Desde hace varios años se puede afirmar que el rol de la policía, para ser específicos, de la Policía Nacional del Perú (PNP, para abreviar) no ha sido estimado por la ciudadanía, pues las opiniones de esta hacia aquella no son nada halagüeñas. Desde acusaciones de corrupción, abuso de autoridad, hasta simple ineficacia y mediocridad en la atención o evaluación de denuncias, ciertamente, las razones para permanecer incrédulo ante un trabajo de la PNP calificado como «bueno» o «sobresaliente» por las autoridades de turno sobran. Sin embargo, diversas revelaciones periodísticas en las últimas semanas nos permiten convertir esa incertidumbre en seguridad: hay problemas sistémicos dentro de una institución que ruega por reformas claras, y una hoja de ruta que pueda purgar malos elementos, revitalizando el talante moral que debe caracterizar a quienes persiguen lo más bajo de la comunidad.
Yendo a los casos concretos, uno de los últimos escándalos de la Policía Nacional del Perú que incluye como prueba hasta la grabación de tal hecho, es el mal procedimiento de un grupo de efectivos que no pudieron seguir sus protocolos y dañaron irreparablemente la escena del crimen donde encontraron el cuerpo de Darwin Condori, otrora miembro de la PNP, quien habría cometido suicidio. Para mayor contexto, se sabe que este policía es el asesino de una joven llamada Sheyla Cóndor, a quien atrajo a su departamento para presentarle a un perro en adopción. La maldad de este efectivo fue tal, que, para escapar de la justicia, mutiló el cadáver de la pobre joven, con tal de ocultar el cuerpo. Después, viéndose acorralado, decidió arrebatar su propia vida, con total cobardía, dirigiéndose a la condenación eterna. Pero, más allá del horrendo crimen, el tratamiento de la PNP con respecto a este caso ha sido deficiente.
Otro más que llenó las carátulas de diversos diarios, así como despertó la indignación de muchos, fue el robo de un celular y dinero en efectivo al policía previamente herido durante la persecución de avezados ladrones en una avenida concurrida de la ciudad de Lima. Actitudes así no son precisamente raras en la institución policial, que está, en muchos aspectos, arraigada a culturas dañinas, al abuso del poder, y a la «mala costumbre» de la gratificación adicional (llámese, lo que aquí se llama coloquialmente «coima») para poder funcionar; asimismo, y para concluir la galería de lamentables actuaciones de la policía, se dieron falsos operativos, en el marco de estados de emergencia utilizados indiscriminadamente por el gobierno, que fueron armados para dar cierta impresión de efectividad, capturando personas inocentes para ello.
Habría que aclarar, dadas las tendencias de ciertos sectores ideológicos, que cuestionar el rol policial no debe ser sinónimo de negar la necesidad de la seguridad o de la patrulla, necesaria en barrios que adolecen de criminalidad alta. Con carácter previo a la centralización de la seguridad por parte del Estado, existían rondas urbanas o rurales, que realizaban patrullaje preventivo, y, de darse el caso, conducían compulsivamente al delincuente atrapado, o al requerido por la autoridad. En el caso peruano, las rondas campesinas, que prevalecen, aunque no sólo, en sectores rurales y andinos, demuestran su efectividad atrapando todo tipo de criminales, si bien no hay que dejar de considerar la complejidad mayor que aporta al escenario un ambiente urbano.
Se podría decir que la corrupción generalizada de la policía se inicia, en definitiva, con malos filtros para la elección de los efectivos, la falta de especialización en sus tareas internas, no existiendo carreras administrativas estables, ni gran formación en investigación forense, así como una cultura organizacional que impulsa la llamada «criollada», el saltarse las reglas, y ayudar al amigo, aunque esté en malos pasos. Todo esto se ve agravado por la degeneración moral, signo de estos tiempos, donde ya no importa la consecuencia de tu acción más allá de la muerte, ni te arrodillas más ante tu confesor, sintiendo el peso de tus errores. Se propicia, entonces, una tormenta perfecta, donde no hay correctas barreras burocráticas que funcionen contra la corrupción, y al mismo tiempo, las barreras impuestas contra este escolio son óbice para una reforma real, fuera de la tinta, en la expresión más irónica de la modernidad. Podría decirse que buscamos aliviar el síntoma, no curar la enfermedad.
Una institución que permite este tipo de actuaciones, y se descredita ante sus propios compatriotas a quienes deberían prometerles seguridad y paz, demuestra lo dicho párrafos atrás: es requerida una reforma. Después de ello, otro problema grave que involucra el actuar policial, es que sirve luego de herramienta a medios de comunicación (tanto tradicionales como alternativos) para un cierto tipo de «pornografía de la indignación», que, incitando el apetito irascible, la indignación del público, alienta la grave polarización política, y la sensación de anarquía. Se introduce la idea de que la descomposición de la sociedad está siendo televisada, y nadie puede hacer nada para cambiarlo. Situaciones así solo transmiten desesperanza, y exasperan una ya frustrada población. Es menester señalar los problemas, y plantear soluciones, sin caer en alarmismos baratos.
La doctrina social de la Iglesia aporta aquí, con la enorme valoración de los cuerpos intermedios, necesaria reflexión para el mundo actual, sumergido en el más burdo estatismo, pues se erige como necesidad dejar a cuerpos menores al estado el cuidado de negocios, casas, y centros de esparcimiento, quienes, por su cercanía a la propia gente que cuida, podrían hacer un mejor trabajo. Esa vocación corporativa no es una mera desconcentración del poder, mas una descentralización en su sentido estricto, permitiendo a los miembros respetados de sus respectivas comunidades el trabajo preventivo contra el delito; consideremos también un Estado que pueda encaminar la iniciativa, suministrando los medios necesarios, e incluso formando rondas más efectivas, que tengan en claro nociones básicas que deben saber para tratar con la burocracia cuando lleven el capturado a la autoridad, sin dejar de lado la sana inclinación al derecho natural.
Vicente Evangelista, Círculo Blas de Ostolaza
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