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Nuestros lectores, si nos queda alguno, se habrán sorprendido de la falta de garcíavao de Navidad. Aunque el punto álgido de las fiestas ya haya pasado, no resistiremos la tentación de compartir algunas reflexiones; al fin y al cabo, aún estamos en el tiempo litúrgico de Navidad, aunque la mayoría de comercios ya piensen sólo en las rebajas.
El tan cacareado espíritu de la Navidad, si aún existe, no debería concentrarse en las fechas fuertes del calendario. Debería hacerse presente cada día del año, porque la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo no se agota en sí misma, sino que constituye solamente la primera etapa (no obstante ser una muy fundamental), de su obra de Redención, que ha de culminarse el Viernes Santo. La Navidad es, ante todo, una promesa o, mejor, la primera manifestación tangible, sensible y concreta de la Promesa que el Señor les hizo a nuestros padres primeros en el Edén: la venida de un Salvador que ha de abrirnos a todos las puertas del Cielo. Porque, efectivamente, nos las ha abierto a todos, aunque algunos, aunque muchos, prefieran no pasar por ellas. El Nacimiento de Nuestro Señor, a fuer de ser la antesala del Cielo, es también la promesa de todo lo que el Cielo implica. El Misterio de la Encarnación es, pues, la promesa del desvelamiento de todos los misterios, de todas nuestras preguntas sin respuesta. Al que se le ha prometido el Cielo se le ha prometido, también, ver cara a cara a Dios, lo cual es, primeramente, un deseo natural de nuestra inteligencia. La visión beatífica es un conocimiento. ¿De qué? ¿De todo? De todo en su causa última, que es Dios. De todo, salvo de los singulares, de los secretos de los corazones y de las demás cosas que el humano entendimiento no tiene un deseo natural de saber. Sin embargo, es sentencia común que los bienaventurados tendrán, en el Cielo, el conocimiento, en la visión, de todas las cosas que les conciernen: así, el santo Fundador conocerá todo lo relativo a su congregación; el párroco, lo que incumbe a sus feligreses; el padre de familia, lo que atañe a sus descendientes. Además del conocimiento perfecto (tan perfecto como la débil inteligencia humana pueda alcanzar) de los grandes Misterios de nuestra fe, también obtendremos la respuesta a algunas preguntas más sencillas, más humildes, más personales. Yo, por ejemplo, sea porque lo deduzca de mi pequeñísima porción de visión (si Dios quiere) sea porque, de algún modo, pueda preguntárselo a Él directamente, confío saber por qué Juan Luis Vives, «nuestro filósofo del Renacimiento», decía que había dos fuentes en Lovaina, Latina la una y Griega la otra.
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«Vaciedades», dirá algún amable lector que esconde su insolencia internáutica bajo un seudónimo francés, por mor de la gallardía. Vaciedades no; pequeñeces, tal vez.
Juan Luis Vives, que dedicó gran parte de su vida a escribir inmensas pequeñeces, juega con nosotros en uno de los más encantadores de sus Diálogos, El vestido y un paseo matutino, en un delicioso intercambio entre Belío y Maluenda, que tiene sed y a quien su compadre quiere llevar a beber a una de las dos magníficas fuentes lovanienses, que dan agua pura y cristalina, añadiendo, a guisa de conclusión que «Vives suele llamar Griega a la que está junto a la puerta, y Latina a aquella otra de más abajo. La razón de estos nombres él te la dará cuando vayas a verle».
Salvo que algún inteligentísimo erudito se haya tomado la molestia de investigar este punto nada capital en la historia de la Literatura y que, por otra parte, Dios haya bendecido su noble intento con un inesperado e inesperable éxito, no sabemos el porqué de tales apelaciones. Y no lo sabremos nunca. Y es una simpleza y una tontería preocuparse por ello; o lo sería, si no tuviésemos fundada esperanza de colmar un día, al fin, nuestra sed de conocimientos. Del conocimiento de nuestra Causa Última en primer lugar; y, últimamente, de sus más primarias y más insignificantes consecuencias.
No les convence el ejemplo, lo comprendo. Tomaremos otro.
Cuando acabe de escribir estas líneas, me pondré a rezar el rosario. Lo haré con un añoso rosario de cuentas de madera, del que solos los padrenuestros destacan algo por su labor un poco menos tosca y que tiene, por todo adorno, una cruz casi plana de madera muy oscura, tal vez ébano, y un lazo de gasa también negra que tengo sobrados motivos para creer que no es puro adorno sino crespón y crespón fúnebre.
El rosario pertenecía a mi difunta abuela, quien lo heredó a su vez de una jefa que tuvo cuando trabajaba en la Telefónica, D.ª Emilia Pasión, notable poetisa (Débil espiga que soñando amores/ te yergues candorosa sobre el tallo/ creyendo que sin pena y sin dolores/ vas a poder entrar en el Sagrario). Dª Emilia lo conservaba como una insigne reliquia de familia, pues era el rosario de un primo suyo, misionero, que murió asesinado en Japón. Mi abuela no recordaba más detalles y la historia, evidentemente, suscitó en todos nosotros un vivísimo interés. Estoy dispuesto a rezar cada día de mi vida con el rosario del misterioso misionero para que, al fin de mi terrestre singladura, se me reconozca en el Más Allá un interés legítimo en su persona y en su obra que justifique que me sea desvelado ese, por otro lado insignificante, misterio. Vaciedades y pequeñeces: la vida del hombre está hecha de ellas. Y, no obstante, muchas de nuestras más inconsolables penas proceden de no haber hecho, en su momento, las preguntas correctas. La diferencia entre los católicos y los infelices, es que nosotros sabemos que, algún día, si Dios quiere, obtendremos respuestas a todas nuestras preguntas.
Quizás era eso lo que estaba pensando la madre Teresa de Canción de cuna, cuando D. José, el médico, viene a anunciarle que le queda ya poco tiempo de vagar en este valle de lágrimas. Y ante tan trascendentales circunstancias que deberían elevar el pensamiento hacia cuestiones de alta espiritualidad, ¿de qué acaban hablando la monja y el médico? De Vives; de Vives y de sus pequeñeces.
Garci rueda una de sus escenas más memorables, en la que nos cita, sin nombrarle, a otro gran espíritu levantino, Azorín, cuyas palabras pone en labios de la superiora, que nos dice, con un deje de pasión en las inflexiones mesuradas de su voz: «Vives ha sentido, acaso como nadie, la eterna poesía de lo pequeño y de lo cotidiano», frases que glosa con imágenes y recuerdos entresacados, sobre todo, del inagotable repuesto de la naturaleza, que saca siempre cosas nuevas y cosas viejas, aunque todas las mañanas del mundo sean sin retorno.
La monja es dominica, eso es evidente; pone sobradamente de manifiesto el primado de la inteligencia sobre la voluntad, con una frase dicha así, al descuido, que cierra la conversación mientras la dorada luz del atardecer inunda su despacho, como si fuese una antesala del Edén: «Saber mirar es saber amar, ¿no?». El doctor calla, no responde nada; quizá no sepa qué responder, porque no sabe si la madre Teresa está evocando las intrascendentes escenas de la vida cotidiana de Vives en sus Diálogos o si ha dado un salto místico hasta las séptimas moradas de su homónima carmelita; porque no sabe si la madre está contemplando nostálgicamente todas las cosas de las que ya no disfrutará en este bajo mundo, cuando la gran Igualadora venga a buscarla, antes del retorno de la primavera; o si reflexiona, en voz alta, diciéndose que si tan amables le resultan las cosas de este mundo, cuya luz es la sombra de Dios, qué no le deparará el otro, en el que las luces no hacen sombra.
Les parecerá extraño que sucumbamos a la melancolía nada más comenzar enero. Al fin y al cabo, no sabemos lo que nos deparará este año, con un mundo gobernado por psicópatas de distinto pelaje y que ha comenzado con el «excelente» presagio de un escarnio público al Sagrado Corazón de Nuestro Señor en horario de máxima audiencia y en la televisión que pagamos todos con nuestros impuestos.
No vayan a pensar que, por la presente, nos hacemos los abogados de las cuestiones menores; nada más ridículo: lo que pasa, lo que nos cuesta, a menudo, comprender, es que, a pesar de nuestro casi insaciable (o, sólo naturalmente insaciable) apetito por la Verdad, no somos ángeles; y si la Verdad se encarna, todas las verdades que de ella dependen, se encarnan también. Y si hace falta tener buenos principios para comprender, teóricamente, que lo que pasó en Nochevieja fue una blasfemia de manual, también hace falta una buena dosis de sana cólera, encarnada en una mano bien abierta, para proceder a remediar el mal, que es concreto, de la manera más concreta posible. Del mismo modo, hay que conocer bien el catecismo para saber, para desear y para dirigirse hacia nuestro fin último, que es la visión de Dios tal cual es. Y una buena dosis de encarnación, de vida humana realmente real, nos permite deducir, concluir, esperar y dirigirnos hacia la abigarrada colección de cosas que deseamos ver y que, si Dios quiere, veremos también en Él un día.
Y aunque mientras sigamos en camino, no podamos ver a Dios, sí que podemos ver una multiplicidad siempre creciente de cosas que, si sabemos ver, acrecentarán nuestro deseo de contemplar la Causa de todas ellas. Y la contemplación de las pequeñas cosas generará un sinnúmero de preguntas; algunas, con respuestas que podremos encontrar, quizás, lenta y trabajosamente; otras, que sabemos que no hallaremos jamás, mientras estemos aquí. Preguntas que no se deducen silogísticamente, de acuerdo, del deseo natural del Hombre de conocer «la» Verdad, pero que sí son concreciones, encarnaciones, pequeñeces, de hombres pequeños, encarnados y concretos, que si saben deleitarse con la poesía de lo pequeño y lo cotidiano y si tienen, además, la fortuna de comprender su minúscula dosis de eternidad, tendrán ya buena parte del camino bien despejada y abierta frente a ellos: saber preguntar es saber esperar una respuesta.
Y así, vamos guardando en nuestro corazón vaciedades y nimiedades cuyas respuestas nos escapan y nos escaparán ya siempre: ¿Quién era el dueño original del rosario de madera de Gildo García-Vao? ¿Por qué Vives llamaba Griega y Latina a sus dos fuentes de Lovaina? Preguntas que, como el cantar del arroyo y la luz del amanecer de la priora de Canción de cuna, apuntan al Creador de todas las cosas y a la Verdad que responde a todas las preguntas: saber mirar el mundo es saber amar al Creador del mundo.
Y, en ese sentido, Vives con sus latines llenos de zapatos, verduras y fuentes es, con Francisco y sus hermanos la Luna y el Sol, con Teresa y sus almas comparadas a feos gusanos de seda, uno de esos raros afortunados que han sabido ver la eternidad en la poesía de lo pequeño y de lo cotidiano.
Feliz y santo año.
G. García-Vao
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