Puede que la inmensa mayoría de nuestros compatriotas tengan la idea de que la Monarquía está pasada de moda enraizada en su mente, aunque quizás no en su corazón. Es necesario que esas personas recapaciten, sacudiéndose tristes y terribles prejuicios, y que presten atención al hecho de lo que es una Monarquía.
Quizás podrán descubrir en ella, no los mitos horrendos que los enemigos de nuestro pueblo han inventado, sino una luz especial. Una intuición en que se percibe un orden verdadero de los pueblos, que nos sacaría rectamente de este desastre que sufrimos en cada rincón de la vida presente.
La Monarquía auténtica no es una cuestión voluble de la moda de un tiempo, cosa de gusto o interés, y por ello no es totalmente arbitraria y dependiente de la opinión de los hombres. Es algo fundado en la realidad profunda de la política, por existir una naturaleza de las cosas.
La Monarquía implica, primero, el reconocimiento de que el poder es ejercido por hombres, no por artefactos como un Estado, impuestos a los pueblos por las ideologías. Y los hombres ejercen el poder según unos criterios morales, infinitamente superiores a su voluntad, puesto que son consecuencia de existir una ley divina que impera sobre todos. El poder que los hombres ejercen procede, en su primera fuente, de Dios Señor del mundo, bajo cuyas leyes sempiternas deben regirse los pueblos, al igual que los hombres. E implica por ello que el gobierno monárquico tiene sobre él un aliento espiritual que es sagrado, pues no procede de este mundo.
La Monarquía encarna asimismo el sentido de continuidad política. Por hondísima sabiduría, se reconoció siempre en la historia que la forma de gobierno que logra alcanzar mejor la felicidad y virtud de los hombres es aquella que es estable a lo largo de los siglos, por una continuidad venerable que hermana entre sí las generaciones, las dota de legado y les señala su porvenir. Por ello la Monarquía, coronando la Tradición, siempre fue familiar, aquel hogar del arraigo y de los más sólidos lazos entre los hombres.
Todas estas cosas no son particularidades de unos tiempos, mucho menos de unos desvanecidos. Son verdades eternas e inmutables, aunque mil siglos se sucedieran seguirían tan vigentes como el primer día de la Creación, puesto que están impresas en la naturaleza del alma. Todos los signos exteriores de las diversas monarquías son tan cambiantes como el inquieto paso de los tiempos y la libertad humana escojan, pero su esencia permanece tan eterna como en los tiempos de Recaredo o del emperador Carlos.
La idea de una monarquía pasada de moda es tan extensa como la nostalgia de un gobierno monárquico y sereno. Pues esto es lo que a todos nos late en el pecho, el hondo anhelo del rey que sabe quién es y ama a su pueblo. Que tan hermosas intuiciones abran los corazones y las inteligencias de nuestro pueblo. Estamos en una enorme necesidad, frente al mundo artificial que se descompone a nuestro alrededor, amenazando nuestra ruina y la perdición de España.
Gabriel Sanz Señor, Círculo Antonio Molle Lazo de Madrid