
La profundidad y el alcance del aforismo socrático «Yo sólo sé que no sé nada» es mucho mayor de lo que inicialmente uno puede imaginar. Hagamos una breve y libre reflexión acerca de ello.
Pudiera parecer esta sentencia un signo de humildad, como así es. También, un signo por medio del cual el sabio se da cuenta que, tras el acto de conocer, se abren tantas posibilidades, entre las que se puede elegir, que, en el instante en que se decide por sólo una de ellas, toma conciencia de que renuncia a una multitud de saberes posibles.
Habría, pues, un hacerse consciente de tres cosas: que el hombre mortal es de capacidad muy limitada; que no puede, ni podrá, abarcar la inmensidad del espacio-tiempo; y que siempre va a haber alguien mejor que uno mismo.
Y creo que es así, pero también pienso que no solamente subyace esta idea en la sentencia de Sócrates, sino que va algo más allá de lo que hemos planteado. Preguntémonos, si no, por qué da su vida en defensa del bien y la verdad. Pues, aunque tuvo la oportunidad de pedir clemencia, no lo hizo, y situó estos absolutos por encima del poder de las personas que le estaban juzgando, pagándolo con la muerte, a la que no temía.
En su doctrina, y en las de sus dos discípulos, Platón y Aristóteles, hay una necesaria continuación mística y un conocimiento metafísico según los cuales la realidad, también la próxima y cotidiana, es mucho más que lo que nuestros sentidos y nuestra razón pueden aprehender.
Según estos autores, pues, no solo hay una limitación humana para conocer naturalmente la inmensidad del universo. Sino que, además de esto, existe una parte de la realidad que no puede ser captada a través de las solas potencialidades humanas, y esta parte de la realidad es, además, la más perfecta y cierta.
Entonces, es en el reconocimiento de este hecho en el que la sentencia en cuestión ahonda y en el que esta idea de realidad buena, a la vez que imperceptible, tiene su relevancia y novedad histórica. Así, las primeras acepciones no comportan nada nuevo al conocimiento humano de la época clásica, pero esta última sí lo hace. Es como decir:
Cuanto más aprendo, mejor entiendo que con mi sola capacidad de conocimiento, con mi sola racionalidad, nunca voy a poder conocer la realidad al completo y, sobre todo, más me doy cuenta de que lo que no puedo conocer es lo más importante, es lo mejor, lo más perfecto de esta realidad. Es el Bien, la Verdad y la Belleza.
Pues sí, esta es una conclusión que nos lleva a la gran paradoja, ya que a la limitación espacio-temporal del hombre se le suma una mayor limitación en la capacidad de aprehender lo más esencial de realidad más cercana, que hasta ahora creíamos conocer mejor.
Y digo paradoja, porque esto, lejos de suponer un problema en la historia del conocimiento, supuso todo lo contrario. Hasta tal punto que me atrevo a afirmar que fue la antesala de la Revelación.
Como decíamos, parece que Platón y Aristóteles captaron a la perfección esta idea y de ahí el desarrollo por parte del primero de su filosofía dualista, con el mundo de las ideas y sus modelos de ciudad o república a imagen de la ideal, por poner un ejemplo. Y de ahí, también, la gran construcción de conocimiento metafísico, como base de toda la realidad, que nos legó el filósofo estagirita.
La característica de esta realidad inmaterial o intangible es, en los tres grandes, como ya hemos apuntado, algo siempre bueno, unitario y bello. Supone, en términos del peripatético, el inicio del cual todo ente surge y el fin al cual todo ente tiende, la esencia de las dos grandes causas (eficiente y final). Tan es así, que la realidad no puede ser de otra manera, aunque lógicamente esto no se pueda demostrar. Ya no puede haber, pues, una dualidad de bien y mal al principio, no hay más una pluralidad en el origen. Ellos se dan cuenta de que esto es un disparate y que no es para nada posible.
En Platón y Aristóteles, aunque el neosofista y relativista funcional Karl Popper trate de ocultarlo tachándoles de cerrados y amigos de la tiranía (la maldita transferencia de los liberales que siempre acusan a su víctima de su propio defecto), el bien y la verdad son finalidades ineludibles, sin las cuales, dirá Aristóteles, el ente no va a completar su esencia.
Y es que ellos establecen que tiene que haber una metafísica de inicio, que, aunque no pueda ser demostrada, sí debe ser asumida como verdad, ya que muestra su existencia por el peso de la certeza, la intuición y la experiencia. El principio de unidad, de causalidad, de no contradicción o de razón suficiente son ejemplos de esta metafísica, sin los cuales no podría haber conocimiento fundado. Y esto se concluye tras constatar que sin esta metafísica todo conocimiento se hace añicos. En ese algo más, pues, tiene que haber unidad, bien, verdad y belleza y no puede haber disgregación, ni pluralidad, ni puede haber división.
Cada uno es según entiende el fin, decía Aristóteles. Los tres grandes filósofos nos habían legado, volviendo al principio, lo necesario para saber que el solo conocimiento humano no es suficiente, pues hace falta que esta realidad plenamente buena y verdadera nos complete, nos llene y nos apetezca cuando ordenamos nuestra naturaleza hacia ese fin. La duda sería, entonces, cómo esta imperfección en el hombre debía ser perfeccionada…
Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre los hombres…
Y nos enseñó que, cuando el conocimiento empieza a mostrar su flaqueza, cuando llegamos al «Yo solo sé que no se nada», la voluntad ha de tomar la dirección y orientarnos a esta felicidad en la Verdad. Eso sí, no con las fuerzas propias, sino por medio de la Gracia. Pues, como decíamos, ante Él no somos más que lo más pequeño, lo más débil y lo más ignorante.
Tras esto, Dionisio nos pudo descifrar los nombres de Dios, San Agustín nos abrió Su ciudad y Santo Tomás nos construyó la nueva catedral gótica para el conocimiento y el camino a Su contemplación. Porque, al ser Dios el Bien, la Amistad y el Amor, nos entrega libremente su Gracia cuando nos orientamos a Él. De forma que aquella angustia por no poder abarcar el espacio-tiempo, se torna Fe, Esperanza y Caridad. El poco conocimiento cobra su sentido, el esfuerzo ha valido la pena.
Pero, después, Lutero se rebeló, y, acto seguido, Descartes nos hizo dudar, finalmente, Kant nos censuró esta metafísica que nos daba el sentido… Faltaba poco para que el «filonazi» Heidegger confirmara que la angustia se está apoderando de nuestras almas.
Todavía no hemos tocado fondo.
Bearn, en una fría jornada de enero de 2025.
Joan Mayol
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