La sabiduría popular nos exhorta a no mezclar churras y merinas. La misma señora, de alcurnia y raigambre y que merece, al menos, una presunción en su favor, nos previene, como enseña un antiguo tratado de música, que se pueden hacer cuerdas de vihuela, guitarra etc. con tripas de cordero y también de lobo; pero que en ningún caso deben ponerse unas y otras al mismo instrumento pues éste, lógicamente, acabará sonando mal. La misma idea, que nos previene también contra los bribones que pretendan darnos gato por liebre. Incluso en cuestiones de lenguaje, el refranero fustiga sin piedad a ciertos filósofos de brocha gorda que confunden la velocidad con el tocino o, incluso, el culo con las témporas.
Porque no se deben mezclar las cosas que no pertenecen a la misma categoría. Con más razón aún, no debe tratar de sustituirse un género de cosas por otro, salvo que resulte absolutamente evidente que unas y otras cosas son intercambiables sin desmedro.
Y como se trata de un principio elemental aplicable a todo género de personas (éstas sí, y a estos y solos efectos, perfectamente intercambiables), resulta que incluso el cine e incluso el cine americano, está impregnado de tan sensatas enseñanzas.
Historias de Filadelfia, de George Cukor es sin duda una de mis comedias favoritas. Es casi tan graciosa como una intervención parlamentaria de Carmen Calvo (por si la echaban de menos), pero con el valor añadido de ser políticamente incorrectísima, con varias escenas perfectamente calificables de violencia de género por el Ministerio de Igualdad y un tono general de «no al divorcio» casi diría que escandaloso. Además, tiene diálogos brillantes que, en general, no sufren mucho con el doblaje.
La película entera gira en torno a una boda en la alta sociedad filadelfiana (pija, progre y protestante), que finalmente no tiene lugar. O sí, en cierto modo… O, si lo prefieren, la película entera gira en torno al proceso de conversión que se requiere para que una niña de la alta sociedad filadelfiana (protestante, progre y pija) pueda convertirse en algo parecido a una buena esposa. Para más realismo, la niña pija en cuestión es Katharine Hepburn, que interpreta de manera deliciosamente insoportable a Tracy Lord, a quien pretenden su propio prometido (un tonto advenedizo de cuyo nombre no quiero acordarme), pero también su ex marido, C.K. Dexter Haven (el siempre elegante Cary Grant); y el melancólico escritor metido a periodista del corazón Macaulay Conners (James Stewart, en uno de sus mejores papeles).
En una escena particularmente simpática, Mamá Lord, muy ajetreada con los preparativos de la boda, en particular con los que atañen a los músicos, se encuentra con un James Stewart con una resaca de cine (de cine de aquellos días; hoy no se puede beber ni en pantalla):
«― No tendrá usted una cuerda de violín, ¿verdad?» le pregunta Mamá Lord. El Sr. Conners, tan solícito como resacoso, se palpa todos los bolsillos y, al fin, saca de uno de ellos una pastilla:
«― No, pero si le vale una aspirina…».
«― No lo creo, responde Mamá Lord, porque es para un violín».
La Sra. Lord parece bastante cándida ―sólo lo parece― pero aún no ha depuesto la capacidad de razonamiento lógico que se nos presupone a los seres humanos. La Sra. Lord no es farmacéutica ni violinista, pero intuye que aspirinas y cuerdas de violín no son intercambiables. La Sra. Lord tampoco es catedrática de Ontología y no obstante está bastante segura de que «una cosa que sirve para quitar el dolor de cabeza» y «una cosa que sirve para producir sonidos más o menos chirriantes» no pertenecen a la misma especie; ni al mismo género, siquiera.
Recientemente (y por recientemente entiendo un período de varios años ya…), numerosos correligionarios han sido objeto de una intrusión continua e insidiosa por parte de personajes corajudamente camuflados en el anonimato que nos envían correo electrónico tras correo electrónico, supuestamente in spiritu caritatis y por el bien de la Santa Causa que ellos también dicen defender; pero que, en realidad, tienen casi como único objetivo destruir la reputación de cierto carlista que, circunstancialmente, se encuentra en estos momentos más en el candelero que los demás. No vamos a entrar en este debate. Yo no sé mucho del asunto ni sé mucho tampoco de las estructuras jurídico-dinásticas actualmente existentes del carlismo. Sólo sé que el carlismo necesita concretarse en una cabeza coronada; si no, no se trata de carlismo, sino de veleidades demo-tradicionalistas. El maurrasismo está condenado, por cierto.
Sean medias verdades o enteras mentiras, sus continuos ataques, mezquinos, dirigidos por el odio les han conducido últimamente a arrastrar por el fango, además y de paso, la reputación de S.A.R., entre otros; sea que les mueve un odio visceral hacia el carlista en cuestión que no hallará reposo hasta que alguien le haya expulsado de la Comunión Tradicionalista; sea que tienen el objetivo real de liquidar definitivamente dicha Comunión, de hecho todos esos insidiosos mensajes se acompañan de la invitación, más o menos velada, a unirse a una misteriosa red subterránea de «Juntas Carlistas Autónomas», o algo semejante que, desde luego, se sustraen a la supuestamente omnímoda autoridad que nos dirige a todos con puño de hierro (al mismo Señor, a los periodistas de La Esperanza, a todos los miembros y autoridades de los Círculos de aquende y de allende la mar océana, etc.) y que, además, tampoco se encuadran en [lo que quede de] la CTC. Porque los aguerridos acusadores anónimos saben que los sixtinos, aunque fuese posible despojarnos de nuestra lealtad dinástica, nunca cometeremos el desafuero de asociarnos a un supuesto carlismo sin Rey. Así, los carlistas categóricos [en su sentido más etimológico] del submundo internáutico, nos dicen que, para paliar la evidente crisis de cuadros, tropas y, quizá, de autoridades, también, en el seno de la CT, lo mejor que podemos hacer es asociarnos a ellos, evanescentes figuras de las que no vemos más que seudónimos confusos, mensajes biliosos de un odio tan feroz que empaña la verdad que pudieran contener y brazos arrugados que se permiten familiaridades muy dudosas con S.A.R.
La cadena de mando (o la cuerda de violín) del carlismo se ha roto, nos dicen. Hay que reemplazarla y rápido. El análisis, con matices, podemos compartirlo los sixtinos, a pesar de nuestra apabullante ingenuidad, candor o mala fe (pues no queda claro de qué se nos acusa, exactamente, a las víctimas-palmeros del citado carlista en el juicio internáutico). Las soluciones propuestas, ya no tanto. Cuestión distinta (aunque tanto o más importante) es si el medio, el modo y la ocasión son los adecuados. Que no lo son; no se trata ya de pedirles que esperen a que el cadáver este frío para enredar con la sucesión de S.A.R. ¡Se trata de que, al menos, esperen a que haya cadáver!
He advertido previamente ―y acabo de demostrar― que no sé mucho de estructuras carlistas oficiosas ni paralelas. Tampoco sé mucho de aspirinas, aunque resulta que algo sé de cuerdas de violín: y si tuviera que cambiar una cuerda de Re de mi violín intentaría a toda costa reemplazarla por otra cuerda de Re de violín.
Dejo a un lado lo obvio: nunca intentaría reemplazarla por una aspirina; pero tampoco por una maroma del Juan Sebastián Elcano o por una cuerda de tender que, no obstante, son cuerdas. Tampoco por una cuerda de violín de Sol, ni por una cuerda de Re de viola. Lo peor que puede pasar en el caso del violín es que se le rompa a uno la cuerda mientras está tocando y le dé en la nariz ―lo digo porque me ha pasado―. Pero cuando uno enreda con los carlismos a tontas y a locas puede pasar de nada ―en absoluto― a todo lo que se puedan imaginar. Es decir, que puede suceder lo que yo sospecho que pretenden los Junteros Subterráneos, a saber, la desactivación total y definitiva del último foco carlista serio de las Españas. O la defección de ciertos cuadros de la CT al proyecto simpático, sí, y moderadamente razonable, de los carlistas sin Rey. Que es tanto como pretender tocar un violín sin cuerdas, pero allá cada cual.
O puede que sucedan cosas más graves. Que las Juntas Subterráneas no sean carlistas, ni nada semejante; y que las gentes que acusan a la CT de abandonar y de maltratar (siquiera moralmente) a S.A.R. estén tan ensoberbecidas por su propia altura moral inalcanzable, que ni siquiera se hayan dado cuenta de hasta qué punto es humillante, vergonzante y escandaloso el trato que ellas mismas le han dispensado a S.A.R. con su proceder. De semejantes especímenes, ¿se puede esperar la restauración católica? Yo, personalmente, lo dudo mucho.
En fin, ante la duda, modesta y humildemente me permito insistir con la prudencia práctica de Mamá Lord:
― «Señores Acusadores Anónimos, ¿no tendrán Vds. algún Jefe Delegado para encabezar próximamente la CT?
― No, pero si le vale una Junta Carlista Subterránea…
― No lo creo, porque es para reclamar el trono de las Españas, no la cabeza de Miguel Ayuso».
G. García-Vao
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