Un primer recuerdo a Aparisi y Guijarro (y II): «Hijo del pueblo»

Fuimos los únicos en denunciar que tras la burguesía grisácea de los canovismos grisáceos estaba agazapada la revolución prevista por Carlos Marx

Composición editorial Aparisi y Vicente Blasco Ibáñez

La primera parte de este artículo puede leerse aquí.

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Aparisi era pueblo, hijo cabal del pueblo valenciano. En las filas del Carlismo fueron contados los vástagos de las nobles casas heredadas que antepusieron la lealtad a la Tradición sobre los halagos acariciadores de las conveniencias sociales o económicas. Lo más caracterizado de la llamada nobleza cerró filas detrás de la usurpación, mitad por el encandilamiento de la cultura afrancesada impuesta por el absolutismo dieciochesco, mitad por las ventajas dimanadas de acomodarse a los usos de la dinastía que trajo consigo la imposición de las concepciones burguesas de la vida; aristócratas decaídos a burgueses con la ingenuidad de María Antonieta jugando a pastorcita cuando ordeñaba vacas en la granja cortesana del Petit Tazanen. La traición dinástica consumada por una nobleza que había perdido en su inmensa mayoría la consciencia del sentido de lo que la nobleza representa, supuso que la legitimidad viniese a ser servida por otros estamentos sociales, por las que entonces se dijeron clases populares y medias. De suerte que el Carlismo fue Rey con pueblo, pueblo con Rey, brillando por excepciones admirables los contados nobles que no se despeñaron en la decadencia de su condición de tales, ni trocaron por los oropeles de la burguesía madrileña la autenticidad de su hidalguía heredada. Baste repasar la lista de los titulados para comprenderlo.

En el ánimo de Aparisi, sincero ante todo consigo mismo, el Carlismo fue la idea salvadora, porque al abrazar la Tradición se reencontraba a sí propio, alzándose a la alteza de los principios desde la humildad de su alma buena merced a la majestad de sus talentos. Pueblo puro fue y por serlo fue Tradición pura. No tuvo razón Vicente Blasco Ibáñez cuando en el Capítulo V de La horda, por mediación del personaje Isidro Maltrana, cae en el yerro —tremendo yerro del novelista descoyuntador de la historia— de deducir inconsecuencias en el hecho de que Aparisi fuera carlista puro, siendo como era puro pueblo.

Delante de su tumba, aderezado el mísero nicho con crespones andrajosos, mal clavados sobre maltrecho hule, Maltrana canta la gloria de Aparisi, mas tachándole de iluso poeta enamorado de vacías ilusiones, compadeciéndole porque luchó por una causa que no era la de los pobres, entre los cuales se contaba sin embargo. «Ese señor —dirá Blasco por boca de Maltrana— fue famoso en vida. Pronunciaba en el Congreso discursos que duraban varias sesiones. Los curas de toda España, los devotos, las mujeres, aguardaban con impaciencia los periódicos para leerlo. Y ahora, mírale: cualquier tabernero tiene mejor alojamiento después de muerto… Era un poeta, un soñador; y los poetas, no sé por qué, tienen mala sombra en la política… Yo no creo en él; pero le compadezco y lo defiendo por espíritu de cuerpo. Este olvido nos consuela a los que trabajamos sin esperanza en la tienda de enfrente, que es la de los pobres, la del populacho» [1].

La consecuencia es injusta, unilateral, parcial y equivocada. Hubiérale bastado al novelista valenciano echar una ojeada sobre el contorno político de la Valencia suya, donde el Carlismo, al lado de nobilísimas casas como la de Villores, por ejemplo, era Carlismo de blusa y de alpargata, de trabajadores de la huerta y de los libros, lejos de la burguesía enriquecida con los despojos del caciquismo canovista o de la desamortización de Mendizábal. Precisamente porque era pueblo, puro pueblo, Antonio Aparisi y Guijarro fue carlista, sin que lograran ni osaran parecer herederos suyos los Teodoro Llorente ni los Lluís Lúcia.

Era justísimo que las firmas inscritas sobre la tumba de Aparisi fuesen firmas de gentes sencillas, de hijos humildes del pueblo humilde. «Todas son del populacho: curas pobres, guerrilleros ilusos; gente de abajo, de la que tiene corazón» [2]. Gente carlista, pues el Carlismo era eso: sana entraña de las Españas. Lo que parece mentira es que el ejemplo de Aparisi, límpido y evidente, no enseñase a Blasco Ibáñez lo que el Carlismo es, permitiéndole la ceguera de lo vecino remachar por medio de Maltrana el siguiente lamentabilísimo epitafio: «Era pobre y defendió a los ricos; era plebeyo y pidió la resurrección del pasado con sus privilegios de raza; tenía el carácter independiente y un tanto levantisco de su tierra y deseaba el absolutismo. Los que él defendió no se acuerdan de él, tal vez siguen en esto al instinto, que no engaña. Vivió para ellos; pero no fue de su familia» [3].

La incomprensión de Blasco no ha desaparecido todavía, siendo uno de los embelesos negadores de lo que el Carlismo es. Resulta curioso como en 1974, cuando la burguesía instaurada a la sombra de la usurpación va desmoronándose en el fracaso abismal de sus errores por Carlismo desde el inicio condenados, haya quien tenga los carlistas por puñados de burgueses, ilusos y pobres sí, pero burgueses. Cuando lo cierto es que nacimos para pelear contra el sistema de valores burgueses implantados a golpe de bayoneta por los liberalitos decimonónicos; cuando luchamos en defensa de la legitimidad y del pueblo, del clero llano y de los campesinos oprimidos por la Desamortización, de los artesanos desencajados de los gremios que eran el único sistema de trabajo exento de los desmanes burgueses causadores de la miseria del proletariado. Es curioso ahora, al par que trágico, contemplar en este tiempo a los carlistas tachados de lo que fueron los únicos en combatir: de burgueses; de absolutistas, siendo así que fuimos los exclusivos en alzarnos contra la tiranía de los poderes ciegos, sean reyes, sean dictadores, sean mayorías democráticas totalitariamente rousseaunianas; de ilusos, casi locos, cuando jamás cupo ni cabrá otro método para la instauración de las verdaderas libertades políticas que las inscritas en el realismo fecundo de nuestros Fueros venerables, mucho más eficaces por supuesto que las hueras inútiles declaraciones de los cacareados derechos del hombre. En una Españita mediocre y chabacana, de tertulias de cafés y discursitos en el Congreso, de papagayos y ladrones, fuimos los únicos en denunciar que tras la burguesía grisácea de los canovismos grisáceos estaba agazapada la revolución prevista inexorable y científicamente por Carlos Marx, con clarividencia de nuestros soldados y de nuestros pensadores jamás entendida por los padres de esos mismos que ahora tienen el cinismo de tacharnos de burgueses, con todo lo que acarrea el menosprecio del fracaso de la burguesía entonces tan triunfante. Habrá que concluir de los críticos que tan terciadamente nos silencian o nos atacan, una de dos cosas: o que son malintencionados fabuladores mentirosos, o que son osados ignorantes sin pudores en las plumas.

Francisco Elías de Tejada y Spínola

[1] Vicente Blasco Ibáñez: Obras completas. Madrid, Aguilar, tres tomos. En I (1949), pág. 1.430 b.

[2] VICENTE BLASCO IBÁÑEZ: Obras completas, I, pág. 1.431 a.

[3] Ibidem.

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