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Helen Moss parece tonta y, a lo mejor, es tonta. Lo parece porque se deja embarcar, ingenuamente, en una inteligente trampa que le tienden unos detectives aficionados a un asesino en la divertidísima Misterioso asesinato en Manhattan. El problema es que todos somos un poco Helen Moss. Parecemos tontos y, quizá, lo seamos.
Todos los avances tecnológicos son moralmente indiferentes en sí mismos y sólo se les puede colocar una etiqueta moral en función de su uso. Por ejemplo, se pueden utilizar micrófonos, aparatos de procesamiento y de reproducción de audio para grabar y escuchar la 5ª de Beethoven dirigida por Carlos Kleiber; o para grabar a Helen Moss y, modificando astutamente las frases que ha pronunciado, engañar al Sr. House para que acabe cometiendo alguna imprudencia que permita llevarle al talego.
El matrimonio formado por Woody Allen y Diane Keaton en la película, es decir, Larry y Carol Lipton[1], ha podido ver con sus propios ojos como el Sr. House se deshacía del cadáver de su esposa, a la que recientemente acababa de enviar a criar malvas, merced a los buenos oficios de una cierta cantidad de metal fundido. Muy angustiados por la cada vez más creciente posibilidad de que el repulsivo asesino se vaya de rositas, deciden acudir a sus amigos, la fascinante escritora Marcia (Anjelica Huston) y el recientemente divorciado Ted (Alan Alda). Marcia, que parece ser la única con una pizca de sangre fría, tiene la idea genial que acabará por resolver el crimen:
Aprovechándose de la poco exitosa carrera artística de Helen Moss, una de las dos amantes del Sr. House, organizan una audición bastante verosímil para una obra de teatro escrita por Ted, en la que Helen debe recitar una serie de frases absolutamente inocentes y sin vínculo alguno con los oscuros acontecimientos recientes.
Una visita al taller de grabación y unos cuantos magnetófonos convenientemente preparados, más tarde, «llamar a la Interpol» se ha convertido en «Pol» (es decir, «Paul», nombre del Sr. House) y otras tantas frases han sido adaptadas para reproducir una conversación entre la preocupada amante y el próximamente angustiado asesino.
En una de las mejores escenas de la película, Larry, Carol, Marcia, Ted y otros dos amigos, cada uno con su magnetófono, que tiene una serie de frases «pronunciadas» por Helen dispuestas en un cierto orden, se alternan para darle al play y al pause junto al auricular de un teléfono con el que han llamado al Sr. House.
«— Hola, Paul…»
El Sr. House parece sorprendido por el tono serio e imperioso de la llamada y por el timbre algo metálico y «como alejado» de la voz de Helen. Y su desconcierto es creciente cuando ésta le hace saber que sus vecinos, Larry y Carol, han conseguido rescatar el cadáver de la Sra. House y que le exigen una cierta cantidad de dinero para recuperarlo. El desconcierto y la perplejidad del Sr. House van en aumento, cuando, por obra y gracia de las crecientes meteduras de pata de la banda de aficionados, «Helen» comienza a repetir exactamente las mismas frases, cuando la llamada se entrecorta y se interrumpe mucho más de lo habitual (alguien ha tenido la buena idea de grabar también la voz de la operadora anunciando incidentes técnicos) o cuando, directamente y sin venir a cuento, «Helen» le espeta con cierto desenfado: «— ¡Sí, la tienen en un congelador!».
Vale, ¿y todo eso a qué viene, D. Gildo?
Todo eso viene a que, desde hace unas cuantas décadas, hemos pasado por una larguísima etapa de comunicación a distancia mediante teléfonos fijos, que servían para llamar y para escuchar, a grandes distancias, la voz de otras personas en vivo y en directo, a otra gran etapa del desarrollo de la técnica y de las comunicaciones, que comienza cuando conseguimos desfijar los teléfonos y hacerlos portátiles o móviles.
Yo no niego la posibilidad de un uso moderado y virtuoso de los teléfonos móviles. Lo contrario sería, o bien atribuirles una maldad intrínseca de la que de ningún modo se les puede acusar (porque son cosas y la maldad o la bondad se predica de las acciones); o bien atribuirles a mis congéneres una inaptitud radical para el ejercicio de la virtud en determinadas circunstancias tentadoras que, seguramente, rayaría en la herejía.
Pero resulta que este segundo invento, la conversación a distancia sin cables, enseguida entró en competencia feroz con la posibilidad, integrada en esos mismos teléfonos móviles, de enviar breves comunicaciones escritas en forma de mensajes instantáneos. La convivencia de ambos sistemas fue relativamente pacífica durante un tiempo, en parte gracias al hecho de que los SMS eran, generalmente, más costosos que las llamadas.
Sin embargo, cuando alguien tuvo la genial idea de introducir la conexión a internet en los teléfonos móviles, otro gran genio pensó en transformar la mensajería instantánea aprovechándose de las inmensas posibilidades de la Red. Así nacieron WhatsApp y todos sus derivados. Rápidamente, el flujo de comunicaciones a distancia entre los seres humanos conectados pasó de las llamadas, versión técnicamente mejorada de las conversaciones co-presenciales, al intercambio masivo de brevísimos mensajes que, en modo alguno son una versión técnicamente mejorada de la correspondencia escrita.
Quiero decir que, hoy en día, todos tenemos teléfonos que, paradójicamente, ya no sirven para llamar.
La conversación telefónica guarda aún mucho de natural. Las inmensas distancias salvadas por la conexión telefónica por cable o por internet están, ciertamente, fuera de las posibilidades naturales del hombre (a excepción del silbo gomero), pero la manera en la que una conversación telefónica tiene lugar, se parece bastante a una conversación normal, es decir, a una conversación en la que los que conversan están uno frente a otro. Es cierto que se pierde la inmensa riqueza lingüística del lenguaje no verbal amén de muchos otros detalles, pero nos parece razonable afirmar que, de manera general, comunicarse por teléfono está a escala humana.
El intercambio de cortos mensajes ofrece más problemas. La comunicación escrita es, por supuesto, humana y natural, pero suele tener lugar en un contexto que permite y hasta exige que se escriban muchas cosas, porque se trata, precisamente, de un medio de comunicación a largo plazo (de la misma manera que escribe libros quien no puede alcanzar, por medio de su enseñanza verbal, a todos sus potenciales discípulos). Pero es que la mensajería instantánea no se concibió, en teoría, ni se utiliza, de hecho, como una manera avanzada y rápida de reemplazar la correspondencia escrita, sino de dar a la simple conversación una serie de facilidades de radical individualismo que, nos parece, la alejan de su contexto normal. Una conversación escrita (que no deja de ser un oxímoron), puede llevarse a cabo sin inmediatez (uno puede responder cuando le dé la gana y acusar o no recibo); debe llevarse a cabo haciendo abstracción de una importante cantidad de elementos concomitantes a la comunicación humana cuya ausencia hace muy difícil la mutua comprensión, como, de nuevo, el lenguaje no verbal, pero también la entonación (que permite a cualquiera distinguir la ironía y hasta la mentira, algo imposible en la palabra escrita); en fin, nos parece que convierten el acto de comunicación en algo extraordinariamente enrevesado y laborioso.
Por eso, quizás, otro genio haya tenido la feliz idea de inventar los «mensajes de voz», una especie de justo medio entre la conversación-técnicamente-mejorada por el teléfono y la mensajería instantánea. Y por ese simple procedimiento, nos han convertido a todos en Helen Moss.
Puesto que es cierto que el intercambio de mensajes escritos es laborioso y que deja de lado elementos muy importantes para la buena comprensión de lo que se está diciendo (que podrían, sí, suplirse, con más palabras, pero entonces dejaría de ser una conversación, para convertirse en un intercambio de comentarios de texto), grabémonos a nosotros mismos diciendo, con la entonación, las pausas y las inflexiones de voz adecuadas lo que queremos decir. Eso deja a salvo la total libertad de responder cinco días más tarde y la tranquilidad de conciencia de poder tomarse todo el tiempo del mundo para calcular las propias palabras y la manera de presentarlas. Cuanta más espontaneidad se les quite a las relaciones humanas, más racionales serán éstas y, por ende, más libres e individuales.
Solo que los humanos, además de libres y racionales, somos sociales y la vida social supone que no estemos permanentemente escogiendo las palabras y los tiempos, sino que comporta una cierta parte de espontaneidad. Vamos, lo que se llama ser humanos y no robots.
Por otro lado, no nos llevemos a engaño. Aunque exista una cierta semejanza material entre lo que se graba en un audio y lo que se le dice al micrófono del teléfono en una llamada, un intercambio de sermones no equivale a una conversación. Cobijarnos en la seguridad del mensaje grabado por miedo a decir inconveniencias o, peor, a perder tiempo en una llamada telefónica, se parece terriblemente al miedo a comportarse como seres humanos.
Todo esto, en suma, viene a que me parece extraño que haya tanta gente que tenga miedo a ser normal.
Y eso dejando aparte el peligro, no desdeñable, de que, sea por la maliciosa intervención de detectives aficionados o de hackers malintencionados que consigan hacerse con nuestros audios; sea por un uso inadecuado e indiscreto de esos mismos audios por parte de nuestros corresponsales; sea por nuestra propia torpeza, enviándole a uno lo que había de enviarse a otro; acabemos quedando tan mal como la pobre Helen:
«— Hola, Gildo, vecino, te envío este audio para preguntarte si has visto a mi gata Gumersinda, que me ha parecido verla en tu jardín.
—¡Sí! ¡La tengo en el congelador!».
[1] Véanse, en esta misma columna, Misterioso asesinato en Bilbao, Del mausoleo al cenicero y Muerte en sesión continua. Sí, nos gusta Woody Allen. Y nos encanta Misterioso asesinato en Manhattan.
G. García-Vao
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