
El 4 de enero de 1849 Donoso Cortés pronunció su famoso discurso «sobre la Dictadura» (así lo bautizará Montalembert en la biografía que le ofrendó en el número de 25 de agosto de 1853 de la revista mensual Le Correspondant) en el que brindaba su apoyo a la Dictadura del General Narváez. La Esperanza, en su editorial del día siguiente, hacía referencia, entre otros, a aquel pasaje final en que el diputado neocatolicista había manifestado –según reseña el diario carlista– que, «teniendo que optar ya las naciones entre el puñal, es decir, la anarquía, y el sable, es decir, la dictadura, es preferible éste a aquél», y pasaba inmediatamente a rechazar esa falaz disyuntiva, recordando que, «entre los dos extremos de la alternativa del sable y del puñal, […] encontramos nosotros un medio, que es la Monarquía hereditaria, templada y religiosa que nosotros sustentamos».
La Dictadura es una estructura típicamente republicana. Por tanto, querer patrocinarla dentro de un sistema «político» que se autocalifica de «monárquico» –como el isabelino, o cualquier otro posterior equivalente–, es una confesión de parte de que la contextura jurídico-civil de éste no tiene nada que ver con la de la única multisecular Monarquía española ni constituye su continuidad, sino que es más bien un puro fraude con el que se pretende disimular, en realidad, una configuración republicana (siempre forzosamente liberal, conforme al subversivo principio revolucionario de la soberanía nacional propio de nuestra época contemporánea), y que, por consiguiente, los deplorados males o daños religiosos y sociales que permanentemente produce no son incidentales sino fruto natural de esa verdadera condición suya. Es más, precisamente por la incapacidad que demuestran en su «incesante y sistemática labor para producir artificialmente la Revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica» (Menéndez Pelayo dixit), las sucesivas Repúblicas en que ha cristalizado el Liberalismo en suelo español se ven abocadas a recurrir periódicamente (a gusto o a disgusto, eso es irrelevante) a la «solución» dictatorial como medio justamente más propicio para conseguir dicho execrable objetivo.
Juan Vázquez de Mella, a lo largo de su dilatada trayectoria pública carlista, denunció en su formidable magisterio la mentira de la antimonarquía isabelino-alfonsina y de los impostores que la personifican, inculcando paralelamente la Restauración de la sola y genuina Monarquía legítima española y de los Príncipes que la encarnan de iure, como decisivo requisito sine qua non para conseguir la deseada reparación religiosa y social de las comunidades políticas españolas. No obstante, en su pensamiento se fue deslizando también una ligera simpatía hacia el instrumento de la Dictadura, idea confundidora que acabará auspiciando con total amplitud y sin ambages –como es lógico– tras su triste salida de las filas de la lealtad a principios de 1919 para irse a fundar el Partido Tradicionalista.
En su discurso en el acto de Archanda (Vizcaya), de 11 de agosto de 1919, Mella pregonaba: «El sistema ahondará cada día más la contradicción que existe entre la nación, por un lado, y el Parlamento, por otro; los partidos turnantes han muerto, los grupos [de coalición] han fracasado, ¿cuál será la solución? Hay que buscarla fuera del régimen, y se habla de la dictadura. Yo no temo la dictadura; yo, como Donoso Cortés, podría decir que soy capaz de comprenderla y de defenderla, aunque no lo sea de practicarla». «La dictadura –sigue explicando–, cuando salva a un país, cuando de la anarquía le lleva al orden, personificada en un grupo o en un hombre, es un poder y una fuerza material sometida a una fuerza espiritual, una voluntad y un pensamiento luminoso que abarca el porvenir del pueblo». «Pero esa dictadura –termina proclamando– es la negación entera del régimen parlamentario; apelar a ella es demostrar que el régimen ha muerto, y las dictaduras, además, no son permanentes. Cuando derribamos un edificio y queremos levantar otro sobre sus cimientos, hay un momento en que no existe ninguno de los dos: no existe el que derribamos, porque está en el suelo; y no existe el que queremos levantar, porque aprovecha parte de los materiales del antiguo y aún no está terminado. Y ese momento de tránsito es aquel en que, como yo he dicho algunas veces, la autoridad tiene que albergarse en la tienda de campaña de la dictadura, esperando que el orden regrese y el edificio quede terminado. Ahora bien, el edificio queda terminado cuando el orden regresa. Y entonces ¿quién gobernará? ¿Los partidos turnantes otra vez? ¿Los grupos [de coalición] deshechos y, apenas ensayados, fracasados? No. Entonces hay que buscar otro régimen y otro sistema. ¿Cuál es éste? Yo creo que el nuestro». (El Pensamiento Español, 16/09/1919).
En el último párrafo del artículo «Hacia la dictadura», que publicó en el número de 16 de noviembre de 1919 de El Pensamiento Español, cabecera recuperada para órgano de su Partido, Mella confirma que: «La dictadura es un medio, no un fin; un paréntesis, no un sistema; pero, si salva el orden quebrantado de una sociedad, y la encauza, puede ser el prólogo del régimen que nosotros amamos, no el regreso al que perturbó la nación y la obligó a concentrar el Poder para salvarla». Y recalca de nuevo unas semanas después, en su artículo «De la crisis a la dictadura», de 8 de diciembre, que: «no queda otro recurso, para salir, aunque sea momentáneamente y sólo en lo material, de este caos, que la dictadura militar».
En la conferencia que dio en el Teatro Calderón de Madrid, el 24 de abril de 1920, reafirmaba Mella: «yo creo que ésta […] es la hora de las dictaduras. No hay que asustarse de la palabra». Y añade más adelante que, ante la dictadura del proletariado, «es necesario que el orden reaccione y ponga otra. Pero ¿cómo? Con el orden cristiano todo entero, desde la base a la cumbre». En contraposición a esta anhelada clase de dictadura, advierte que «las dictaduras contrahechas, las dictaduras efímeras, las que transigen con el adversario, las que claudican, ésas, aunque lleven algo de fuerza material y oficial por delante, como no llevan encima ni detrás los principios, perecerán; serán reducidas a pavesas y aventadas por los aires. Es necesario –concluye nuestro hombre– la dictadura del orden para restablecer el orden. ¿Qué me importa que sea civil o militar quien la represente, y que sea uno o que sean varios?». (El Pensamiento Español, 27/04/1920).
De nuevo, en su discurso en el Teatro Goya de Barcelona, el 5 de junio de 1921, insistía en los mismos postulados. Primero traza Mella el siguiente diagnóstico: «yo digo que en la hora presente la dictadura es el régimen del mundo. […] En España, las garantías constitucionales parece que no existen más que para ser suspendidas. […] La dictadura existe en todas partes. Los Gabinetes de concentración, ¿son otra cosa más que dictaduras contrahechas para responder a los problemas cada día más complejos, cada vez más hondos, a las divisiones cada día más profundas, de una sociedad anarquizada?». Y sentencia al respecto: «Por eso creo que la manera de realizar el tránsito, que cada día se impone más, de un régimen [el actual] a otro [saludable], es el de la dictadura; y, tratándose de dictaduras, yo he de declarar francamente que prefiero la dictadura del sable a la dictadura de la toga; prefiero siempre el General al abogado». «Los abogados […] sirven para tiempos normales», no en los «cráteres sociales, que son problemas en que puede sucumbir una sociedad entera». Por el contrario –acaba subrayando Mella– «se necesita la resolución rápida, enérgica; se necesita que la fuerza se concentre por un momento, siempre al servicio del derecho. Y al decir dictadura, no digo arbitrariedad, sino que digo voluntad, capacidad y energía empleadas en la resolución de los problemas sociales y otros que puedan afectar a la vida del pueblo. Quiero decir que, en un momento de fatiga social, cuando el desorden se va extendiendo por todas partes, haciendo temblar el edificio entero, para que la anarquía no destroce a la sociedad, es necesario que la sociedad destroce a la anarquía. Y para eso es necesario que la autoridad, una, intangible y enérgica, obrando rápidamente, conteste a esa dictadura anónima y sangrienta con otra dictadura de orden que pueda imponerse y pueda restablecer la normalidad social, y sólo después de restablecida podrá la sociedad marchar por los cauces naturales que por un momento se han suspendido, no en beneficio de la arbitrariedad, sino en beneficio del derecho y del interés público» (El Pensamiento Español, 20/06/1921).
Por último, en una entrevista acerca de la Dictadura del General Primo de Rivera, expresaba sus esperanzas y temores ante las políticas desplegadas en su seno: «Al Directorio le queda mucho que hacer, lo principal; y si abandonara pronto el Poder sin realizarlo, su fracaso sería tremendo. En cuanto a los hombres, sean civiles o militares, con ser cosa muy importante sus cualidades de gobernantes, todavía lo es mucho más el sistema que deje el Directorio como herencia. Ésa es cuestión de vida o muerte, y la que resume toda la polémica actual. Al Directorio no le quedan más que dos herencias, entre las cuales es forzoso que elija: o un parlamentarismo todo lo retocado, pulimentado y adecentado que se quiera, o la dirección resuelta hacia el régimen representativo. Lo primero –continúa aclarando Mella– es el regreso al régimen caído. Pronto se disgregaría la Unión Patriótica [= Partido Único del General Primo de Rivera], formada con tantos elementos heterogéneos, y retoñarían con nuevo vigor los partidos y los grupos. El Directorio quedaría en la Historia, no como una revolución saludable, sino como una interrupción parlamentaria. No habría hecho más que recomponer un poco la vía, limpiándola de algunos obstáculos donde iba a estrellarse el tren de mercancías de los partidos, para que pudiese continuar por algún tiempo y con mayor seguridad la marcha. ¿Y para eso se habría hecho la gran revolución? En vano se querría ejercer –finaliza Mella– un protectorado sobre los nuevos Gobiernos y detener otra vez el tren cuando empezase a descarrilar, porque el resultado de la dictadura anterior frustraría hasta el intento de la futura» (ABC, 03/01/1925).
Estos asertos los reiterará en otra entrevista a finales del mismo año. «El derecho a ser gobernados y la imposibilidad de gobernar con Parlamentos desquiciados originó –insiste Mella– la necesidad pública de las dictaduras. Ciego está quien no lo vea». Y asevera una vez más: «Que las dictaduras son provisionales y que son a manera de puentes tendidos entre dos estados sociales, ¿quién lo duda? Pero el éxito de ellas y su justificación en la Historia consiste en que el régimen derribado que las proclamó con su descomposición, no vuelva, porque, si después de un paréntesis de orden, regresa, sólo habrán servido de acueducto a las aguas cenagosas, que se precipitarán triunfantes sobre un pueblo que lo habrá perdido todo, hasta la esperanza de remedio, que antes tenía. Perdida definitivamente, no, porque el regreso del parlamentarismo no tardaría en producir una reacción violenta que sirviese de pedestal a otra nueva dictadura, no sé si derecha o torcida, pero de seguro más lógica y dura que la primera» (El Debate, 16/12/1925).
Félix M.ª Martín Antoniano
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