El día de Año Nuevo. Texto de Aparisi y Guijarro.

REPRODUCIMOS HOY UN BREVE TEXTO DE ANTONIO APARISI Y GUIJARRO DESTINADO A SACAR LECCIÓN ESPIRITUAL DEL PASO DEL TIEMPO. RECOGIDO EN LA SECCIÓN «PENSAMIENTOS FILOSÓFICO-RELIGIOSOS» DEL TOMO I DE SUS OBRAS (MADRID, 1873)

Reproducimos hoy un breve texto de Antonio Aparisi y Guijarro destinado a sacar lección espiritual del paso del tiempo. Recogido en la sección «Pensamientos filosófico-religiosos» del tomo I de sus Obras (Madrid, 1873), los compiladores no consignaron la fecha ni la fuente de su publicación original. No representa una de sus mejores piezas, pero tampoco dejará de leerse sin gran provecho.

***

Un pensamiento grave y sublime domina toda la vida del cristiano: ¡La eternidad! Por ella trabaja, ella es la que tiene delante en todas sus acciones. ¡La eternidad! Con esto se explica todo, todo se comprende; el sobrehumano sacrificio del monje que expone su vida sobre el monte San Bernardo en busca de los hombres, como la caridad de la hija de Paul junto al lecho del moribundo, la paciencia y resignación del pobre, como la humildad del rico; los mártires de los primeros siglos, como las austeridades del trapense de nuestros días. Con este pensamiento la vida presente no nos parece ya una amarga y pesada burla, sino el tránsito a una vida mejor, especie de árido desierto donde plantamos nuestra tienda.

Pero entre todas las épocas de la existencia en que este pensamiento de nuestro último destino viene a saltearnos, y apoderarse de nuestro espíritu, ninguna hay más solemne que la del paso de una división de tiempo a otra, de un año al que le sucede. Semejante al viajero que desde la cima de una colina mira tras sí el camino ya recorrido, y luego al que aún le queda que andar; el hombre echa también una mirada a lo pasado, y luego a lo porvenir. El año que dentro de algunos instantes no será ya sino un recuerdo, se le parece con el séquito de sus alegrías y dolores, sus temores y esperanzas, sus faltas y virtudes. En tan corto período, ¡cuántos sentimientos lastimados! ¡Qué de esperanzas fallidas! ¡Cuántos días sin sol mustios y descoloridos! Las fugitivas horas han arrastrado como el agua de un torrente todos esos sueños dorados que acariciaban el corazón, y la felicidad ha caído hoja a hoja como la flor marchita de la frente del convidado.

Pero en vano ha desaparecido todo; la Religión haciendo oír su voz llena de porvenir, se levanta mucho más alto que estas lamentaciones de lo pasado, y recordando al hombre su celestial destino, derrama en su alma el bálsamo consolador. Mientras que en el mundo todo se limita a votos estériles que la boca pronuncia, y el corazón desmiente en secreto, presenta ella a nuestras adoraciones y homenajes un Dios hecho hombre para salvarnos.

«Después que se hubieron cumplido los ocho días para que el Niño fuera circuncidado, se le impuso el nombre de Jesús, nombre que le había dado el Ángel, antes que fuera concebido en las entrañas de su madre.» (San Lucas).

El nombre de Jesús significa Salvador. ¡Católicos! Venid, pues, a postraros ante la cuna del Niño Dios, a fin de comenzar el año bajo la dulce influencia de la esperanza. Hace una semana que la tierra se conmovió a su nacimiento; hoy recibe su nombre y proclama su misión. En el año que acaba de finar el dolor ha pesado sobre vuestras cabezas; pues bien, corred a oír esta palabra de Jesucristo, vengo a salvaros, y os retiraréis consolados. Cuando el agua santa es vertida sobre vuestra frente, recibís el bautismo de salud, el Sacramento de la primera esperanza: la Religión os recuerda estas ideas consoladoras, y comienza cada año de nuestra vida por la esperanza.

¿Y cuál es esa promesa de salud, esa buena nueva que la Iglesia os trasmite? Se dirige a cada uno de vosotros, al mundo, a toda la sociedad. Para vosotros es la luz que brillará delante de vuestros pasos, el apoyo que os sostendrá en las penas de la vida, el consuelo que enjugará vuestras lágrimas, el perdón en el arrepentimiento, la grandeza del hombre, la inmortalidad de su alma, el triunfo del justo. Para la sociedad, es un orden social nuevo, una nueva civilización, un mundo nuevo en vez del antiguo mundo que se va como un viejo consumido de disolución; es el triunfo de la libertad en las leyes, la consagración de lo bello en las artes, en suma, la humanidad entera regenerada así en el individuo como en la generalidad.

Hace diez y ocho siglos que esta palabra: «vengo a salvaros», pronunciada en un rinconcito del mundo, mudó la faz de la tierra, y cada año se renueva esta promesa de salud, para que en la triste peregrinación de esta vida no desfallezca nuestro corazón. Tal es el objeto de todas las ceremonias de la Iglesia, y de todas las fiestas del catolicismo. Mostrándonos hoy al Hijo del Hombre sometiéndose a la circuncisión como el último de los hebreos, la Religión nos da una grande e imponente lección de humildad, al mismo tiempo que con sus promesas de inmortalidad levanta la grandeza de nuestro ser. Así es el hombre: pequeño y grande juntamente, toca al cielo y a la tierra, está cargado con el peso de los anatemas de un Dios, y cubierto con la sangre de Jesucristo, rebelde y justificado, maldición y gloria. ¡Católicos! Regocijémonos, pues, con la Iglesia, y saludemos con alegría ese nombre de Jesús, ante el cual, como dice el Apóstol, se dobla toda rodilla en los cielos, en la tierra, y en los infiernos. La festividad del nombre de Jesús es la fiesta de Dios, del hombre y de la sociedad. Hoy se cierra un año que nos separa del que precede, ¿cuánto tiempo? Nadie lo sabe. Por entre todos esos años que tan rápidamente se deslizan, el hombre avanza, inquieto siempre y penando, rompiendo hoy lo que ayer adoraba, sin encontrar nunca nada que pueda satisfacerle, y llenar esa copa de felicidad que acerca a sus labios. Pero más allá de esta gran miseria que se llama vida, al cabo de esta árida carrera, está el Cielo, y en él encontraremos la calma, el reposo y bienandanza sin fin.

Antonio Aparisi y Guijarro

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta