El siguiente texto está transcrito y extraído de una compilación de diferentes obras del heraldo de la restauración bernés (llamado en la compilación «Melanges du droite et haute politique», literalmente Misceláneas de Derecho y la Alta Política) . Se trata un tema en boga en su tiempo, centrándose en el debate sobre lo que realmente significa el término civilización. En aquel tiempo era empleado principalmente por elementos subversivos contra el altar y el trono. Esta ha sido, lamentablemente, la concepción que se ha acabado imponiendo en nuestros día. La polémica se centra en el autor liberal conservador y orleanista François Guizot, quien parece intentar conciliar la acepción clásica con la revolucionaria, con poco éxito. El artículo termina con ejemplos políticos del momento y reivindica que la única manera de entender la sociedad es ligándola a la noción de Cristiandad y declarando la guerra a la civilización moderna. Todo ello quedó demostrado en los procesos de 1848, sin olvidar el precedente de las diferentes revoluciones liberales financiadas por Gran Bretaña al mando del ministro liberal Canning en la década anterior a esa.
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Muchas personas han pedido una definición clara y precisa de la palabra civilización, sobre todo en estos últimos tiempos. Vamos a darla, al menos en el sentido de los liberales modernos, pues sus misterios no son ciertamente difíciles de penetrar. En sí misma, hay que admitirlo, la palabra civilización no significa nada en absoluto; está mal elegida para lo que se pretendía expresar, y los buenos escritores podrían muy bien prescindir de ella. En el pasado, se asociaba a la idea del desarrollo de la inteligencia y de las facultades humanas, como resultado de la vida social y, sobre todo, de la vida de las ciudades; implicaba relaciones más frecuentes, vínculos más numerosos entre los hombres, multiplicación de los medios y de los recursos para satisfacer sus necesidades o incluso sus fantasías, y para hacerles la vida agradable y cómoda. La misma palabra se empleó también para designar el cultivo de las ciencias y las artes, el imperio de una doctrina religiosa eminentemente social, que exige a los hombres que se amen y se ayuden mutuamente, y, como resultado de todo ello, una moral menos fiera, menos salvaje, que, aunque más cortés, civil o urbana, no siempre es mejor.
Sin embargo, y Guizot tenía razón al decirlo, todo esto no es civilización; pues lo único que hace es desarrollar el talento, regular la moral y aumentar el disfrute de los hombres, pero no hace ciudadanos. Los autoproclamados liberales, o revolucionarios modernos, mucho más exactos en su lenguaje de lo que podría pensarse, maestros en el arte de engañar sin mentir, que, según un famoso ministro, es el secreto de toda diplomacia, tomando, por una especie de restricción mental, las palabras en su sentido literal y dejando otras con su significado vulgar, vago e indefinido, entienden la civilización simplemente como «civificación», es decir, un proceso progresivo, tendente a transformar las antiguas relaciones sociales en otras tantas ciudades o cuerpos de ciudadanos, a romper todas las relaciones de autoridad y dependencia, es decir, todos los lazos afectivos basados en servicios recíprocos, y a darnos, como compensación, vastas comunidades civiles y ciudadanos propiamente dichos, libres e iguales en derechos, al menos sobre el papel. Esos ciudadanos nunca se ayudan entre sí, sino que chocan constantemente y cuya igualdad de derechos no les impide establecer posteriormente en el seno de la propia comunidad una aristocracia liberal, formada por lumbreras revolucionarias, semejante a la que ya quieren introducir en el reino de Francia, y de la que todos los demás franceses, que llevan a modo de burla el nombre de ciudadanos, sólo serán ilotas, parias y esclavos tributarios, sin participar jamás de las ventajas de la ciudad.
Así pues, la palabra civilización es totalmente sinónima de lo que ahora se llama revolución; incluso es mucho más exacta que esta última, puesto que hay revoluciones de diversos tipos, mientras que el término civilización expresa claramente el objetivo de las revoluciones modernas y excluye todas las que serían contrarias a él. ¿Y a quién hay que culpar, a los liberales que, en este punto, ni siquiera actúan de mala fe, o a la estupidez de quienes se obstinan en no querer comprenderlos? Así, por no citar más que algunas de las mil expresiones corrientes del mismo tipo, ¿no se oye decir todos los días que París y Francia no eran civilizadas antes de 1789, y que la era de la civilización data de esa época, o mejor aún de 1792, que consumó la primera al declarar ciudadano a todo el mundo y abolir todos los demás títulos?
Cuando en 1821 M. de Santa Rosa, en su apología de la revuelta filosófica de aquellos oficiales piamonteses, y M. Lullin, de Ginebra, en sus cartas de Saint-James, verdadero manifiesto de los designios de la francmasonería o de la liga revolucionaria, nos hablan sin cesar del desarrollo de la civilización, del mecanismo de la civilización, de la misteriosa marcha de la civilización que llevará a las lumbreras liberales al poder soberano, ¿qué es esto sino el desarrollo y la aplicación práctica de los principios de libertad y de igualdad, en virtud de los cuales no habrá más que ciudadanos? ¿Qué es este mecanismo sino el de las logias masónicas y sus planes subterráneos para destruir todas las superioridades que les ofendan, y convertirse en la única autoridad espiritual y temporal de la tierra? En el momento en que estos señores temían que sus progresos fuesen detenidos o frenados, y cuando este temor les obligaba a utilizar un lenguaje hipócrita y dulzón, daban la impresión de que los principios de la Santa Alianza debían conciliarse con los principios de la civilización. Ahora bien, ¿qué quería la Santa Alianza? Honrar la religión cristiana y mantener los tronos legítimos. Y como era imposible conciliarlos, se prefirió difamar esta Alianza y trabajar por su disolución, aunque no obstaculizara en nada la sociedad antigua y ordinaria. Prusia ha pasado hasta ahora por un país bastante civilizado. Sin embargo, un autor que ha escrito sobre el estado social de Alemania lamenta que el rey de Prusia no haya tenido el valor de declararse a favor de la civilización, es decir, que no haya considerado oportuno descender de su trono y apoyar con todos sus medios la instauración de una república germánica, una inmensa comunidad de ciudadanos teutones, que debía sustituir a la república francesa y engullir todas las monarquías, todos los principados, todos los señores y todas las ciudades libres de Alemania.
¡No habría sido mucho mejor para él dirigir este movimiento hacia la civilización, de la misma manera que el hombre que es azotado dirige también a los que le azotan! Sin embargo, el proyecto de civilizar Prusia de esta manera sólo parece haber sido aplazado, pues el Constitutionnel ha revelado recientemente que el gobierno oculto de Prusia es el responsable de que ese país se mueva tranquilamente hacia la civilización; ahora bien, por supuesto, la sociedad antigua siempre se movió tranquilamente y no necesitó un gobierno oculto, pero se necesita uno para que triunfe la nueva, es decir, la revolución. A los ojos de los liberales, España, Portugal, Nápoles y Piamonte eran, antes de 1820, sólo naciones semibárbaras y apenas civilizadas, porque todavía reconocían en la Iglesia una autoridad espiritual, y en sus reyes una autoridad temporal, Ambas les parecían protectoras y tutelares, y en consecuencia benéficas, ya que, sin quitarles nada, les proporcionaban bienes de los que carecían, vida moral y recursos para mantener la vida física. Pero desde el momento en que las logias carbonarias, ayudadas por algunos oficiales perjuros, habían alcanzado el poder soberano, destronado al rey, perseguido a los sacerdotes y a los nobles, y adoptado la constitución fabricada por una docena de literatos e histriones españoles, estos pueblos se encontraron de repente en el punto más alto de la civilización; porque, de hecho, dicha constitución había roto todas las relaciones de servicio recíproco, y había hecho aún más ciudadanos que las constituciones francesas de 1791 y 1792. La indignación de los pueblos y un soplo de realeza dispersaron, es verdad, a todos estos civilizadores; habían cesado de reinar, y por eso oímos decir que el sur de Europa estaba de nuevo sumido en la barbarie; en el despotismo, porque había reyes independientes como antaño; y en el fanatismo, porque mantenían una religión que manda honrar al padre y a la madre, precepto diametralmente opuesto a la civilización moderna; hasta el punto de que en España y Portugal ya se había propuesto suprimirlo del catecismo y sustituirlo por una breve exposición de los deberes civiles. Sin embargo, cuando las negociaciones diplomáticas consiguieron apartar del ministerio español a un personaje eminentemente leal y antirrevolucionario, y sustituirlo por hombres más dóciles y semiliberales, Le Constitutionnel, de nuevo lleno de esperanza, exclamó «la destitución de Víctor Sáez y el llamamiento a otros hombres es un triunfo de la civilización y una prueba de su poder».
(Continuará)
Maximiliano Jacobo de la Cruz
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