
En las últimas dos décadas la izquierda progresista ha ido construyendo lo que se ha denominado como «la dictadura de lo políticamente correcto». Entre las medidas que lo definen se encontrarían: la censura y persecución de los críticos del mahometismo, el uso del dinero de nuestros impuestos para campañas de promoción del aberrosexualismo, la facilitación del acceso a puestos públicos a «minorías oprimidas», la imposición de cuotas de género en los lugares de trabajo, la supresión de la presunción de inocencia para los hombres acusados por una mujer, el arresto de católicos que rezan frente a clínicas abortistas, etc. Estas medidas se combinan con la dejadez del Estado para perseguir crímenes reales si sus víctimas no son «minorías oprimidas» (por ejemplo, las vandalizaciones de iglesias durante manifestaciones feministas) o cuando se comenten a manos de éstas (por ejemplo, las violaciones perpetradas por manadas mahometanas).
La población se siente injustamente criminalizada y obligada a tratar a ciertos grupos como ciudadanos de una categoría superior. Dada la situación, estos ciudadanos son atraídos por la derecha liberal, que promete libertad y un trato equitativo para todos: que todas las «religiones» sean igual de criticables y execradas que el cristianismo, que el Estado no favorezca la formación de parejas o familias de ningún tipo en particular, que el miedo a una denuncia falsa no obstaculice nuestra libertad sexual o nuestro derecho a divorciarnos ecuánimemente, que podamos seguir aplicando en libertad el criterio de la maximización de beneficio para decidir quién y cuántos merecen tener trabajo, que abortar o rezar sea igual de legal, que podamos seguir promoviendo la globalización sin necesidad de dejar impunes a delincuentes…
Muchos ingenuos han llegado a creer que esta opción «políticamente incorrecta» es la antítesis de la dictadura woke, encarnando respectivamente a las fuerzas arquetípicas de nuestra mitología del último siglo: la libertad frente al totalitarismo. Lo que estos convencidos no entienden es que ambas opciones comparten un mismo objetivo y trabajan por construir un mismo tipo de (di)sociedad relativista. Una en la que cualquier religión es válida, en la que cualquier estilo de vida sexual y familiar es igual de respetable, en la que ninguna comunidad pertenece a una determinada tierra más que cualquier otro individuo, en la que las señas de identidad de un lugar son solo una opción más en el mercado, etc.
Por mucho que parezca que la izquierda y la derecha son antagónicas, lo único que les diferencia son sus opiniones respecto a los requisitos necesarios para que se dé la descrita sociedad. Ilustrémoslo con un ejemplo: por un lado, la derecha cree que una persona ya es libre para vivir como un «transgénero» en tanto en cuanto la ley le proteja contra cualquiera que desee impedírselo a través de la violencia. Por el contrario, la izquierda cree que para ser libre de poder vivir como un «transgénero» no solo se necesitan estas garantías, sino que también se requiere que la sociedad le incluya de la misma manera que incluiría a cualquier otro ciudadano, para lo cual hacen falta políticas laborales, educativas y de subvenciones. Ambos están de acuerdo en que la sociedad a la que debemos aspirar es una en la que vivir como un transgénero sea una opción igual de aceptable que cualquier otra, simplemente discrepan en las condiciones necesarias para alcanzar dicha sociedad. Concretamente, la izquierda cree que el Estado ha de hacer más para garantizar nuestra libertad, dando ventajas a los marginados para asegurar la igualdad. La izquierda es para subversivos más inconformistas y exigentes, y la derecha para los más acomodados.
A causa de esto último, la izquierda acaba siendo más invasiva e intervencionista que la derecha, pero esto no ocurre a costa de los modernos valores de la libertad y la igualdad, sino a causa de ellos. El motivo es que desde el liberalismo se puede justificar la validez de cualquier interpretación de la libertad y la igualdad: si todos tenemos libertad de conciencia para opinar sobre lo que significa ser libres e iguales y ninguna opinión es superior a otra, eso quiere decir que la concepción progresista de lo que significa ser libres e iguales no es menos legítima de aplicar legalmente que la concepción derechista.
Esto mismo le reprochaba Marx a la burguesía liberal: «No discutáis con nosotros midiendo la abolición de la propiedad burguesa con el criterio de vuestras nociones burguesas de libertad, instrucción, derecho, etc. […] Vuestro derecho no es más que la voluntad de vuestra clase erigida en ley». ¿Por qué la concepción «burguesa» de la libertad y la igualdad debería imponérsenos y no la de Marx? Y es que, si estas concepciones son juicios subjetivos y todo lo subjetivo está guiado por intereses personales, ¿acaso la aplicación legal de la versión burguesa no es una arbitraria estatalización de los intereses de esta clase? Como podemos comprobar, la izquierda solo lleva el liberalismo a su lógica conclusión: una ideología con un potencial infinito para redefinirse. Quien crea que el liberalismo de derechas puede ser en algún momento una especie de «última parada» de la revolución está muy equivocado. Nunca existirá una derecha liberal sin una izquierda no menos coherente dispuesta a gritarle ¡opresor!
Solo en la historia más reciente (especialmente tras la segunda guerra mundial) se ha asentado la falsa noción de que estas discrepancias no están unidas por un mismo proyecto: John Stuart Mill observaba que «los liberaux abarcan todo el espectro de opiniones políticas», desde moderadas hasta radicales. Édouard de Lamboulaye, uno de los teóricos liberales más influyentes de su época, se refería a los liberales como «una iglesia universal en la que hay espacio para quien crea en la libertad». Robert Owen calificaba sus ideas socialistas de «verdaderamente liberales», por lo que esperaba convencer a los hombres con hábitos de «pensamiento amplios y liberales». A finales del siglo XIX, León Bourgeois, máximo exponente del solidarismo, era considerado un «socialista liberal». Bernstein afirmaba que el socialismo era el heredero y la realización del liberalismo, así como Leonard Hobhouse afirmó que «el verdadero socialismo sirve para completar, en lugar de destruir, las principales ideas liberales» [1]. Indalecio Prieto, quien fuera presidente del PSOE entre 1948 y 1950 y propietario del diario El Liberal declaraba que «soy socialista a fuer de liberal».
[1] Para ésta y las anteriores citas puede consultarse H. Rosenblatt, La historia olvidada del liberalismo, Barcelona, Crítica, 2020.
Marco Benítez, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)
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