Derechos humanos y dignidad humana

si los derechos tuvieran efectivamente una base exclusivamente ontológica, en rigor jamás podrían perderse

Josef Pieper (1904-1997). Doctor en Filosofía (1928).

Cuando el Rey San Fernando mandó verter en romance el antiguo Fuero Juzgo de los Monarcas visigodos, se hizo uso metafórico del adjetivo «derecho» para traducir el ius romano; en contraste, se reservó el participio «torcido» o «tuerto» para su contrario. Estos vocablos suponen la constatación de un orden que, por su continuo quebranto o encorvamiento, motiva instintivamente en la persona un persistente ánimo de enderezamiento o rectificación del mismo que nunca podrá tener cumplido término en este imperfecto valle de lágrimas.

Así pues, la búsqueda del derecho constituye el fin que ha de impulsar las relaciones sociales entre los hombres. Implica la presencia, al menos, de dos sujetos: uno acreedor y otro deudor del derecho. En la tradición jurídica de los pueblos occidentales –que arranca principalmente a partir del Derecho Romano, cumbre de esta ciencia en el mundo antiguo– el acento de dicha relación se situaba en el lado del deudor. Así lo plasmaban las bien conocidas definiciones del jurista Ulpiano recopiladas en la Parte I, Libro I, Título 1, Epígrafe §10, del Digesto, dentro del Corpus Iuris Civilis del Emperador Justiniano: «Justicia –comenzaba diciendo el jurisprudente romano– es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho. Los preceptos del derecho –añadía a continuación– son éstos: vivir honestamente; no causar daño a otro; dar a cada uno lo suyo».

Con la nueva teoría de los «derechos humanos» de la Revolución, el foco de atención se desplaza, en cambio, hacia el lado del acreedor. Josef Pieper, en una conferencia titulada «El derecho de los otros», que luego recogió en su libro Über die Schwierigkeit heute zu glauben. Aufsätze und Reden (1974), puso de relieve este inédito enfoque en que, la tradicional visión preocupada primordialmente por el «derecho ajeno», es suplantada por la novedosa concepción centrada en el «derecho propio»: «La doctrina antigua de la justicia –afirmaba el egregio filósofo católico alemán– no es, pues, primariamente, exposición de derechos que pertenecen y que, por tanto, pueden reclamarse, sino que es exposición y motivación del deber de respetar derechos; mientras que la doctrina posterior, más familiar para nosotros, la de los derechos humanos, no parece tener a la vista, primariamente, a los obligados, sino a los legitimados. Naturalmente que tampoco aquí deja de considerarse la obligación y el obligado; como tampoco, claramente, la vieja doctrina de la justicia olvidaba al legitimado. Pero innegablemente hay un desplazamiento de énfasis, difícil de explicar tal vez, pero digno en todo caso de apuntarse» (citamos de la versión castellana de la editorial Rialp, La Fe ante el reto de la cultura contemporánea, 22000, pp. 190-191).

Bajo esta moderna óptica, se podría reformular la sentencia de Ulpiano aseverando que «Justicia es la constante y perpetua voluntad de reclamar de cada uno mi derecho»; y entre los preceptos del derecho, habría que introducir el de «reclamar de cada uno lo mío», en sustitución del enunciado clásico.

Además, el pensamiento revolucionario añadió una distintiva carga connotativa positiva respecto a la índole del derecho correspondiente al demandante, como si su contenido tuviera que ser necesariamente algo provechoso para él. Las voces «merecimiento» o «dignidad» participan de esta convencional connotación en el lenguaje jurídico contemporáneo. Lo cierto es que en una relación jurídica no necesariamente el derechohabiente se hace acreedor a un premio más que a un castigo, sino que «aquello que merezca» o «aquello de que sea digno» dependerá del dato objetivo de su situación específica. Pero, ¿qué es lo que genera este estatus peculiar en cada uno?

La doctrina moderna de los «derechos humanos» y de la «dignidad humana» fundamenta la existencia de derechos favorables para todas las personas, de cuyos beneficios serían dignos cualesquiera por el simple hecho de su común esencia humana. No entraremos en la imparcialidad o arbitrariedad observada a la hora de elaborar los sucesivos catálogos de esos derechos. Sencillamente hacemos hincapié en la problemática que subyace a esa fundamentación, ya que, si los derechos tuvieran efectivamente una base exclusivamente ontológica, en rigor jamás podrían perderse, y siempre conllevaría una flagrante injusticia todo arrebatamiento o despojo de los bienes amparados por dichos derechos.

Para ilustrar el asunto, se podría aducir el ejemplo del «derecho a la vida», apoyado por muchos antiabortistas sobre la base de la sola personalidad humana del concebido no nacido. Pero si el debido respeto al bien de la vida, protegido por ese derecho, se hiciera depender solamente de su naturaleza humana, entonces un reo jamás podría ser acreedor, por ejemplo, a la pena de muerte, por atentar ésta contra una valiosa realidad que se encuentra resguardada por un derecho inseparable del hombre, y respecto de la cual éste nunca será indigno precisamente por su cualidad de ser humano. A esta objeción contestó implícitamente Pío XII, en su «Discurso a los participantes en el I Congreso Internacional de Histopatología del sistema nervioso», de 14 de septiembre de 1952, con el siguiente aserto: «Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del “bien” de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su “derecho” a la vida» (traducción oficial). Por lo tanto –prosiguiendo con nuestro ejemplo–, el carácter humano del nasciturus no es causa suficiente para reconocerle en posesión del derecho a la vida (en puridad, ni a él ni a nadie), sino que es necesario sobreañadirle otro factor adicional distinto al de su mera constitución ontológica humana.

Desde un punto de vista puramente natural, este factor viene dado por su condición de inocente en el plano moral, lo cual comporta –entre otros deberes– el consiguiente respeto a su vida por todos los miembros de la comunidad política, empezando por su madre. En consecuencia, como se ha podido comprobar, el derecho o dignidad pende, en última instancia, no de la bondad ontológica del hombre (aserción, por lo demás, innegable), sino de la bondad o maldad moral del mismo, que resulta determinada por la calidad de sus acciones u omisiones.

Creemos que se entiende mejor esta idea si ahora nos fijamos en la «dignidad» de ese mismo nasciturus desde el punto de vista sobrenatural. Porque, ante esta perspectiva, el niño ya no viene a la existencia inocente, sino culpable, digno o merecedor de pena eterna (dejamos a un lado la alta cuestión de en qué consista la sanción divina). Esta verdad choca una vez más con la mentalidad que propaga la ideología de los «derechos humanos» y de la «dignidad humana» (lamentablemente abrazada con entusiasmo por la Jerarquía eclesiástica en los documentos del Concilio Vaticano II y en su posterior aplicación). En todo caso, si los liberales fueran lógicos, y llevaran dicha teoría hasta sus últimas consecuencias, tendrían que reconocer pura y llanamente la total abolición del derecho criminal como una rama superflua de los ordenamientos legales (aunque tampoco es preciso pretender indagar racionalidad alguna en sus construcciones especulativas, diseñadas sin otro objetivo pragmático que el de servir de «justificación» para la eliminación absoluta de la Cristiandad, y de sus restos hoy día).

Sólo existe un ente racional que, en justicia, goce de pleno derecho para reclamar todo y que no esté obligado respecto a nadie, y ése es Dios, libérrimo donador universal de todos los bienes habidos, empezando por el ser. Pero Dios también posee otro atributo infinito, el de la caridad, la cual, superponiéndose a una rigurosa justicia, le «obliga» en cierto modo para con aquéllos que correlativamente corresponden a Su amor, y, con el nombre de «Hijos de Dios», les convierte inmerecidamente en «merecedores» del Sumo Bien, siempre que ellos, con la indispensable ayuda de la gracia, se mantengan y perseveren en esa caridad santificante, que se manifiesta operativa en la caridad al prójimo. Fuerza indispensable y necesaria la del amor (gratuito y difusivo por definición), incluso desde un ángulo meramente natural, no ya sólo para una sociedad intencionalmente justa, sino simplemente para la subsistencia de la sociedad misma, que no podría perdurar con la nuda promoción de una exacta justicia.

Pieper, en la mencionada conferencia, hacía referencia a aquellas especiales deudas que son imposibles de pagar o satisfacer, y que apenas pueden ser ligeramente compensadas a través de las obras derivadas de sus respectivas virtudes: la religión, en nuestra vinculación con Dios; la piedad, en la ligazón con nuestros padres; y la observancia, en nuestra relación con los que están revestidos de un cargo o autoridad legítima en la comunidad política. Y concluía sus reflexiones con una pregunta: «la vida social, ¿no será necesariamente inhumana si el individuo, por cualquier causa o motivo que sea, no consigue entenderse –ante Dios y ante los hombres– como deudor y donatario? Esto puede sonar en principio un poco romántico y más que cándido. Pero con ello se está haciendo mención a algo muy real». «¿No se hará inevitablemente inhumana la vida social –reiteraba en su último párrafo– si se intenta entenderla y, sobre todo, construirla y vivirla bajo el único punto de vista: qué es lo mío?» (op. cit., pp. 202-203).

Félix M.ª Martín Antoniano   

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