El sentido moderno de la civilización según Ludwig von Haller (y II)

¿necesitamos más para probar la identidad de la palabra civilización con la de revolución?

La primera parte de este artículo puede leerse aquí.

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En otro lugar, se vio en esta misma destitución la impotencia del poder absoluto para su separación de la civilización; esto significa que los reyes debían persuadirse de que no pueden hacer nada contra la revolución (aunque el menor soplo de su voluntad podría anularla), y que sólo serían verdaderamente fuertes y libres cuando tomen como guías a quienes primero quieren neutralizarlos para impedirles hacer ni el bien ni el mal; luego procederán a destituirlos, porque tales reyes son realmente inútiles; entonces finalmente los matan, porque tarde o temprano podrían arrepentirse de su condescendencia, pensar en reclamar su propia libertad, y en ese caso no habría garantía de impedirles hacer ni el bien ni el mal; entonces los despiden, porque tales reyes son realmente inútiles; luego, finalmente, matarlos, porque tarde o temprano podrían arrepentirse de su condescendencia, pensar en recuperar su propia libertad, y en ese caso no habría ninguna garantía para el reinado de los amigos de la civilización.

Tan pronto como los griegos de la Morea, agitados sin verdadera razón y guiados por los liberales de Europa, habían proclamado tres o cuatro constituciones que establecían la libertad y la igualdad, la soberanía del pueblo, la libertad de todos los cultos, y por consiguiente también la del culto mahometano, se consideró que empezaban a caminar derechos hacia la civilización. En sus fervientes proclamas, leemos que todos los pueblos civilizados tenían los ojos puestos en los griegos, aunque el estado social y la felicidad pública no habían progresado mucho entre ellos, y que estos orgullosos helenos seguían siendo conocidos únicamente por la devastación de su propio país, por espantosas masacres, por la piratería descarada y por el saqueo de todo lo que encontraban entre sus amigos y enemigos. Finalmente, cuando Mr. Canning fue Primer Ministro de Inglaterra, cuando envió un ejército en ayuda de los revolucionarios de Portugal, cuando se jactó de haber puesto patas arriba la América del Sur, y cuando anunció en pleno Parlamento el plan de asociar a Inglaterra todos los malos súbditos, todos los revolucionarios de Europa, el Constitucional, ebrio de alegría, se expresó en estos memorables términos: «La civilización ha carecido hasta ahora de fuerza material (lo que presupone en primer lugar que no tenía nada que desear en fuerza moral e intelectual); necesitaba un hombre que le proporcionase estos recursos, que pusiese al servicio de su triunfo los tesoros, las tropas y la influencia de un gran imperio; este hombre ha sido encontrado: es «Mr. Canning». Pues ¿no había civilizado, con la ayuda de todos estos medios, el Perú, México, Colombia, Buenos Aires, y hasta el Brasil, de modo que ya no se ve allí más que masones dirigentes disputándose el poder, y ciudadanos imbéciles destruyéndose unos a otros; en una palabra, libertad e igualdad, igual miseria y libertad legal de todo apoyo y ayuda?

Casi al mismo tiempo (4 de diciembre de 1826), Don Almeida, el masón y muy constitucional ministro de Asuntos Exteriores bajo el fuero de Don Pedro, pronunció un discurso en la Cámara de Diputados en el que acusaba a España, que para entonces había vuelto a la monarquía, de estar dominada por una junta apostólica, que es el mayor azote de la sociedad moderna y la liga más infame contra los reyes y la civilización europea. Ahora bien, como los apostólicos son los sucesores o discípulos de los apóstoles, es decir, de los cristianos y especialmente de los cristianos católicos, resulta que el cristianismo, que en otro tiempo se consideraba que había introducido y promovido la civilización, es hoy el enemigo de la civilización en el nuevo sentido, porque se opone a la revolución, es decir, a la sociedad moderna. Además, si hemos de creer a Don Almeida, los apostólicos o cristianos que apoyan y defienden a los reyes son sus enemigos, y los revolucionarios que los destronan y degüellan son sus amigos. Ni siquiera los oscuros autores de los llamados «Resúmenes Históricos» anuncian en su prefacio que van a exponer «las principales revoluciones políticas y religiosas que han contribuido al progreso de la civilización»; de donde se desprende que toda revuelta contra la Iglesia y el Estado, toda rebelión contra la autoridad tutelar de los que guían, alimentan y protegen a sus semejantes, es esencialmente favorable a la civilización, puesto que tiende a romper los lazos del servicio recíproco, que son el cemento de la sociedad humana, y a no producir más que ciudadanos aislados y hambrientos, en virtud de su misma igualdad.

Muestra del título en la compilación «Melanges du droite et haute politique» publicados en conjunto en los años 1830-31.

Podríamos multiplicar hasta el infinito el número de estas citas; pero ¿necesitamos más para probar la identidad de la palabra civilización con la de revolución? ¿Y no tiene razón M. Guizot al decir que atribuimos a esta palabra ideas más o menos claras, pero que la utilizamos y la comprendemos? Más adelante, sin embargo, M. Guizot se explica, y dice que la civilización consiste en el progreso de la humanidad y de la sociedad, en el desarrollo del estado social y del hombre individual. Según nuestros filósofos, el progreso o el desarrollo de la sociedad es la disolución de todos los lazos sociales anteriores, especialmente los que implican autoridad y dependencia, es decir, el intercambio de medios y servicios recíprocos, y la metamorfosis de estas relaciones en una sola comunidad soberana de ciudadanos. Vemos también que M. Guizot cita como ejemplo de tal evolución la Revolución Francesa, cuya característica definitoria fue hacer la guerra al altar y al trono, a toda autoridad, a todo poder; derribar todas las superioridades sociales y establecer, al menos de nombre, un cuerpo de veinticinco millones de ciudadanos, gobernados por una fracción de sus iguales que los operaban, despojaban, encarcelaban y guillotinaban para mayor gloria de la libertad y la igualdad, es decir, de la civilización.

En cuanto al progreso de la humanidad o al desarrollo del hombre individual, según la escuela alemana, de la que M. Guizot parece haber tomado estas ideas, es la liberación del hombre de todos los superiores, su alejamiento de toda autoridad, de toda dependencia; porque, en efecto, si todos son libres e iguales, no tienen amos, aunque en ese caso podrían perecer en medio de todas las riquezas de la tierra y estarían obligados a saberlo todo, a poder hacerlo todo por sí mismos sin ayuda de nadie. Es cierto que este progreso de la humanidad y este progreso de la sociedad nos parecen difícilmente compatibles; porque si hay independencia individual, no hay sociedad; y si hay unión o sociedad, no hay independencia individual.

Pedimos a M. Guizot que concilie, si puede, estos dos tipos de civilización. Es, pues, inútil discutir con los liberales sobre la palabra civilización, tanto más cuanto que tienen razón en el sentido que le dan. Por un instinto de buena fe, el propio M. Guizot está de acuerdo en que es discutible si se trata de un bien o de un mal, y esta duda nos lleva a creer que en el fondo de su corazón la considera más bien como un mal, aunque a este respecto sus ideas no estén todavía del todo claras. Por lo que a nosotros respecta, consideramos esta civilización moderna como el mayor de todos los males, como un azote peor que el hambre y la peste, y que conduciría directamente al exterminio de la raza humana. Debemos, pues, abstenernos de emplear esta palabra, o criticarla como encubridora de pérfidos designios, y decir francamente a los revolucionarios No queremos vuestra civilización; pero sí queremos relaciones sociales naturales, basadas en posiciones diferentes, en compromisos voluntarios y en servicios recíprocos; En una palabra, queremos hombres que, mediante el intercambio y la variedad de sus medios, se ayuden mutuamente, y no ciudadanos que, por sus pretensiones iguales y rivales, no podrían hacerse ningún favor y sólo chocarían y se destruirían entre sí.

Maximiliano Jacobo de la Cruz

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