Vestirse para cenar

el hombre puede perfectamente, tomarse el tiempo necesario para vestirse: para ir a Misa, a ver al Señor y a darle gracias por sus inmensos e incontables beneficios y celebrarlos; y para ir a cenar, a ver a sus seres queridos

Fotograma de la serie «Downton Abbey»

En cierta ocasión cuyos detalles no recuerdo, en la desigual, pero, a pesar de todo, interesante Downton Abbey, la siempre respetable y venerable Condesa viuda se ve obligada, una vez más, a ejercer su inmemorial papel de conciencia extrínseca de su propia familia, en un asunto tan, aparentemente, menor como la indumentaria adecuada para pasar al comedor.

La Condesa viuda se encuentra en la gran casa, Downton, para cenar, según su costumbre. Ya saben que los ingleses, sobre todo los miembros más respetables de sus clases altas, cultivan un protocolo bastante serio, rígido y elegante sobre la indumentaria a llevar en función de la ocasión. En la cena, es bien sabido, se ha de llevar esmoquin con pajarita blanca. Hablamos de cenas en grandes casas, claro, en las que la gente, porque tiene cocineras, lacayos y mayordomos, puede permitirse el lujo de «cambiarse para cenar». Pero, precisamente en la medida en que esas personas se encuentran en una posición social y económica que les permite tomarse el tiempo necesario para subir a sus habitaciones a enfundarse un traje más o menos incómodo sólo para cenar resulta, nos dicen el sentido común y la Condesa viuda, que esas mismas personas quizá tengan, además del privilegio, el deber.

Así, en la citada ocasión que no recuerdo exactamente, el señor Conde, Robert, decide que, por una vez, tal vez no resulte de la más capital importancia cambiar su traje y pajarita negra por el atuendo que se espera del señor de Downton Abbey en una cena relativamente informal. Informal, porque sólo se halla en ella su familia; relativamente porque, con todo, un mayordomo y tres lacayos van a encargarse de servirla a una serie de señoras y señores que se hacen llamar conde y condesa de Grantham, condesa viuda de Grantham, Lady Mary, Lady Edith etc. Quiero decir que ser informal también puede ser un derecho; raras veces es un deber.

Robert, el conde con pajarita negra, entra sin más contemplaciones en el coqueto saloncito en el que los inminentes comensales están dando buena cuenta de su mueble-bar antes de pasar a asuntos más trascendentales (la liturgia de la mesa de las grandes casas británicas implica, también, que a la cena se llega ya con un grado relativamente importante de humedad ambiente desde la estancia contigua). Violet, la Condesa viuda, su madre, por su parte, que hasta el presente se ha limitado a poner cara de avutarda, se entretiene charlando de graves asuntos con una de sus nietas sin notar la presencia de su hijo a sus espaldas. Gravemente aturdida por las preocupaciones familiares de la jornada, en un momento dado se vuelve hacia él para decirle, «¿Podría servirme una copa?». Robert, muy confuso, no acierta a responder inmediatamente; la propia Lady Violet, dándose cuenta de su error, reacciona enseguida: «¡Oh, perdona! Creía que eras un camarero».

Cuando uno es el conde de Grantham, se espera que se vista de forma que resulte absolutamente inconfundible con el servicio. Porque vestirse forma parte de las cosas que las personas normales hacen todos los días; y vestirse en función de las circunstancias es, también, normal, aunque cada vez sea más raro.

El atuendo es una parte muy importante del conjunto de convenciones que rigen la vida social en general y, particularmente, del conjunto de convenciones que rigen esa fundamental parte de la vida social que es la fiesta.

En la fiesta, ya lo hemos comentado con anterioridad, los principios tienen un papel fundamental. Las verdaderas fiestas son las que se celebran por una causa común que reúne a los miembros de una colectividad; las fiestas pueden celebrarse, como en Downton Abbey, simplemente porque la condesa viuda honra con su presencia la mansión ancestral; o, como en estas semanas, porque cada año, al retorno de las mismas fechas en el calendario, celebramos un trastorno del universo: el nacimiento de un Niño que vino a hacer saltar por los aires todas las ataduras del Hombre con el cosmos. Y cuando el hombre ya no está tristemente sometido o paganamente subordinado a las fuerzas de la naturaleza, puede permitirse celebrar fiestas, tesoro inagotable de convenciones que muestran la variabilidad incesante de la iniciativa de nuestras inquietas imaginaciones. Así, aunque las pajaritas, sean blancas o negras, constituyen, objetivamente, una monstruosa pérdida de tiempo de valor estético bastante discutible: también son, por otra parte, un triunfo sin contestación de la civilización humana sobre las fuerzas brutas y ciegas de la naturaleza.

No podemos decir, con absoluta convicción, que todos los códigos y convenciones que rigen las fiestas se deduzcan sencilla y directamente de sus principios (o motivos). El traje regional de Villagatos del Sembrado, con sus particularísimas variaciones, no se deduce de la premisa «Fiesta de Santa Gadea, patrona de Villagatos»; si ése fuera el caso, el traje regional de Villagatos debería ser el mismo en todos los pueblos que tuviesen a Santa Gadea por patrona. No obstante, parece muy razonable pensar que de la premisa «fiesta popular» debe concluirse a la necesidad de un «atuendo popular». Por el mismo proceder lógico, una fiesta en la embajada de la Serenísima República de Sanseverino, entre cuyos invitados se cuentan importantes dignatarios de diversos países, no es de recibo presentarse en chándal; ni tampoco, probablemente, con el traje típico de Villagatos.

La vestimenta no agota, desde luego, la totalidad de las convenciones sociales que presiden a la celebración conjunta de las cosas que nos hacen felices o que, al menos, tenemos el deber moral de conmemorar con nuestros semejantes. La misma lista de invitados puede estar sometida a rigurosas reglas de protocolo, escritas o no; lo que se ha de beber, lo que se ha de comer y lo que se ha de hacer, también.

Lo curioso es que nadie cuestiona todas esas convenciones, que pueden llegar a ser extrañas, por no decir rocambolescas, cuando se trata de fiestas, acontecimientos, celebraciones comunes, que no salen de los estrechos límites de nuestro mundo material: a todo el mundo le parece razonable seguir los caprichos de la novia que quiere celebrar su boda «a la ibicenca»; nadie será tan memo como para vestir vaqueros y camisa de cuadros tipo leñador cuando le invitan a la entrega de un famoso premio de literatura que entrega algún monarca extranjero; todo el mundo comprende la necesidad imperiosa de que los señores lleven corbata y de que las señoras lleven vestido cuando son invitados a una cena oficial. Las quejas y los pequeños actos de rebeldía comienzan cuando se trata de rendir homenaje con nuestros atuendos a realidades invisibles, como la nobleza o la divinidad.

Los ministros que acuden con su atuendo ordinario de profesor de universidad cuando son recibidos por el Jefe del Estado pero que se enfundan un esmoquin alquilado para acudir a una entrega de premios de cine, quizás sean republicanos y amigos de la cultura; sobre todo, son unos completos ignorantes que no merecerían desempeñar tan elevado rol formativo y, mucho menos, con cargo a los Presupuestos Generales del Estado: porque, en el fondo, aunque los motivos (es decir, los principios) difieran, en cuanto al adecuado protocolo que rige en la Casa Real o en la Casa de la Cultura, su causa última es la misma: la razón humana, liberada del yugo aplastante del mundo material, que es capaz de elevarse por encima de las realidades sensibles hasta poder acordar una importancia mayor a las cosas que no se ven. Importa poco, a fin de cuentas, que la realidad invisible que se homenajea con nuestra mejor corbata sea el talento artístico o la condición de alteza real: ni uno ni otra tienen la menor consistencia material.

Algunas personas siguen vistiéndose para la cena de Nochebuena; otras, consideran que se trata de un dispendio innecesario e injustificado: una cosa es ponerse traje y corbata para una boda (civil y entre dos concubinos que tienen ya varios retoños en común) y otra muy distinta quitarse los habituales vaqueros y camiseta para ir a cenar a casa de la abuela Agustina el día 24 de diciembre. Vale que a la abuela le haga ilusión que vayamos, pero tampoco hace falta exagerar. Jesús, si existió, no se habría preocupado lo más mínimo de la etiqueta de quienes se reúnen a celebrar su (supuesto) nacimiento.

Error mayúsculo, es evidente. El nacimiento de Cristo concede al hombre, por vez primera desde que fuimos expulsados del Edén, la posibilidad de sustraernos a las exigencias de nuestra constitución material, de polvo y barro y de elevarnos por encima de las necesidades de nuestro cuerpo, para volver a darle a nuestra alma la posición que le corresponde. Comer es una función corporal; comer cosas elaboradas, bien presentadas y que exigen un importante dispendio de tiempo y de dinero, forman parte de un elenco de convenciones más o menos extrañas, por no decir rocambolescas (Navidad, ese periodo del año en el que la gente ahorra para comer panecillos cubiertos con huevos de pez). En Navidad y en las fiestas que la rodean, celebramos que el Señor ha tomado la iniciativa de restaurar nuestra capacidad de conducirnos según la razón, auxiliada por Su gracia. Por eso celebramos fiestas y por eso, aunque no lo pensemos tanto como deberíamos, todas esas fiestas tienen detrás un enorme trabajo que es, también, intelectual. Porque si el hombre puede permitirse cocinar faisán con uvas en lugar de matar el hambre con una manzana medio pocha caída de un árbol, el hombre puede también adornar su casa y su mesa durante unas semanas, para testimoniar externamente su gratitud por el plan de Redención que el Señor decidió llevar a término hace algo más de dos mil años. Y porque tiene tiempo para todas esas cosas, también puede, perfectamente, tomarse el tiempo necesario para vestirse: para ir a Misa, a ver al Señor y a darle gracias por sus inmensos e incontables beneficios y celebrarlos; y para ir a cenar, a ver a sus seres queridos (e incluso a otros seres a los que se siente, por gracia de ese mismo Señor, en la obligación de ver) y a darles gracias por su compañía y por su presencia y para con-celebrar con ellos.

Desde hace unos años, es tendencia sentirse como la condesa viuda de Grantham en las fiestas navideñas: con una perplejidad creciente por la rara sensación de ser el único que se viste para la ocasión:

«— ¿Sabes que llevo este traje y esta corbata porque hoy es el día en que nació el Señor?

— Claro que lo sé. Soy tu primo Gumersindo, el que te ha invitado a casa a cenar hoy.

— ¡Ah, perdona! Creía que eras un ateo».

A Maggie Smith, Condesa viuda de Grantham, in memoriam

G. García-Vao

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