, nunca jamás podrá abdicar de su celestial misión y que nunca, en tanto Iglesia, comulgará con el mundo y sus vanidades. Es perfectamente posible (y hasta necesario, pues que se trata de hechos históricos) que ciertos elementos dentro de la Iglesia acaben convirtiéndose en lacayos del príncipe de este mundo y en limpiabotas de sus limpiabotas. Estamos asistiendo a tan lamentable espectáculo en directo. Es altamente deseable y es también algo que ya ha sucedido, que incluso los más elevados e ilustres lacayos del príncipe de la mentira acaben por convertirse.
La otra posibilidad, que no es menos real ni histórica, es que los acólitos del Enemigo acaben cansándose de la ñoña cantilena de la neo-Iglesia, que inciensa y alaba con melosas tonadas las conquistas y las gestas de los próceres del Mal, sin terminar nunca de aceptar sus principios y que desencadenen una nueva persecución. Tal vez discreta y disimulada en principio y después, ya, a tiro limpio en plena plaza principal, como en Sandford.
O puede que, en un giro de los acontecimientos por el que muchos llevamos mucho rezado, la Iglesia (o, más bien, quienes actualmente la desgobiernan), acabe también cansándose de abanicar a los poderosos príncipes de este mundo y de regalarles las orejas con dulces promesas de paz y de cohabitación sin obtener nunca ni su arrepentimiento ni su conversión (y eso, suponiendo que la Iglesia abanicante tenga algún propósito de convertir a los díscolos a la Cruz de Cristo, que no parece ser el caso). Y que, entonces, despertándose del ya largo letargo de patético intento de conversión por servilismo, recuperemos la muy honorable y muy recomendable práctica de llamar a las cosas por su nombre siempre y en todo lugar.
Porque hace poco el Papa, ejerciendo como Papa y como católico, en unas sorprendentes y muy polémicas declaraciones, con ocasión de su viaje al epicentro europeo de la disolución moral y social (a saber, Bélgica y Luxemburgo), ha manifestado su más absoluta repulsa por el aborto, calificándolo de «asesinato» y, consecuentemente, a los profesionales sanitarios que lo perpetran, de «asesinos a sueldo». Lo cual está muy bien, y es muy cierto, aunque la fórmula sea (deliberadamente, suponemos), chocante. El episodio dio a algunos incautos la esperanza de que las autoridades eclesiásticas estuviesen comenzando a desperezarse y a liberarse de la mugre ideológica progresista que amenaza con sepultarles en el abismo. Muchos creyeron, entonces, que si Francisco, poco después, le hacía una visita a una famosísima abortista italiana que tiene en su haber, según su propio testimonio, más de 10.000 «interrupciones voluntarias del embarazo», ésta no tardaría en espetarle a su censurador de fama global, un bien merecido: «¡Fascista!». Y que el fascista en cuestión, con todo el aplomo que da el saberse (infaliblemente y por asistencia especialísima del Espíritu Santo) en posesión de la inmutable Verdad revelada por Dios, no dudaría en responderle: «¡Bruja! ¡Asesina a sueldo!».
Pero no; todo parece haber quedado en la definición de una palabreja cualquiera de un crucigrama; Emma y Francisco, como si fuesen dos jubilados cualesquiera en lugar de ser, respectivamente, la principal promotora de un horrendo pecado mortal en Italia; y el Papa de Roma, llamado por su fe, su ordenación sacerdotal y su ministerio petrino a combatir sin desmayo todo pecado mortal, se han reunido para ayudarse, mutuamente, a resolver un pasatiempo del periódico local: «Seis letras: asesinato de bebés en el seno de sus madres perpetrado por supuestos profesionales sanitarios que, en realidad, son asesinos a sueldo: ¡Aborto!».
[1] La repetición redundante y machacona de la palabra ideal obedece a un objetivo bien definido y que será perfectamente comprensible para quienes hayan visto la película, Arma fatal, segundo episodio de la interesante Trilogía del corneto, de Edgar Wright. Que tiene muchas pegas, pero una gran cualidad que todo católico debería apreciar, a saber, un antiplatonicismo de principios; es decir, una crítica descarnada y feroz de todo idealismo.
G. García-Vao
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