Jovellanos, tradicionalista (y II)

Jovellanos defiende también la función legislativa del monarca en un sentido estrictamente tradicional y también limitado

Hemos visto ya cómo Jovellanos representa en los momentos de crisis del Antiguo Régimen en España el reformismo tradicional, frente al absolutismo decadente y el liberalismo revolucionario. En terminología de Suárez Verdeguer, formaría parte de los renovadores frente a los conservadores e innovadores. Con ello rechaza tanto el despotismo como el espíritu democrático liberal, así como el constitucionalismo revolucionario. En todo ello se aprecia siempre su espíritu católico, patriótico y de respeto a la monarquía española y sus instituciones tradicionales; en definitiva, el Dios, Patria y Rey que aparece en todas las luchas de los españoles contra las políticas liberales, desde la Guerra de Independencia hasta las Guerras Carlistas, pasando por la que Rafael Gambra llamó primera guerra civil de España entre realistas y liberales en el Trienio liberal. Jovellanos aparece como un defensor de España contra Europa, ensalzando siempre lo español frente a lo francés y calificando a Napoleón, encarnación de los ideales revolucionarios, como «el tirano de Europa».

Entre las tesis revolucionarias condenadas por Jovellanos se encuentra también la de la soberanía nacional, a la que califica de «herejía política». Y con ello defiende la que constituye sin duda la tesis más central de la verdadera Monarquía tradicional contra el liberalismo, que expresa de un modo contundente: «haciendo mi profesión de Fe política, diré que según el derecho público de España, la plenitud de la soberanía reside en el monarca y que ninguna parte ni porción de ella existe ni puede existir en otra persona o cuerpo fuera de ella». Es decir, que la nación no es soberana ni se le pueden atribuir las funciones de la soberanía, y entiende por soberanía, no un ente real, sino «un derecho, una dignidad inherente a la persona señalada por las leyes y que no puede separarse aun cuando algún impedimento físico o moral estorbe a su ejercicio» (Apéndice XII a la Memoria). De este modo, sin contradecir su defensa de las Cortes tradicionales, antes al contrario, defendiendo su verdadera función, rechaza la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, como defenderá el liberalismo moderado o doctrinario al que muchos le adscriben erróneamente. Más aún la soberanía de ninguna asamblea o Parlamento, donde el liberalismo supone que se materializa la voluntad nacional o popular. Jovellanos defiende la Monarquía pura, en cierto sentido «absoluta», en cuanto verdadero gobierno personal y responsable en el que el rey no comparte la soberanía o poder supremo de la república o comunidad perfecta. Que la soberanía sea «plena en su orden», como la caracteriza Santiago Ramírez, no implica absolutismo, lo que significaría ser ilimitada o sobrepasar ese orden o esfera propia que corresponde al ejercicio del poder soberano. Estos límites son los que definen a la Monarquía templada o moderada de la tradición española, tal como la define Enrique Gil y Robles: «monarquías moderadas, templadas o limitadas [se dicen] aquellas que son contenidas dentro de la esfera gubernativa que les corresponde, y en los límites de un gobierno recto y prudente, por instituciones y elementos orgánicos sociales». Concluyendo que es opuesta a la «monarquía absolutista» (Tratado de Derecho político, t. II, c. XI). Es la distinción clásica también de los tratadistas del Siglo de Oro español, como Saavedra Fajardo, que reduce los distintos tipos de reyes en dos: el rey absoluto, que gobierna a su arbitrio y el rey que gobierna según las leyes o fueros con que el pueblo limita su potestad. Esta limitación orgánica del poder es la que defiende realmente Jovellanos, que sostiene que el poder de los reyes de España, «aunque amplio y cumplido en todos los atributos y regalías de la soberanía, no es absoluto, sino limitado por las leyes, en su ejercicio, y allí donde ellas le señalan un límite, empiezan, por decirlo así, los derechos de la nación». Esencialmente, estos límites orgánicos y garantías contra el poder arbitrario están, por tanto, en las Cortes tradicionales y en los fueros (Apéndice XII).

Dicho todo esto sobre el poder ejecutivo, Jovellanos defiende también la función legislativa del monarca en un sentido estrictamente tradicional y también limitado: «aunque es suyo sin duda, y suyo solamente, el derecho de hacer o sancionar las leyes, para hacerlas debe aconsejarse antes con la nación, oyendo sus proposiciones o peticiones, o cuando no, promulgarlas en Cortes y ante sus representantes; lo cual supone en ellas de una parte el derecho de proponerlas y de otra el de aceptarlas o representar contra ellas; del cual es notorio que han usado siempre las Cortes del reino» (Ibid.). La sanción regia es la resolución soberana o fase decisoria de la ley, pero junto a ella está la propuesta de la ley, que sí es un derecho político que pueden ejercitar otras personas sociales distintas del monarca en las Cortes. Y, como distingue Enrique Gil y Robles, de la propuesta o formación del proyecto de ley se puede distinguir la formación de la ley y la deliberación de la ley, estas dos últimas propias de cuerpos colegiados, consejos y asambleas no soberanas junto con el monarca. De este modo, la supuesta superioridad de la soberanía asamblearia de las poliarquías frente a la monarquía, argumentando eso de que cuatro –o más– ojos ven más que dos, queda refutada. Los tratadistas políticos españoles del Siglo de Oro consideraban por analogía a estos cuerpos consultivos como los ojos que permitían ver más allá al monarca. Además, al Rey, como personalmente responsable del gobierno, le conviene consultar a los mejores y más sabios, mientras que dudosamente (y la experiencia lo demuestra) se juntan los más expertos para deliberar en el parlamento.

Después de una perfecta exposición y apología de la doctrina de la Monarquía tradicional española, templada y limitada, Jovellanos concluye que «no puede haber español que no se llene de orgullo, admirando la sabiduría y prudencia de nuestros padre, que al mismo tiempo que confiaron a sus reyes todo el poder necesario para defender, gobernar y hacer justicia a sus súbditos, poder sin el cual la soberanía es una sombra, una fantasma de dignidad suprema, señalaron en el consejo de la nación aquel prudente y justo temperamento al ejercicio de su poder, sin el cual la suprema autoridad, abandonada al sordo influjo de la adulación o a los abiertos ataques de la ambición y el favor, puede convertirse en azote y cadena de los pueblos que debe proteger» (Apéndice XII).

Enrique Cuñado, Círculo Tradicionalista Enrique Gil y Robles de Salamanca

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