
Cuando uno empieza a adoptar la manera de hablar de otro, acaba adoptando su manera de pensar, porque las palabras expresan el pensamiento y la sinonimia perfecta, como me ha insistido siempre Don Tomás, mi profesor de Latín, de Griego y de Sentido Común, no existe.
Créanme que no: cuando yo era chico, recuerdo perfectamente que mis profesores de Lengua Castellana (que por insistir en castellana y omitir el española, ya daban cuenta clara de no poder enseñar, al mismo tiempo, Sentido Común) persistían con una inquebrantable terquedad en afirmar siempre el mismo ejemplo de «sinonimia perfecta», que debió de haber pergeñado en su día algún prócer de las letras hispanas, como Rosa Conde o Leire Pajín: «Blanco, cándido y albo son sinónimos perfectos».
Si lo que se quiere decir cuando se dice eso es que las definiciones de esas tres palabras son perfectamente intercambiables, podemos estar de acuerdo, aunque con reticencias. Si lo que se quiere decir es que esas tres palabras son perfectamente intercambiables entre sí en un discurso cualquiera, la absurdez salta a la vista, me parece: Blanco es una palabra de uso común y corriente, que todo el mundo conoce y que todo el mundo sabe utilizar correctamente: «Este artículo de García-Vao está escrito en una hoja blanca»; cualquier lector posible comprenderá que, consideraciones aparte sobre la calidad del artículo, el Sr. García-Vao parece, prima facie, alguien relativamente normal que, cuando escribe cosas, lo hace en folios blancos y no verdes o anaranjados. Sin embargo, si alguien les dijera que «este artículo de García-Vao está escrito en una hoja cándida», aunque en el fondo, muy en el fondo de sus diligentes conciencias de hispanohablantes competentes, supiesen Vds. que blanca y cándida son sinónimos, no podrán Vds. dejar de decirse que su interlocutor quiere dar a entender algo más. Sin ir más lejos, que quizá la candidez no se predique, en cuanto color, del soporte material del artículo del Sr. García-Vao, sino, metafóricamente, de la profundidad y realismo de sus consideraciones. A mayor abundamiento, toda posible afirmación de la condición psicológicamente normal de García-Vao o de otro señor cualquiera, quedaría seriamente en entredicho si, con gravedad y seriedad, a la pregunta «¿de qué color era el caballo blanco de Santiago?», el señor en cuestión les respondiese: «Albo, naturalmente».
La gente normal, salvo que escriba poesía (en cuyo caso, hay que negar la mayor), no utiliza ni albo ni cándido en su hablar corriente. Y no tengo nada en absoluto contra los poetas ni contra la poesía: muy al contrario. Me parece que la poesía desempeña una función esencial en cualquier sociedad avanzada que se respete y, precisamente por ello, la poesía no es lo propio de la gente normal, porque hace falta que exista mucha gente normal sin sentido poético que lleve a cabo en la sociedad las cosas normales, para que un muy reducido número de personas que sepan utilizar correcta y convenientemente palabros como albo y cándido puedan vacar a tan elevados menesteres.
Si dos palabras, por sinónimas que se quieran, no son intercambiables en cuanto a su uso, me parece bastante razonable concluir que no son perfectamente sinónimas. Es decir que admitimos sin dificultad que dos palabras, en lo que tienen de signo que representa un concepto pueden ser perfectamente sinónimas, pero únicamente en el sentido de que representan uno y el mismo concepto. Pero negamos de plano que dos palabras, aun sinónimas, puedan ser idénticas también en cuanto al modo de significar una y la misma cosa: así, por continuar con el ejemplo hecho famoso por nuestros libros de texto, cuando el que habla dice blanco está significando un color en particular y lo está significando de un modo nada particular, porque es el común a todos los mortales que hablan su idioma; cuando el que habla dice cándido, está significando, sí, la misma tonalidad, pero dándonos a entender, al mismo tiempo, que es un poeta, un culterano o un pedante.
Toda la teoría social (que es, primeramente, social y luego ya, si eso, lingüística) del tabú y del eufemismo se basa en esa confusión entre la identidad posible entre los conceptos significados por dos palabras y la manera de significarlos. Los voceras del pensamiento único progresista nos dirán con melosos melismas e infladas inflexiones de voz que la nueva fórmula significa exactamente lo mismo que la anterior, sólo que resulta más adecuada para un determinado contexto. Lo cual implica, como acabamos de explicitar que, de hecho, en consecuencia, las dos fórmulas no significan exactamente lo mismo, puesto que no son intercambiables sin desmedro de la conveniencia social.
Dicho en otras palabras, aceptamos como lógica consecuencia de sus postulados, que los progresistas nos hablen de muerte digna o de eutanasia; su razonamiento parece coherente; pero como no podemos aceptar sus premisas, tampoco podemos aceptar que esas expresiones sean adecuada y perfectamente sinónimas de otras expresiones que significan la misma realidad, por ejemplo: asesinato con cargo a los presupuestos generales del Estado. La inmensa ventaja que poseen los eufemismos, además de una flexibilidad y adaptabilidad semánticas prácticamente ilimitadas (porque suelen ser palabras y expresiones recientísimamente acuñadas), es la de poder vehicular, casi sin que el hablante se dé cuenta, ideas y principios que, efectivamente, no se hallan presentes en el concepto significado en cuanto concepto, pero que se encuentran a la base del modo de significar ese concepto. La consecuencia global en el hablante incauto que se deja atrapar por el discreto encanto del eufemismo, palabra que todo el mundo usa, aunque no sepa por qué, es la pérdida paulatina de la inteligencia de los conceptos significados por los eufemismos o, como solicitaban piadosamente los vecinos de Amanece que no es poco, «una visión de la realidad bastante aproximada».
Todo ello es, naturalmente, consecuencia de una visión de la realidad transida de idealismo trascendental, en la que se parte del principio (nunca explicitado, evidentemente) de que las cosas no pueden ser conocidas en sí mismas: todo lo que se presenta a nuestra inteligencia son fenómenos y, así, todos los nombres que le demos a una misma cosa son válidos e intercambiables. Después, los guardianes de las convenciones del espacio público desterrarán ciertas expresiones por no considerarse de recibo, sin que ello suponga, evidentemente, modificación alguna de la cosa significada.
Excluyendo toda calificación moral (por mor de la claridad de nuestra tesis puramente lingüística), la intervención quirúrgica que consiste en despiezar un feto en el seno de su madre (o las operaciones médico-quirúrgicas que consisten en envenenarlo previamente para después extraerlo) y que los moralistas católicos tradicionales llamaban, brutalmente, craneotomía, suele llamarse comúnmente «aborto». Aborto es una palabra fea, que inspira en los interlocutores una cierta idea de cosa a medio hacer, imperfección, inacabamiento… «¡Interrupción!», exclaman los Próceres Eufemistas con un aire de triunfo y de alivio: Interrupción voluntaria del embarazo: «¡Por supuesto que esta alambicada expresión es un sinónimo perfecto de aborto!». Por supuesto, ambas significan la misma operación arriba mencionada: pero quienes dicen aborto dicen, también, una cierta consideración moral, que connota con mayor fuerza aún la palabra craneotomía (que, no obstante, sigue significando la misma realidad), mientras que interrupción voluntaria del embarazo, tiene otra serie de connotaciones que no hace falta explicitar. Usen Vds. el sinónimo que quieran, pero no se sorprendan después si en las próximas elecciones acaban votando al PSOE.
Los ejemplos, ya lo habrán adivinado, son numerosos; por volver a uno ya mencionado: la intervención supuestamente médica que consiste en administrarle a un enfermo más o menos terminal una dosis letal de medicamentos para evitarle sufrimientos más o menos incompatible con su más o menos dignidad y que los juristas, católicos o no, siempre han llamado «asesinato con atenuantes por motivos humanitarios», no suele llamarse de ninguna otra manera, porque, hasta el presente, a nadie se le había ocurrido que el suicidio debiese añadir a su intrínseca inmoralidad el traslado de la responsabilidad moral a un tercero. Luego, lo empezaron a llamar eutanasia, que quedaba así como más elegante, aunque enseguida el término se llenó de adherencias lúgubres y empezó a adquirir un rancio olor a hospital y a desinfectante. Pero como, al fin, se trata de muerte y de una muerte muy libre y muy decidida por parte del enfermo (que tiene el coraje, nos dicen, de querer poner fin a su vida y la pequeñez moral, decimos nosotros, de encargárselo al Estado), los Eufemios de turno la han rebautizado «muerte digna». Quizás porque «interrupción voluntaria de la vida» les parecía, de puro eufemístico, hasta chusco.
Al «maricón de toda la vida» (como decía con aplomo y con un gran espíritu anti-posmoderno un cierto marqués…), al sodomita de los teólogos, se le llama ahora homosexual que, si no tiene el «chic de lo francés», lo tiene del griego, que queda más culterano y más pedante aún; a la manipulación ideológica de los hechos históricos para que concuerden con los apriorismos del Gobierno de turno, que la gente de bien siempre ha llamado propaganda, se le llama, hoy, «memoria histórica» y hasta «democrática»; porque, en el s. XXI, hemos descubierto que hasta las potencias del alma, como lo es la memoria, pueden ser democráticas o fascistas. Probablemente es en virtud de un tal descubrimiento que los Pancarteros del Eufemismo prosiguen sin descanso su campaña: el uso inmoderado de expresiones que, además de significar los conceptos de manera clara y nítida, lo hacen connotando una cierta calificación moral (¡como si la moral dependiese de la naturaleza de las cosas y no de lo que diga el Consejo de Ministros!) conlleva un riesgo gravísimo de falangización de la lengua castellana (que no española; otro eufemismo).
Por eso, como en aquel pueblo en el que no se podía plagiar a Faulkner, todos, incluidos los alcaldes, la Guardia Civil, los curas y los señores que brotan de los calabazares, deben unirse con devoción a la procesión de rogativas socialistas, para impetrar del Altísimo (o, mejor, del Moderadísimo), una concepción de la realidad solamente aproximada.
Que San Eufemismo Bendito nos proteja y nos procure un diluvio de bendiciones (y de arroz). Pero, permítanme que yo no concluya con eufemismo alguno:
«¡Esto es un sindiós!».
G. García-Vao
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