
En 1858 y 1859 la colección editorial Biblioteca de Autores Españoles publicó dos tomos de obras de Jovellanos, precedidos respectivamente de un Discurso Preliminar y un Prólogo a cargo del por entonces diputado neocatolicista Cándido Nocedal. El esbozo que realizó en ellos del pensamiento político del ilustrado astur suscitó una polémica, entre octubre de 1859 y enero de 1860, sostenida por el polígrafo Alejandrino Menéndez de Luarca (bajo el pseudónimo de «W. Franquet») y el periodista Gumersindo Laverde, ambos paisanos del biografiado. El segundo, años después, recopiló y refundió los dos artículos que dedicó al debate en su obra Ensayos críticos sobre Filosofía, Literatura e Instrucción Pública españolas (1868), añadiéndole además un tercer escrito.
Este último ensayo incorporado ex novo finalizaba con una nota a pie de página, cuyo texto completo reza así: «Como el Sr. Nocedal, en uno de los trozos que hemos copiado, dice que Jovellanos era liberal, sin por eso dejar de ser católico, parece conveniente advertir que aquella palabra debe entenderse allí, no en el sentido que le da el Syllabus, sino en el de partidario del gobierno representativo, o sea de la existencia de Cámaras que compartan con el Monarca el cuidado de los negocios públicos. Jovellanos nunca pensó en supeditar la Iglesia al Estado, ni en hacer a éste ateo, ni en desligar la moral civil de la religiosa, ni en abogar por la pluralidad de cultos, la libertad de imprenta in rebus fidei et moribus, el matrimonio civil y otras cosas a este tenor, que son lo que la Santa Sede ha condenado bajo el nombre de liberalismo. Si es preferible la República a la Monarquía, si es mejor la Monarquía mixta que la pura, si conviene más una sola Cámara que dos, si las deliberaciones de éstas han de verificarse a puerta cerrada o abierta, si es o no admisible el sufragio universal, si lo es o no la Milicia Nacional y otros puntos semejantes, no constituyen lo que Su Santidad considera como liberalismo, y cabe variedad de pareceres acerca de ellos sin menoscabo alguno de la Fe católica. Decimos esto para desvanecer vulgares preocupaciones a que da lugar frecuentemente la mala inteligencia de ciertas palabras que hoy se tergiversan de mil maneras con amargo dolor de los buenos católicos» (p. 431. Los subrayados son suyos).
No nos interesa aquí dilucidar si eran o no acertadas las apreciaciones del Sr. Laverde en torno a la figura de Jovellanos, sino la exactitud o falsedad de sus asertos concernientes al ámbito delimitado al que, según él, se circunscribían las censuras de Roma en relación al término «liberalismo». ¿Las afirmaciones de Laverde constituían en este asunto un fiel trasunto del pensamiento de la Santa Sede?
A la vista de lo asentado por León XIII en su Encíclica Immortale Dei (1885), parece que en ella sí se le daría la razón a Laverde, al menos implícitamente. En su tercera y última sección, de carácter disciplinar, dedicada a los «Deberes de los católicos», el Papa remarca en su postrer párrafo que todo católico, para ser consecuente, debe acatar la autoridad de la Iglesia tanto en su vida privada como en la esfera pública, y añade: «Pero si se trata de cuestiones meramente políticas, del mejor régimen político, de tal o cual forma de constitución política, está permitida en estos casos una honesta diversidad de opiniones. Por lo cual no tolera la justicia que a personas cuya piedad es por otra parte conocida, y que están dispuestas a aceptar dócilmente las enseñanzas de la Sede Apostólica, se les acuse de falta grave porque piensen de distinta manera acerca de las cosas que hemos dicho. Mucho mayor sería la injusticia si se les acusara de violación o de sospecha en la Fe católica, cosa que desgraciadamente ha sucedido más de una vez. Tengan siempre presente y cumplan esta norma los escritores y, sobre todo, los periodistas» (§ 23. Citamos de la traducción oficial).
El «derecho» nuevo, en que se asienta toda la acción revolucionaria dentro de nuestra época contemporánea, se fundamenta en el dogma de la primacía de la voluntad general de la soberanía nacional, magistralmente retratado por Pío IX en su documento Quanta cura (descripción que transcribimos en la columna «La Iglesia como “Tribunal Constitucional” de la Monarquía Hispánica»). Pero, ¿cuál es el área de impugnación que abarca ese principio revolucionario, según las directrices del Vaticano? Da la sensación como si los Sumos Pontífices preconciliares, en su pastoral sociopolítica, reprobaran el instrumento de la soberanía nacional cuando se aplica a cuestiones que afectan directamente al derecho divino natural y positivo, pero no cuando se maneja solamente contra el derecho humano o positivo legítimamente vigente en una determinada comunidad política. Bajo esta óptica, sería aceptable distinguir entre un liberalismo jurídico-religioso siempre inicuo, y un liberalismo jurídico-civil enteramente inocuo. En este sentido, se podría asegurar que Roma no habría tenido, en principio, inconveniente alguno con la fórmula expresada en el proyecto del artículo 3º de la Constitución gaditana (reproducido por nuestra parte en el trabajo «El fundamento divino de la autoridad legítima»).
Volviendo a la Encíclica Immortale Dei, creemos que abonan la tesis recién expuesta las siguientes oraciones: «El derecho de mandar no está necesariamente vinculado a una u otra forma de gobierno. La elección de una u otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garantice eficazmente el bien común y la utilidad de todos. Pero en toda forma de gobierno los Jefes del Estado deben poner totalmente la mirada en Dios, supremo gobernador del Universo, y tomarlo como modelo y norma en el gobierno del Estado» (§ 2). Y más adelante reafirma León XIII: «Estos son los principios que la Iglesia católica establece en materia de constitución y gobierno de los Estados. Con estos principios, si se quiere juzgar rectamente, no queda condenada por sí misma ninguna de las distintas formas de gobierno, pues nada contienen contrario a la doctrina católica, y todas ellas, realizadas con prudencia y justicia, pueden garantizar al Estado la prosperidad pública. Más aún: ni siquiera es en sí censurable, según estos principios, que el pueblo tenga una mayor o menor participación en el gobierno, participación que, en ciertas ocasiones y dentro de una legislación determinada, puede no sólo ser provechosa, sino incluso obligatoria para los ciudadanos» (§ 18). Y anteriormente, en su Encíclica Diuturnum illud (1881), ya había recalcado que en la misma no se trataba «de las diferentes formas de gobierno. No hay razón –concluía el Papa– para que la Iglesia desapruebe el gobierno de un solo hombre o de muchos, con tal que ese gobierno sea justo y atienda a la común utilidad. Por lo cual, salvada la justicia, no está prohibida a los pueblos la adopción de aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su manera de ser o a las instituciones y costumbres de sus mayores» (§ 4. Traducción oficial).
A nuestro pobre juicio, entendemos que la confusión generada por los Papas preconciliares en sus instrucciones pastorales proviene de mezclar dos planos distintos. Hablando en abstracto, es cierta la indiferencia entre las formas políticas o entre las categorías de personas que puedan ser investidas del poder político. Descendiendo al terreno concreto, sigue siendo igualmente verdadera esa indiferencia cuando nos retrotraemos a los orígenes de las distintas comunidades políticas. Pero esa misma indistinción resulta sofística cuando se la pretende extender también al caso de comunidades políticas ya formadas o configuradas legalmente de una muy definida manera desde hace siglos. Por lo demás, habida cuenta que la premisa de la soberanía nacional «habilita» al hombre a dictaminar a su arbitrio qué es o no lo verdadero, lo bueno y lo justo, ¿de verdad creían los Papas que los revolucionarios se iban a limitar a usar de ese principio subversivo sólo en la órbita de la legalidad estrictamente humana, sin entrar para nada en el sagrado recinto de la ley divina natural y positiva? Habiéndose autoconferido los liberales semejantes poderes constitucionalistas para hacer lo más, ¿iban a ceñirse únicamente a lo menos en su uso?
La específica legalidad de una comunidad política, demarca una particular forma de gobierno legítima y llama a una serie concreta de personas facultadas de iure para el desempeño de su máxima autoridad. Estas realidades, aunque emanen del derecho humano, no son opinables, y originan consiguientemente una obligación de acatamiento y sumisión en los católicos, no sólo legal, sino también moral. Verdad que, de no ser evidente, bastaría para su confirmación las lecciones contenidas en el Catecismo Mayor del Compendio de la Doctrina Cristiana que San Pío X prescribió en 1905 para las Diócesis de la Provincia de Roma. Así, por ejemplo, en la sección correspondiente al Cuarto Mandamiento de la Ley de Dios, a la pregunta número 411: «¿Se han de respetar todas las leyes que imponga la autoridad civil?», responde: «Se han de respetar todas las leyes que la autoridad civil impone, con tal que no sean contrarias a la ley de Dios, según el mandato y ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo». Y al siguiente interrogante número 412: «Fuera del respeto y obediencia a las leyes impuestas por la autoridad, ¿qué otros deberes tienen los que forman parte de la sociedad civil?», contesta: «Los que forman parte de la sociedad civil, fuera de la obligación de respetar y obedecer las leyes, tienen el deber de vivir concordes y de procurar, según sus medios, que la sociedad sea virtuosa, pacífica, ordenada y próspera para el común provecho» (edición castellana del P. Pablo Villada S. J., 121914, p. 69).
Por tanto, en la situación de una comunidad política que goza de una disposición u orden jurídico-legal multisecular, sólo cabría la posibilidad de «justificar» su vulneración o transgresión apelando al consabido principio de la soberanía nacional, que es lo que han venido a ejecutar los revolucionarios a la hora de suplantar dicha legalidad por el nuevo «derecho» constitucionalista. En todo caso, el propio León XIII, en la mencionada Diuturnum illud, manifiesta a su vez (al menos tácitamente) una desaprobación global, sin distinciones en su aplicación, contra ese viciado poder constituyente dimanado del «ius»-naturalismo racionalista, al rechazar en dicha Encíclica la antigua falsa teoría de la delegación del poder (no confundir con la ortodoxa de la traslación o transmisión) que había sido renovada por Rousseau durante la Ilustración.
«Muchos de nuestros contemporáneos –subrayaba el Santo Padre–, siguiendo las huellas de aquellos que en el siglo pasado se dieron a sí mismos el nombre de filósofos, afirman que todo poder viene del pueblo. Por lo cual, los que ejercen el poder no lo ejercen como cosa propia, sino como mandato o delegación del pueblo, y de tal manera, que tiene rango de ley la afirmación de que la misma voluntad popular que entregó el poder puede revocarlo a su antojo» (§ 3). El Papa recuerda que no hay ningún problema, desde el punto de vista doctrinal, en que el sujeto del poder político acceda a él por elección, pero aclara que «con esta elección se designa al gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer» (§ 4). Sobre el sentido genuino de estas últimas frases, ya nos referimos en los artículos «¿Condenaron los Papas el origen divino mediato del poder civil?». Aquí sólo queremos destacar, una vez más, la total y absoluta repulsa del axioma de la soberanía nacional por el Magisterio eclesial; firme enseñanza que contrasta vivamente, sin embargo, con esa otra condescendencia que, en el dominio de la legalidad positiva, aparentemente le dispensaban los Papas preconciliares dentro de su pastoral sociopolítica.
Félix M.ª Martín Antoniano
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