¡Soy una preciosa mariposa!

una «ola de conservadurismo» semejante, precisamente en lo que tiene de conservador y no de tradicional¸ no puede ser objeto de nuestra rendida y acrítica admiración

Foto: Cordon Press

Una de las primeras decisiones oficiales de Donald Trump tras prestar juramento como nuevo presidente de los Estados Unidos de América ha sido poner coto a la promoción oficial y gubernamental de la ideología de género. Teniendo en cuenta que una de las últimas decisiones oficiales de su predecesor, Joe Biden, fue la de indultar a su propio hijo, al que se acusaba de una larga lista de delitos, me parece que el contraste resulta más que evidente.

Quand on chasse la nature, elle revient au galop, dicen nuestros vecinos transpirenaicos: «cuando uno expulsa la naturaleza, ésta vuelve al galope»; lo cual no es sino una formulación tal vez más elegante y ciertamente más genérica del consabido «aunque la mona se vista de seda…». Parece que, en 2025, Año Jubilar y 1700° aniversario del Concilio Ecuménico de Nicea (que no deja de ser un poquitín más importante que el II Concilio del Vaticano) muchos, ya que no todos o, al menos, algunos con puestos de alta responsabilidad, parecen haberse dado cuenta de que ciertas ideas pergeñadas por profetas de la Razón Pura desencarnada eran tonterías. Y uno no puede ser tonto todo el tiempo.

Cuando hace ya dos años emprendimos, en esta columna, un sucinto y superficial análisis de la versión española de ese subproducto ideológico de las universidades americanas que se llama «ideología de género» (y que se condensó, aquí, en la llamada Ley Trans), ya avanzamos que los problemas iban mucho más allá de consideraciones morales y teológicas: la propia factura jurídica o, incluso, la lógica interna de la Ley la convertía en un artefacto extremadamente difícil de controlar por parte del Estado y que podía poner en serios aprietos a la Administración, convenientemente utilizado. Lamentablemente (o no) nadie nos hizo caso y aún no se han invadido las ventanillas de los diferentes negociados de las Administraciones Públicas españolas con solicitudes intempestivas de cambio de género; y, sin embargo, aunque el funcionariado no se haya visto (aún) sobrepasado, cuantitativamente, por el éxito de la irénica ley, comienzan a abundar los ejemplos de dificultades jurídicas y políticas de gran relevancia, que no nos es necesario recordar.

Uno no puede jugar permanentemente a ser Dios, cuando no posee ni los atributos divinos ni Su infinita capacidad de control de daños. Y uno no puede negarse, obstinadamente, a afrontar la realidad pretendiendo, además, en el mismo acto, que todo el mundo entorno deba entrar a formar parte de la comedia.

Todo esto nos lleva a pensar en Heimlich, la simpática oruga del filme Bichos de Pixar. Heimlich sabe que es una oruga; probablemente es consciente de que es una oruga obesa, pero tiene, al mismo tiempo, un natural anhelo por completar su proceso de metamorfosis y convertirse en lo que realmente está llamado a ser: una mariposa. Es absolutamente cierto que las orugas se transforman en mariposas; es absolutamente cierto, también, que las mariposas poseen, cada una según su especie, unas proporciones bien determinadas entre cuerpo y alas que les permiten volar por sí mismas. Si un gusano verde y obeso cuenta sólo con un par de alas raquíticas que parecen attrezzo de un teatrillo de fin de curso de un colegio de barrio, existe un inconveniente fenomenal a su calificación entomológica como mariposa.

Precisamente ése es el problema del pobre Heimlich: tras el desarrollo de los hormigueantes acontecimientos de la película, Heimlich encuentra por fin el tiempo y la serenidad necesarios para hacerse un capullo y completar su anhelada metamorfosis: pero el insecto que sale de su cámara de transformismo, es exactamente la misma oruga gorda y desproporcionada, sólo que un poco más azul que verdosa y con el aparejo de dos alitas vergonzosamente subdesarrolladas que no le permitirían volar ni a la más minúscula de las hormigas de la colonia. No importa. Con la ayuda impagable de sus volátiles compañeros de circo, Heimlich «emprende» el vuelo de vuelta a casa, radiante de felicidad:

«¡Soy una preciosa mariposa!».

Fotograma de «Un cadáver a los postres»

En un ejemplo aún más patente, la Srta. Irene Twain (interpretada por Alec Guinness) que, para colmo de paralelismos, se llama Irene, como acabamos de decir, es acusada del asesinato de su propio padre, el excéntrico Lionel Twain, en la impagable Un cadáver a los postres. Monsieur Milo Perrier (trasunto cómico de Hércules Poirot, interpretado por James Coco), que acaba de sobrevivir, también él, a un intento de asesinato en la Mansión Twain, acude presuroso al despacho en el que un grave y serio Alec Guinness, que hasta el presente pensábamos que era el mayordomo, se dispone a tachar su nombre de la lista de detectives invitados y asesinados. Perrier lanza, triunfal, su acusación: la infeliz Irene Twain, hija única del millonario, ha sufrido toda su vida la tragedia de ser fea (tan fea como una mujer con la cara de Alec Guinness) y, en razón de éste y de otros agravios, ha urdido una compleja trama criminal para deshacerse de su padre y de los más brillantes detectives del universo mundo; Perrier, cuya galantería belga ha sufrido una importante merma tras una noche bastante agitada, acaba concluyendo, sentenciosamente:

«— Como hombre tiene usted un pase, pero como mujer… ¡Es usted un petardo!».

La nebulosa de la ideología de género parece que comienza a deshilacharse, cuando comienzan, también a soplar, nos dicen, vientos de cambio en algunos importantes butacones presidenciales. ¿Estaremos en vísperas de un despertar religioso, focalizado sobre todo en las periferias de las religiones establecidas, como parece anunciar el columnista Ross Douthat desde las páginas del nada sospechoso de conservadurismo New York Times? En un artículo publicado en Navidad y del que se ha hecho eco hasta el sitio web FSSPX Actualidad, el autor evoca con argumentos razonables la posibilidad de una inminente eclosión de ciertas comunidades «que no gozan necesariamente de la «consideración» —o estima— de las instituciones religiosas establecidas, y que constituyen lo que se conoce como una «subcultura»»[1], en particular, tradis y neo-ortodoxos.

La perspectiva es demasiado hermosa como para no querer que sea real, pero hay que analizar los hechos fríamente antes de lanzarse a hacer proclamas más llenas de optimismo que de prudencia práctica.

El hecho, incontestable, es que el despertar republicano en los Estados Unidos que ha dado con Donald Trump de nuevo en el Despacho Oval, está teniendo ya consecuencias prácticas interesantes, por no decir esperanzadoras, que se suman a otras decisiones, iniciativas y corrientes ideológicas que ya se aplicaron o pusieron en movimiento durante su primer mandato; verbigracia, la nominación de un importante plantel de magistrados conservadores que le dieron la vuelta a la mayoría progresista biempensante de la Corte Suprema y que dieron al traste con decisiones jurídicas de tantísimo calado como la cacareada Roe vs. Wade.

Es evidente que una «ola de conservadurismo» semejante, precisamente en lo que tiene de conservador y no de tradicional, no puede ser objeto de nuestra rendida y acrítica admiración. Nos remitimos a otras páginas de este periódico en las que ya se ha analizado lo que de bueno pueda tener el trumpismo como categoría política para la Ciudad Católica.

Pero, con toda franqueza, lo que estamos obligados a reconocer, más allá de las ideologías más o menos realmente conservadoras y moralmente defendibles del actual inquilino de la Casa Blanca y de sus adláteres de aquende y allende la Mar Océana, es que, al menos, parecen estar haciendo gala de un sentido común que muchos habíamos ya dado por perdido en la clase política. De hecho, la Historia sí conoce «retrocesos»; de hecho, la cuestión de los géneros no estaba zanjada y decisiones como la presente ponen de manifiesto que la estulticia no reinará siempre de manera tiránica sin posibilidad eficaz de rebelión por nuestra parte.

Sea por la influencia supuestamente perversa de Elon Musk (que le pregunten a Giorgia Meloni, que tiene también cosas que decir al respecto); sea porque él solito se ha dado cuenta de que todo el tenderete trans era un pozo sin fondo de dinero público, además de una soberana estupidez; sea porque, quizás, aunque no lo parezca, Donald Trump tenga también una conciencia moral formada e ilustrada por buenos principios, el caso es que ha dado al traste o, al menos, ha asestado un fuerte golpe a una ideología perversa y malsana.

En Bichos, Heimlich puede sobreponerse a las evidentes contradicciones entre su identidad de especie auto percibida y las limitaciones que le impone su propia configuración anatómica percibida por todos los demás, gracias al impagable auxilio de sus camaradas insectos, que no le llevan la contraria y que le alzan en vuelo, haciéndole el flaco favor de confirmarle en su delirio. A este lado de la realidad, muchas mariposas auto percibidas han contado hasta ahora con el bien pagado auxilio de Papá Estado y con la sanción social que impone la tiranía de un pensamiento único que, al final, ha resultado no ser tan único.

Trump, que como Milo Perrier ha perdido también su escasa galantería tras un doble intento de asesinato (real y moral) y, aunque resulte, en muchos respectos, un personaje tan ridículo como el citado trasunto burlesco de Poirot, conserva, al menos, la pizca de sentido común que hace falta para responder:

«— Como oruga, tiene usted un pase; pero como mariposa, ¡es usted un petardo!».

[1] FSSPX Actualidad, La hipótesis de un próximo reavivamiento religioso.

G. García-Vao

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