Jovellanos, tradicionalista (I)

fue también un decidido defensor de la constitución histórica de las Españas frente a las que llama «monstruosas teorías constitucionales»

El reciente día 5 de enero de 2025 se cumplía el 280 aniversario del nacimiento de Gaspar Melchor de Jovellanos, defensor de la Monarquía española y sus Cortes tradicionales e impugnador de las doctrinas revolucionarias. Esto, unido a su rechazo por igual del absolutismo cesarista y el la democracia liberal, lo convierten en lo que podemos llamar un protocarlista. Así lo han considerado grandes figuras del tradicionalismo español, como Cándido Nocedal, autor de una Vida de Jovellanos, o Evaristo Casariego, que escribió Jovellanos o el equilibrio. Nuestro recordado Luis Infante, gijonés y discípulo de Casariego, siempre lo mantuvo también, advirtiendo de algunas cautelas en lo que se refiere a cuestiones económicas. Vázquez de Mella llegó a afirmar que «el origen oficial de la comunión tradicionalista» podía encontrarse en Jovellanos, que «representaba nuestros principios en los apéndices a la Memoria de la Junta Central» (O.C., tomo XI), así como en Capmany y el Barón de Eroles.

La historiografía liberal ha impuesto un visión simplista de las posturas políticas en España en torno al año 1812 basada en el eje absolutismo-liberalismo. Lo cierto es que, frente a lo que ambiguamente llaman absolutismo los liberales pero que los realistas llamarían despotismo ministerial, se alza una corriente reformista tradicional, cuyas doctrinas cristalizan en el Manifiesto de los Persas de 1814. Suárez Verdeguer afirma que este documento tiene para los realistas una significación análoga a la que tiene la Constitución de Cádiz para los liberales. En este reformismo de cuño tradicional se inserta, sin duda, Jovellanos, tan crítico del despotismo ilustrado como de la ideología revolucionaria. De este modo, puede situarse entre los que el mismo Suárez Verdeguer llamó renovadores, frente a conservadores e innovadores ante la crisis del Antiguo Régimen, pero no puede calificarse de liberal moderado, como pretenden muchos.

Jovellanos advertía de que el peligro que podía frustrar los bienes que podían esperarse de las Cortes de Cádiz venía de los «fogosos políticos» que sólo buscaban «la adquisición de una libertad ilimitada» y que «ni se detienen a estudiar nuestra antigua constitución, ni a investigar la verdadera causa de su ruina, ni cuáles fueron los males y abusos que inmediatamente se derivaron de ella; y sin hacer atención a las leyes que obedecemos, ni a la religión que profesamos, ni al clima en que vivimos, ni a las opiniones, usos y costumbres a que estamos tan avezados, en vez de curar y reformar, sólo piensan en destruir para edificar de nuevo». Con ello retrata claramente el rupturismo innovador y revolucionario de los liberales. Y en su crítica al despotismo, afirma que el llamado a las Cortes se hace «sin destruir la antigua constitución del reino, antes bien restableciendo su antigua jerarquía y reintegrándola en los derechos que por tanto tiempo había visto atropellados y dormidos» (Apéndice XV a la Memoria). Jovellanos tiene clara conciencia de que la revitalización de las Cortes no debe llevar a la innovación revolucionaria, sino a recuperar un legado histórico tradicional de la Monarquía española: «el derecho de la nación española a ser consultada en Cortes nació, por decirlo así, con la monarquía». Y añade: «cualquiera que esté medianamente versado en nuestra historia sabe que el reino se juntaba en Cortes con mucha frecuencia… es justo, es necesario, es provechoso y sin inconveniente, que la nación española recobre el precioso derecho de ser convocada a Cortes» (Apéndice XII). Jovellanos se opone, de hecho, a la propuesta de los liberales de unas Cortes sin distinción de estamentos, porque los tres brazos eclesiástico, militar y civil o popular en Cortes suponen la forma «más propia y conforme a la esencia de la monarquía española». Defiende con ello la representación jerárquica y orgánica de la sociedad, y no una representación indistinta que llevaría al parlamentarismo liberal y democrático, cosa que juzga en estos términos: «dada la representación indistintamente al pueblo, la constitución podría ir declinando insensiblemente hacia la democracia, cosa que no sólo todo buen español, sino todo hombre de bien, debe mirar con horror en una nación grande, rica e industriosa» (Apéndice XI). Para Jovellanos, la representación de la nobleza y el clero junto al pueblo es la garantía frente a las «desmedidas pretensiones que el espíritu democrático, tan ambicioso y temible en nuestros días, quiera promover», pero también “contra la arbitrariedad y la tiranía» y los «abusos del supremo poder que tanta sangre y lágrimas suelen costar a los pueblos cuando no tienen centinela que los guarde, voz que los guíe ni escudo que los defienda» (Apéndice XV).

Jovellanos fue también un decidido defensor de la constitución histórica de las Españas frente a las que llama «monstruosas teorías constitucionales», que son las teorías liberales y revolucionarias importadas, sobre todo, de Francia. Empieza Jovellanos por rechazar enérgicamente el contractualismo que sirve de fundamento a esas monstruosas teorías, tanto de Rousseau como de Locke. En cuanto al Contrato social de Rousseau, en marzo de 1800 pide a Carlos IV «estorbar la entrada de libro tan pernicioso en sus dominios», y en cuanto al Segundo tratado sobre el gobierno civil de Locke, en septiembre de 1795 mostraba el «disgusto» que le había producido descubrir al cura de Somió leyendo esta obra, prohibida por la Inquisición (Diarios). Contra ellos defiende la tesis tradicional aristotélica de la sociabilidad natural del ser humano, criticando lo ideal y quimérico del supuesto estado de naturaleza con el que se justifica la doctrina del contrato (Cf. Tratado teórico-práctico de enseñanza). En sus Diarios hace una defensa explícita de lo que puede llamarse «constitución histórica» de España y una crítica del deseo revolucionario de hacer de ella una tabula rasa, como pretendían las tesis contractualistas: «la Constitución es siempre la efectiva, la histórica, la que no nace en turbulentas asambleas, ni en un día de asonada, sino en largas edades, y fue lenta y trabajosamente educando la conciencia nacional, con el concurso de todos y para el bien de la comunidad; Constitución que puede reformarse y mejorarse, pero que nunca es lícito, ni conveniente, ni quizá posible destruir, so pena de un suicidio nacional peor que la misma anarquía». En el mismo sentido se expresa en el Apéndice XII de la Memoria, en un fragmento que merece ser reproducido algo extensamente: «oigo hablar mucho de hacer en las mismas Cortes una nueva Constitución, y aún de ejecutarla; y en eso sí que a mi juicio habrá mucho inconveniente y peligro. ¿Por ventura no tiene España su Constitución? Tiénela, sin duda; porque ¿qué otra cosa es una Constitución que el conjunto de leyes fundamentales que fijan el derecho del Soberano y de los súbditos y los medios saludables de preservar unos y otros? Y, ¿quién duda que España tiene estas leyes y las conoce? ¿Hay algunas que el despotismo haya atacado y destruido? Restablézcanse. ¿Falta alguna medida saludable para asegurar la observancia de todas? Establézcase. Nuestra Constitución, entonces, se hallará hecha y merecerá ser envidiada por todos los pueblos de la tierra que amen la justicia, el orden, el sosiego público y la verdadera libertad, que no puede existir sin ellos. Tal será siempre en este punto mi dictamen sin que asienta jamás a otros que, so pretexto de reformas, tratan de alterar la esencia de la Constitución española» (Apéndice XII).

Enrique Cuñado, Círculo Tradicionalista Enrique Gil y Robles de Salamanca

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