El 29 de marzo del año que ya despunta se cumplirá el ducentésimo décimo aniversario del nacimiento de don Antonio Aparisi y Guijarro (1815-1872), uno de los más insignes legitimistas del Reino de Valencia y uno de los oradores más brillantes del siglo XIX. Sus dotes como jurista, político y escritor fueron tan granadas, que ni siquiera sus adversarios pudieron regatearle su reconocimiento. De extracción social humilde, a fuer de tradicionalista siempre actuó —en el foro y en la tribuna— en defensa de los más pobres, a quienes la revolución liberal dejó desarraigados e inermes.
Hombre profundamente católico, de sereno temperamento y reputada bonhomía, su servicio a España a través de la política —de él se ha dicho que fue «un político a la fuerza»— tuvo un sentido misional totalmente ajeno a las encanijadas ambiciones mundanas que, hoy igual que ayer, siguen siendo el alma de los partidos y de su «demogresca». Sus escritos, discursos y poesías, atravesados por su delicadeza de espíritu y su gran inteligencia, constituyen auténticas piezas literarias que le valieron el nombramiento como miembro de número en la Real Academia Española, aunque los tumultos revolucionarios de 1868 y su forzosa marcha a París impidieron que aquél llegase a hacerse efectivo.
De nuestro leal coterráneo diría otro maestro, Francisco Elías de Tejada:
«no vino a la Tradición por las vías del nacimiento, sino tras un lento y penoso caminar de anhelante peregrino afanoso de verdad. […] El Carlismo no es para él la intuición brillante de los verdes años juveniles, sino la madura conclusión deducida de una meditación sosegada. De ahí que su actitud posea todo el valor de los ejemplos. No busquemos en él al carlista del porque sí, el guerrillero romántico del ideal, que lucha sin parar mientes en las conveniencias de su actitud gloriosamente quijotesca. Aprendamos en él la lección de la sensatez equilibrada con la que llega a la Tradición herido por las zarzas de la duda, víctima de no haber topado hasta el final con la tranquilidad de la certeza política».
Siendo una ocasión tan propicia para ello, el Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta desea ofrecerle un recuerdo piadoso en este su aniversario a nuestro ascendiente en el ideal, caballero del honor, cruzado de la legitimidad que fue Aparisi y Guijarro. Para ello rescataremos algunos textos de su autoría o sobre su figura, y con el favor de Dios le dedicaremos una sesión monográfica en el mes de marzo. El primer texto que presentamos, y que se reproducirá en dos entregas sucesivas, está extractado de un prólogo que redactó el ya citado Elías de Tejada en 1974 para una «Antología de urgencia» que finalmente no vio la luz. Vale.
Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)
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ACTUALIDAD
Parece evidente que a medida que pasan los años Aparisi y Guijarro va creciendo en el aprecio de las gentes. Especialmente hoy, en el caos de desorientaciones confusas en que nos hallamos sumergidos, su lección es el ejemplo exacto para la salida de la crisis en que se pierden millones de españoles. Porque Aparisi sufrió también temporales espirituales de crisis agudísimas, porque también Aparisi fue presa de la angustia que hoy a muchos españoles atenaza, porque Aparisi debió saltar la barrera de los prejuicios hasta madurar su pensamiento en la posesión de la luz que ilumina la verdad de las Españas. Lo que aconteció con Aparisi es preludio de lo que podrá acontecer con muchísimos coetáneos del presente: tener que escalar los abruptos senderos de la duda hasta dominar la problemática hispana desde las cotas que descubren los dantescos valles políticos, los lodazales de los intereses y los montículos de las buenas voluntades; o sea, desde el Carlismo militante.
Aparisi hubo de romper con la fidelidad dinástica que primero profesara hacia la dinastía usurpadora encarnada en la llamada Isabel II, porque la llamada Isabel II cayó en abanderada de la revolución y del liberalismo; antes de conocer la legitimidad de origen que otorgaba derechos al trono a nuestro señor don Carlos VII, supo repudiar la dinastía que con sus actos había cometido el delito político de la ilegitimidad en el ejercicio. Colocados delante de dilema semejante, su lección es la de elegir, situando a la ilegitimidad en el ejercicio por encima de la supuesta legitimidad de origen. Así, Aparisi, aun antes de estudiar jurídicamente el problema dinástico, rechazó a la dicha Isabel II porque al rechazarla combatía contra la revolución. Que, como Aparisi y como en Vevey, el Carlismo ha optado por las doctrinas cuando las doctrinas dejan de ser servidas por las personas, sean éstas quienes fueren.
El proceso de su conversión fue metódico, cual correspondía a la calidad de sus altísimos talentos. Que no fue nuestro don Antonio varón que recibiera por herencia la gracia de Dios que es ser carlista. Ni tampoco hombre de brillantes intuiciones, ni tampoco penetrante presentidor de las ideas. A tono con su profesión de abogado, y precisamente por ser grandísimo abogado, era la suya mente más dotada para el análisis que para la captación inmediata de la verdad, más preocupado por las argumentaciones que dado al porque sí de las cosas, más razonador que adivino. Sabía sopesar los datos, puntualizar las pruebas, aquilatar las tesis, cotejar los argumentos, ponderar todos y cada uno de los criterios antes de adoptar postura conclusiva. De donde que el largo peregrinaje que concluyó en las tiendas de la Tradición carlista sea la más galana lección de autenticidades políticas del entero siglo XIX.
Aparisi vino al Carlismo a guisa de su temperamento, en la penosa pero serena búsqueda de la verdad con la que había soñado desde niño. Leal consigo mismo, tanto como podía ser leal con los demás, su ascensión al Carlismo estuvo henchida de la dolorida esperanza de saber que en Carlos VII andaba cifrada la resurrección de las Españas grandes. No cabía en Aparisi el deslumbramiento que cegara a Pablo delante de la puerta de Damasco; su manera fue la clarividencia que resulta del largo coloquio con los argumentos jurídicos y con las circunstancias políticas.
Francisco Elías de Tejada y Spínola
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